Hace unos meses me propuse entender cómo se vivió el día a día del ascenso de Hitler en algún rincón perdido de Alemania. No quería un estudio histórico, por muy detallado que fuera, ni un diario íntimo, como el de Victor Klemperer, sino lo más cercano a la realidad diaria y pública, lejos de los grandes centros urbanos. Pregunté en la hemeroteca de la Staatsbibliothek de Berlín y me remitieron al Rheinsberger Zeitung, un diario de pueblo que aparecía tres veces por semana, del que por milagro se conservaron todos los números de esa época y estaban escaneados en la web. Me puse a leerlo minuciosamente y haciendo anotaciones, con la concentración y la ansiedad de quien, supuse, solo tiene eso para informarse en un momento que intuye crucial. Así me enteré “en tiempo real”, es decir con las debidas idas y vueltas y el debido énfasis, de algunas cosas que no sabía, por ejemplo, que una de las primeras medidas que tomó Hitler fue la de donar su sueldo. ¿Sortearlo le habrá parecido demasiado?.
La ingenuidad de mi experimento, aunque evidente desde un principio, recién se me reveló en todo su esplendoroso patetismo ahora que empezó lo que, dicen, bien podría ser una nueva guerra mundial. La pregunta puramente teórica que en el fondo me interesaba responderme con aquel ejercicio (¿Qué podía saber un ciudadano normal que se toma el trabajo de al menos leer el diario? ¿Cuándo hubiera logrado juntar yo, en su lugar, la suficiente cantidad de indicios como para saber que era hora de irse?) de pronto se ha vuelto real. Me lo hizo notar mi sobrina de 14 años, alemana de nacimiento, aunque bastante argentina de alma (y de lengua), que no sabía lo que había pasado en Hiroshima y que, cuando terminé de explicarle (¿explicarle?), me dijo: “Pero entonces, ¿cuándo nos rajamos?”
¡Qué fatalista la niña! Todas las comparaciones con la segunda guerra mundial son siempre improcedentes. La OTAN no va a ser tan imbécil como para meterse en el conflicto y los ucranianos tendrán tarde o temprano que ceder sus pretensiones de entrar en ella, como me dijo, apaciguadora, mi vecina de la planta baja del departamento de Berlín en el que vivo, repitiendo los vaticinios del director de la Fundación Friedrich Ebert de Ucrania, que le mostró en el grupo de whatsapp del edificio donde vive su familia en Kiev que el único tema del que se habla es dónde conseguir comida. Ese es el verdadero drama y ahí se terminará, hay que compadecerse y ayudar a las víctimas (acá no se las ve solo en la televisión sino que te las cruzás en la estación central y en los trenes) y no sentir miedo por el resto de Europa, como ya ocurrió con Chechenia y sigue ocurriendo en Siria.
A la vez, ya circulan mapas donde se ve el radio de alcance de las bombas nucleares de Putin. Me lo mostró mi cuñada en su teléfono, aliviada porque su pueblo natal, a unos 500 km. de Berlín, estaba fuera del radio de influencia. La lucha en torno a la central nuclear más grande de Europa enciende todas las alarmas que ya creíamos desactivadas desde hacía treinta años. De pronto sacaron la guerra fría del congelador y, como se sabe, no es bueno congelar dos veces lo mismo. Hasta ayer nomás hacía chistes sobre que en Berlín no destruyeron todos los bunkers de la segunda guerra esperando a que el metro cuadrado volviera a cotizar. Ja. Ja.
La gente marcha por la paz, mientras el Estado se arma para lo otro. Demoraron un año y medio en soltar un billón de euros para el personal médico por la pandemia y una noche en aprobar 100 billones (100.000.000.000.000, ¿no?) para rearmar el país, el mismo que se juró nunca volver a armarse (y con los verdes en el poder, ¿verdad?). Incluso ante la utópica ilusión de que el conflicto termine pronto, en algún momento alguien va a sentir que hay que justificar lo invertido, ¿no nos parece?
Entonces, ¿hay que rajarse, mientras se tenga el privilegio de poder elegir? Los pensamientos que a uno lo asaltan en estas circunstancias son aberrantes. Si esto fuera un diario íntimo, le confesaría que pensé, solo a medias en broma, que no puede ser que tenga que hacer las valijas otra vez justo ahora que acabo de comprarme una helader con un freezer grande y de llenarlo de carne argentina comprada al por mayor. Me digo que no hay ningún punto de comparación con lo que vivió mi abuela paterna hace casi cien años en esta misma ciudad, pero recuerdo que su familia decidió abandonarla recién a último momento, quizá porque también ellos acababan de comprarse una heladera. Saco entradas para la “Ópera de los tres centavos” en la Berliner Ensamble en abril (para antes no te venden, todo agotado), pero recuerdo que mi bisabuela materna no quiso irse a Brasil por los mosquitos y terminó en los hornos de Auschwitz.
Las situaciones críticas comprimen aún más la ya delgada línea entre la paranoia y la presencia de ánimo, el puro alarmismo y la simple sensatez. Siento que así como la peste me ayudó a entender el medioevo, a revivirlo prácticamente, al modo de un parque temático en el que todos participamos más o menos involuntariamente, Putin me está dando la oportunidad de recuperar una cotidianeidad de la que siempre me pregunté cómo es que podía no ser cristalina para quienes la transitaban. Nada más opaco que el presente, entiendo ahora. Tantas noticias, tantas fotos, tanta gente opinando, y uno queda debatiéndose entre las advertencias de una sobrina y la carne en el congelador.