Despedida a Raffaella Carrà

La flor de loto del siglo XX: en el amor todo es empezar

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En la extraordinaria película Le meraviglie, de Alice Rohrwacher, Monica Bellucci oficia de presentadora del concurso de talentos para la televisión –que conmociona a esa familia, a todas las familias– caracterizada al modo casi de una deidad del mar. Así, hace honor a la mitología de las mujeres italianas: mujeres que parecen y no parecen de este mundo. Los oficios terrestres y las diosas. El influjo de la tradición rodeándolas, pero rozadas por la exuberancia, linajes de señoras que imaginamos limpian la lechuga o los tomates también así en pulóver arriba de la bombacha mientras los aros se contornean, o se pasean por la casa en tacos, con los cachetes apenas rozagantes, los ojos cargados de rímel y los labios como si se apoyaran entre sí pero sin juntarse por completo, la boca nunca cerrada del todo. O caminan veloces por la calle, como si siempre estuvieran recién salidas del polvo de sus vidas. Y finísimas: sin dejar rastro. Con estela.

Raffaella Carrà tiene el siglo XX encima: nacida en 1943, durante la Segunda Guerra Mundial, en Bolonia, es la única hija mujer de una madre separada –cuando hacerlo era tomar el cielo por asalto– que hace la primera creación que hacen todos los artistas: la de su propia familia. Ahí, amasa una infancia salpicada por las presentaciones en la mesa o la reunión con vecinos, en las que se combinan lo que viene después: baile, canto, actuación, conducción. A una persona la definen sus “no”: en los setenta prueba primero el camino del héroe a Hollywood –donde participa de Von Ryan's Expres– y se le planta a Frank Sinatra. Un tiempo vertiginoso en el que se pasa de la pantalla en blanco y negro a la pantalla a color. Arrasa como showgirl en su Italia natal y conquista España con su destape antes del destape. En España, Raffaella; en Italia, la Carrà. Entre el italiano y el español, habla muchos idiomas porque sabe estar en boca de todos –del carnicero o la ama de casa que la cantan en este video sobre su paso en Buenos Aires, en el lenguaje de la modernización de las chicas que debutan en el trabajo o en la universidad, en los derechos de la comunidad LGBT–. Las textuales, insistentes, y hasta fetichizadas (¡lo dijo, lo dijo!) que circularon en las últimas horas –una entrevista que le hace Interviu donde dice “yo voto siempre comunista”; u otra “en un conflicto entre trabajadores y empresarios, yo siempre estaré del lado de los trabajadores”– hablan más de la necesidad de ciertos pases “políticos” para pensar lo común que de una mujer que encarna más que una textual: la rítmica mestiza e inclasificable de una época, y una vida sin libretos (políticos, de género, estéticos). El mundo era un quilombo y ella le cantaba a la “fiesta”, al cuerpo “caliente”, enfundada en un catsuit rojo con los muchachos bailándole alrededor en calzas rosas.

Cuando las canciones eran de folclore, de protesta o entraban en la casa del rock naciente, Raffaella Carrà vocalizó una ópera para la segunda mitad del siglo XX, un desparpajo rimado. Y se lo puso al hombro en calcita de lycra. En más de 25 álbumes de estudio. En “Santo Santo” le canta al marido “¿Dónde está el sadismo / dónde el masoquismo / lo que él me prometió?”. El himno al teléfono reza “Mi dedo está enrojecido de tanto marcar / se mueve solo sobre mi cuerpo / y marca sin parar”. En “Lucas” entona, pícara, la oda al amor entre varones. Lo sabemos, Raffaella: una música te llena el pensamiento cuando el deseo se hace violento. La música que nos hace bailar es una música sagrada. Imperturbable en el recuerdo de infancia, en la memoria familiar, en el playback frente al espejo. Nunca el tiempo es ideal para ocuparnos de lo más vil y lo más simple, pero con ella estaremos, así, salpicados por las aguas turbias que a todos bajan, la lengua internacional del amor (¡la espera!) y ese pequeño infierno que es la cama entre dos personas. Una flor de loto creando belleza desde la raíz vertebral del siglo: sus pasiones. 

Lo sabemos, Raffaella: una música te llena el pensamiento cuando el deseo se hace violento.

Apodada “el ombligo de Italia” –censurada por mostrarlo–, fumadora de dieciséis cigarrillos al día, acrobática, luchó por cobrar el mismo salario que los presentadores. Fue la última diva o la primera estrella pop. Nos mostró cómo estar en las cosas sin quemarlas. El pudor sobre su vida privada vuelve a sus elecciones aún más deslumbrantes. Tuvo dos grandes amores –Gianni Boncompagni y Sergio Japino, hay fotos hermosas de los tres, que vivieron en la misma manzana– pero ninguno fue su marido ni el padre de sus hijos. Se llevó a la tumba hasta dónde llegó con Maradona. Contribuyó a las adopciones de niños en cientos de países. Italia es más una Nación –que nos enamora– que un Estado –que nos espanta– y ella siempre lo reina. Hola, Raffaella. La conversación encendida, los estribillos, el arte de la voz. Si se toman todos los riesgos no se toma ninguno (Marilyn Monroe), pero ella vivió con riesgo porque eligió los que valían la pena. Las dosis de arrojo. Integrada; no tibia. En contundencias homeopáticas. Hay mujeres morochas que cautivan con su naturalidad, hay algunas elegidas que son magnéticas blondas de cuna, pero las rubias teñidas son las mujeres más auténticas: las que se animaron ser quienes quisieron ser. Reinas del pueblo, princesas de su inconsciente, que se deslizan con esa estirpe de estar a gusto con todo tal cual fue, imperfecto, deseado: los hombros les caminan antes que la espalda. Adelantadas. Anacrónicas. Porque nada es eterno, salvo la Carrà.

FA