Mandriles, ensobrados, les cerramos el orto, pedazos de soretes
Cuando me pidieron esta columna acababa de ver un video en Instagram en el que una maestra de primaria les recitaba a sus alumnos con voz dulce y ademanes exagerados una advertencia vital para la convivencia:
–Si alguien no puede cambiar algo de sí mismo en 30 segundos o menos, ustedes no se lo deberían mencionar. Si ustedes le dicen a alguien: “Ey, tus zapatillas están desatadas” o “tenés una pelusita ahí en tu hombro” o, en voz baja, “tu pantalón está desabrochado pero nos pasa a todos”, esas son cosas que puede cambiar en 30 segundos o menos. Pero si le comentás algo de su color o textura de pelo, o estilo, o cuerpo, no lo puede cambiar en 30 segundos o menos.
Después de una catarata de ejemplos pedagógicos, la maestra concluía: “Tus palabras tienen poder y tus palabras importan”.
El contraste entre lo que se les enseña a los niños y lo que ellos pueden escuchar hoy en boca del Presidente es brutal. Catalogaciones como “Mandriles, ensobrados, les cerramos el orto, pedazos de soretes”, proferida por parte de Milei a periodistas in absentia en un acto en Parque Lezama, es obvio, dista mucho de ser algo dentro de las normas de opinión crítica aceptable. Pero de a poco, la repetición del esquema, estructura y extralimitaciones verbales, la marca de su primer año en la presidencia, va generando una anestesia tal que puede confundirse con una naturalización.
Desde hace un tiempo los discursos de odio están siendo discutidos en la academia, los organismos internacionales y otros espacios de reflexión o producción de jurisprudencia. Un mes atrás, Amnistía Argentina presentó una investigación sobre violencia digital contra periodistas mujeres que era clara respecto de cómo la agresión constante –la acumulación de insultos– derivaba en autocensura, problemas de salud mental, miedo y muchas otras consecuencias indeseables para la esfera personal de la vida de estas mujeres pero, también, para la democracia, con un extra intimidatorio cuando la agresión viene del presidente. No hay discusión: hay consecuencias visibles de la violencia digital, existe un continuum offline-online y las palabras hacen cosas.
Sin embargo, cuando el presidente se desboca contra el flaco status social del periodismo de un modo tan esperpéntico y reiterado, va construyendo un cliché que gasta sus palabras: así como son dañinos y tóxicos para el debate público, sus insultos no se convierten en denuncias ni terminan de marcar agenda –por caso, discutir una semana sobre la corrupción en el periodismo o su dependencia a los poderes fácticos, no sé si les suena–: simplemente cuando suceden esta y otras explosiones, cada vez más se escuchan consejos de no darle bola. Como si fuera posible escindir la forma del fondo en un presidente. Como si sus palabras no tuvieran que importar. Como si hubiera que acostumbrarse y dejar de sorprenderse. Algo así le contestó Jony Viale a Marcelo Longobardi cuando este último le dijo que no pensaba naturalizar la agresión constante del presidente hacia su persona. “No estoy dispuesto a que me insulten todos los días, no lo pienso naturalizar”, dijo ofuscado por la falta de apoyo de sus compañeros de Radio Rivadavia, Viale incluido, que respondió “Bueno qué se yo, es algo que hace el gobierno, no hay que engancharse más, porque le das más legitimidad al tema”. Parecida fue la postura de Doman en A24, del Grupo América: “A mí ni me va ni me viene”. Y agregó, astuto él: “Qué le voy a explicar que esta es la televisión que a Milei lo hizo presidente”.
La saña de Milei hacia el periodismo revela una contradicción: anclado en una imagen del oficio más propia del siglo XX, no define cuál es el valor que quiere adjudicarle, definiendo en un mismo posteo a los periodistas como boxeadores abusivos y también como perdedores desempoderados por las redes sociales. Pero sus ataques son también una forma de luchar con uñas, dientes e insultos baiteros por dominar una agenda que, eso sí lo sabe, hoy es demasiado efímera y dinámica, con noticias y protagonistas que se desvanecen en horas, incluyendo sus propias declaraciones.
FN