LATINOAMÉRICA

En una histórica victoria, el oficialismo ganó en El Salvador más poder que los dos partidos que se lo habían repartido por treinta años

1 de marzo de 2021 22:52 h

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Quienes pronosticaron la victoria del presidente Nayib Bukele en las elecciones legislativas del domingo en El Salvador, pudieron ver el lunes la más rotunda de las confirmaciones posibles. La coalición oficialista -dos partidos nuevos y uno antiguo y marginal- puso fin a tres décadas de excluyente bipartidismo (veinte años de gobierno de un partido de derecha y diez de su rival, de izquierda). El oficialismo ha ganado mayoría propia en la Asamblea Legislativa, una victoria que Bukele tuitea con signos de exclamación y cielos nocturnos que brillan por los fuegos de los festejos.

El horizonte que se ha abierto es doblemente histórico. No sólo convirtió en minorías a dos fuerzas que parecían ejercer una representación histórica irrenunciable para cada uno de sus electorados, una que sería retenida con independencia de sus logros al frente del país. Sino que consiguió un triunfo que ninguna de ellas había obtenido para sí en los sucesivos momentos de alternancia muy polarizada de los últimos veinte años: un número tal de bancas en el Legislativo que el Ejecutivo ya nunca podrá citar el retaceo de apoyos como explicación de iniciativas radicales de cambio y mejora que se vieran frustradas, y por tanto murieran sin probarse.

Había sido, hasta ahora, también la situación de Bukele. Elegido presidente el 3 de febrero de 2019, a sus 38 años, había roto el bipartidismo en la primera magistratura del Estado, pero el ejercicio de un poder que este joven político y empresario quería ágil, sin traba ni contestación, había encontrado la resistencia y la denuncia, expresada sin mengua de energía hasta un día antes de las elecciones del domingo, por una Asamblea Legislativa dominada todavía por los dos partidos que cada día sentían más amenazada no sólo la previsibilidad de su alternancia, sino su mera presencia en el cuerpo.

También el ausentismo fue menor en estas legislativas que en las dos anteriores. Según el Tribunal Supremo Electoral (TSE) votó el 51% del padrón. Todo parece indicar que uno de los frenos que hizo que la concurrencia no fuera aún más alta no fue el techo al entusiasmo, sino la pandemia. Hasta el propio TSE lo sugiere así en su anuncio de los números de la asistencia una vez cerradas las mesas. En un país de 7 millones de habitantes, más de 5,3 millones de votantes debían elegir a 84 congresistas de la Asamblea Legislativa, 262 consejos municipales y 20 representantes en el Parlamento Centroamericano (PARLACEN).

Hasta las elecciones, el mejor enemigo de Bukele había sido su propia impaciencia. Casi un año atrás, el mismo presidente cuyos partidos ganaron las elecciones del domingo irrumpió en la Asamblea Legislativa con las Fuerzas Armadas. La foto del barbado presidente, casi el más joven del mundo, sentándose en la silla del presidente del Congreso rodeado de militares con ametralladoras, dio la vuelta al mundo. Sin embargo, no venía a tomar el poder, sino a conminar a los legisladores a sesionar y votar un presupuesto que incluía un generoso -o dispendioso, según sus críticos- plan social.

Bukele, un estudiante de Derecho que abandonó impaciente la Universidad antes del diploma-, invocó artículos constitucionales en su favor. Para la página de noticias salvadoreña El Faro, esa irrupción en el Congreso fue el momento más chocante de la democracia recuperada en 1992, cuando las guerrillas -cuyo brazo político es hoy el Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN)- y los militares y los paramilitares de los Escuadrones de la Muerte -cuyo brazo político es hoy la Alianza Republicana Nacionalista (ARENA)- firmaron la paz. Para The Economist, fue una prueba más de la gran virtud para la comunicación espectacular massmediática -sus adversarios dicen la demagogia- de Bukele: el semanario británico le auguró, entonces, el triunfo de ahora, por el regocijo que le provocaba a su electorado, o su público, que se obligara a trabajar, y no a resistir -por la obstrucción, la ausencia, y la negativa a dar quórum- a los partidos derrotados en la elección presidencial.

Por cierto, no todas las voces están tan convencidas de que la recurrencia de Bukele a la fuerza y a la acción, cuando se ponían límites al poder presidencial, estuvieran más cerca siempre de un golpe de teatro y siempre muy lejos de un golpe de Estado o de un autoritarismo que busca anuencia rápida a su programa por la razón o por la fuerza.

El partido de Bukele se llama Nuevas Ideas (NI) y el otro partido joven aliado es GANA (Gran Alianza Nacional). Sus nombres no revelan mucho de ninguna ideología, más allá del compromiso por un cambio que sería movido por la novedad de las soluciones y por el espíritu de conciliación universal. La sigla NI señala una tercera vía que no sería, sin embargo, la ruta equidistante de las conocidas, sino otra. Mirado de cerca, un balance de su carrera política -que pasó por dos alcaldías (incluida la de la capital San Salvador), y por el FMLN antes de la candidatura propia- parece descubrir al final de un dinamismo innegable de iniciativas (que no es fácil conciliar bajo un mismo lema o inteligencia) que a sus críticos rara vez falta razón en sus reparos ni a los partidarios que fue ganando motivos para prestarle su atención.

Ni por un momento se olvida Bukele de interpretar, protagónico, el cambio. Un cambio demorado hasta ahora, según insistió en esta campaña, por la rémora de la partidocracia. Tiene el estilo de un líder populista sin caudillismo conservador, escucha siempre las demandas que quieren satisfacerse primero -seguridad, maras, recesión, pandemia-, pero por detrás siempre despuntan soluciones tecnocráticas, acuerdos con EEUU y las entidades multilaterales de crédito, seducción del empresariado inversor a través de sobriedad en la política exterior y ostensible lucha contra la corrupción.

Las comparaciones de una figura política emergente con figuras del pasado o de un presente ya en bien definido curso, son más útiles para adivinar las intenciones de quien compara que para iluminar los términos de la comparación. Antes que del argentino Mauricio Macri o el brasileño Jair Bolsonaro, Nayib Bukele podría resultar menos lejano del también brasileño Fernando Collor de Mello o del panameño Ricardo Martinelli, pero anticiparle tan pronto al salvadoreño el fracaso de estos dos presidentes -uno estrepitoso, otro asordinado- parecería expresión de deseo antes que fruto del análisis. Hasta ahora, Bukele buscó justificaciones para su intervencionismo en las instituciones. A partir de ahora, no necesita ninguna, y tampoco podrá buscarla a la hora de frustraciones o de mejoras reales empequeñecidas por el recuerdo de planes y promesas, en la falta de poder que invocaron los dos partidos que ahora son una minoría a la que costará formar un frente único de oposición.