Gaza: luces y sombras del alto el fuego
Después de 15 meses de destrucción, Israel y Hamas alcanzaron un principio de acuerdo de alto el fuego para poner fin a la devastadora guerra de Gaza. La mediación de Qatar y Egipto ha sido indispensable durante estos últimos meses de maratonianas negociaciones, pero el factor determinante ha sido la presión ejercida por el presidente electo Donald Trump y su equipo en las últimas semanas. No obstante, el acuerdo tiene más sombras que luces y su aplicación se aventura enormemente compleja, dadas la división dentro del propio gabinete Netanyahu y la manifiesta debilidad de Hamas.
En términos generales, el compromiso alcanzado replica los términos de la resolución 2.735 del Consejo de Seguridad, aprobada el 10 de junio del pasado año, que preveía un plan en tres fases que debería conducir, en último término, a una retirada israelí de la Franja de Gaza y a su reconstrucción.
Ni una cosa ni otra parecen fáciles, dado que ni el Gobierno de Netanyahu ni el estamento militar israelí contemplan una retirada completa ni tampoco ceder el control del estratégico corredor de Philadelphi, que separa el enclave palestino de Egipto a través del paso de Rafah, y tampoco parecen demasiado proclives a salir del corredor de Netzarim, que parte en dos el territorio palestino.
En los últimos quince meses, Netanyahu y sus ministros ultraderechistas Bezalel Smotrich e Itamar Ben-Gvir han hecho todo lo posible por torpedear todas y cada una de las propuestas de paz puestas sobre la mesa. Unos y otros tenían claro que su objetivo iba mucho más allá de recuperar a los rehenes y pretendían aprovechar la coyuntura internacional tras los ataques del 7 de octubre contra territorio israelí para dar un castigo ejemplar no sólo a Hamas, sino al conjunto de la población gazatí, así como golpear al Eje de la Resistencia capitaneado por Irán.
De ahí que haya sido la población la que haya pagado el precio más elevado por la ofensiva desencadenada contra la Franja de Gaza. Desde entonces, al menos 46.780 palestinos han sido asesinados y otros 111.600 han resultado heridos, aunque un reciente estudio publicado por la revista The Lancet considera que el número de muertos a causa directa de los bombardeos podría ser mucho mayor y elevarse en un 40%: en total, 18.680 personas más.
Por otra parte, el 80% de los edificios han resultado dañados o destruidos, por lo que su reconstrucción se antoja una tarea hercúlea, sobre todo si tenemos en cuenta que es Israel quien controla todas las fronteras del enclave palestino y podría, tal y como ha hecho en el pasado, entorpecer la entrada de materiales de reconstrucción alegando que podrían tener un doble uso.
En este contexto, la única certeza es que la Franja de Gaza tardará décadas, y no años, en resurgir de sus cenizas si se le permite. La ayuda de los países occidentales y, sobre todo, de las monarquías del Golfo será imprescindible para que este proceso pueda culminarse con éxito.
Pero antes de lanzar las campanas al vuelo es esencial que las partes cumplan lo firmado, lo que no parece una tarea sencilla, tal y como se está evidenciando en sus primeros compases. El Gobierno israelí se encuentra profundamente dividido y la propia supervivencia de Netanyahu está amenazada por sus principales socios de coalición, ya que los partidos de corte supremacista y ultranacionalista —Sionismo Religioso y Poder Judío— han amenazado con abandonar la coalición y provocar una crisis de gobierno.
Netanyahu ha retrasado la votación en su gabinete para dar el sí definitivo al acuerdo mientras ambas partes se cruzan acusaciones sobre exigencias de último minuto. Además, desde que se anunció el acuerdo, Israel ha matado al menos a 77 personas.
La posición de fuerza de Netanyahu y la debilidad de Hamas
No obstante, la aprobación del alto el fuego parece estar fuera de toda duda, ya que los principales líderes de la oposición, Yair Lapid y Benny Gantz, se han comprometido a darle su respaldo. Probablemente, la luz verde de Netanyahu al acuerdo tenga mucho que ver no sólo con las presiones por parte del presidente Trump, sino también con los buenos resultados que le auguran las encuestas, ya que vaticinan que podrá revalidar su mayoría en el caso de que se celebren unas elecciones anticipadas.
Hamas se encuentra en una posición mucho más delicada, puesto que los ataques israelíes han diezmado su estructura militar y descabezado a su liderazgo político. Su credibilidad interna también ha quedado seriamente erosionada, ya que buena parte de sus tradicionales simpatizantes le reprochan no haber calculado los elevados costes que podría generar el ataque del 7 de octubre.
Por si fuera poco, el régimen iraní, su principal patrocinador, se encuentra inmerso en una crisis existencial después de que el Eje de la Resistencia haya sido prácticamente desmantelado en los últimos meses. Hizbulá ha perdido buena parte de sus efectivos y a sus líderes como consecuencia de los ataques israelíes, lo que le ha restado capacidad para condicionar la política libanesa, tal y como demuestra la reciente elección de Joseph Aoun y Nawaf Salam como presidente y primer ministro de la república, ninguno de ellos situado en la órbita del partido-milicia libanés.
Por otra parte, el derrocamiento de Bashar Al Asad supone un golpe sin precedentes para Irán, que desde 1980 mantenía una alianza estratégica con Siria, país a través del cual abastecía de armamento a Hizbulá.
Así las cosas, parece evidente que Hamas no ha salido reforzado del 7 de octubre, sino mucho más debilitado, al igual que sus aliados regionales, lo que evidencia su enorme error de cálculo. El acuerdo de alto el fuego no contempla que la organización islamista vaya a tener ningún papel en el escenario de posguerra y probablemente tampoco pueda presentarse a unas eventuales elecciones para renovar la cuestionada Autoridad Palestina, ante el veto no sólo de Israel y Estados Unidos, sino de la propia Unión Europea, que sigue siendo el principal sostén financiero del autogobierno palestino.
Quizá la principal incógnita por despejar en el nuevo periodo que ahora se abre es quién gobernará, una vez concluida la tercera fase de los acuerdos, la Franja de Gaza. Netanyahu ha repetido hasta la saciedad que no permitirá que el enclave palestino se convierta en un Hamastán ni tampoco permitirá un Fatahland, en una clara alusión a la facción mayoritaria de la Organización de Liberación de Palestina, Fatah, liderada por el presidente Mahmud Abbas.
La máxima prioridad de Netanyahu desde la primera vez que accedió al gobierno, en 1996, ha sido destruir al movimiento de liberación nacional palestino, siguiendo las políticas aplicadas por sus maestros Isaac Shamir y Ariel Sharon.
Aquí es donde entran en escena Emiratos Árabes Unidos y Egipto, países a los que Netanyahu pretende involucrar en la gobernanza en la fase de posguerra. En concreto, el líder israelí pretende que ambos países desplieguen fuerzas sobre el terreno y se encarguen de garantizar la seguridad en la Franja de Gaza.
De esta manera conseguiría ningunear a la Autoridad Palestina y arabizar, como ya ocurrió tras la Nakba de 1948, la cuestión palestina, negando el papel de la OLP como única y legítima representante del pueblo palestino y devolviendo el dosier palestino a la comunidad árabe, mucho más proclive, tal y como demostraran los Acuerdos de Camp David (1979) y los Acuerdos de Abraham (2020), a presentar concesiones en la mesa de negociaciones y a mercadear con los derechos nacionales palestinos.
Catedrático de Estudios Árabes e Islámicos de la Universidad Complutense de Madrid y coautor del libro 'Gaza: crónica de una nakba anunciada' (Qatarata, 2024)
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