Atentado contra CFK

30 años de magnicidios e intentos de magnicidios en América Latina: de Colosio a Cristina, de Bolsonaro a Evo

2 de septiembre de 2022 09:47 h

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Si entre los primeros en expresar su solidaridad con la vicepresidenta y dos veces presidenta argentina Cristina Fernández de Kirchner después del frustrado ataque contra su vida se cuentan Luiz Inácio Lula da Silva y Evo Morales Ayma, no parece casual. Son dos sobrevivientes. Porque tampoco extraña que el ex obrero y sindicalista dos veces presidente de Brasil y actual candidato a un tercer mandato, y que un indígena gremialista cocalero, tres veces presidente de Bolivia, derribado por un golpe donde nuevamente corrió peligro una vida muchas veces antes amenazada y atacada –y al momento del recuento de una elección que iba a conferirle un cuarto mandato y que la oposición impugnaba como fraudulenta-, declararan abiertamente política la índole del ataque sufrido por CFK. Esto ocurre en un contexto amplio donde una nueva candidatura presidencial de la actual vicepresidenta argentina es una hipótesis difundida y comentada después de su respuesta al alegato de la fiscalía de la causa llamada 'Vialidad', en el cual, como imputada de mayor perfil por asociación ilícita en la adjudicación de la obra pública de la provincia de Santa Cruz, pidieron para ella una pena de 12 años de cárcel.

En un contexto más estricto, Lula, su sucesora la presidenta Dilma Rousseff, y Evo fueron objeto de diversas formas de lawfare; el partido español Podemos unió la peligrosa línea de puntos “el intento de asesinato de CFK es consecuencia del lawfare”. A la inversa, acaso pueda verse en el lawfare de la Justicia o el Congreso una forma más civilizada, sin derramar sangre, del magnicidio. Un progreso. En 1999, el vicepresidente colorado Luis María Argaña fue asesinado en las calles de Asunción, por autores materiales conocidos e intelectuales aún indeterminados; en 2012, en un impeachment express, que fuera calificado por sus detractores como ‘golpe de Estado soft’, fue derrocado en el Congreso paraguayo el obispo católico y presidente progresista Fernando Lugo, con los votos de la mayoría colorada y de la minoría liberal de su vicepresidente Federico Franco.

Un vicepresidente asesinado en la calle

Si el lawfare es progreso, sus beneficios humanitarios no están asegurados ni para siempre ni para todos. Lino Oviedo conoció prisión y exilio, acusado en 1999 de autoría intelectual del asesinato del vicepresidente Argaña y de instigar y organizar la posterior masacre en Asunción de civiles que se manifestaron en repudio al gobierno del presidente colorado Raúl Cubas durante los hechos conocidos como “marzo paraguayo”. Finalmente absuelto de lo primero en 2007 y sobreseído de lo segundo en 2008, volvió a la vida política paraguaya.

A sus 69 años, Oviedo aspiraba a ganar la presidencia en las elecciones de abril de 2013 al frente de la Unión Nacional de Colorados Éticos (UNACE), el partido que fundó en 1996. El presunto autor de un magnicidio fue a su vez víctima de un presunto magnicidio, cuando murió al desmoronarse en pleno vuelo el helicóptero que lo llevaba de Concepción a Asunción. El vocero de prensa de la UNACE, César Durant, denunció “un crimen político” y un “mensaje de la mafia”, aunque no profundizó en sus sospechas ni acusó a nadie en particular.

La fecha de la muerte del último de los colorados éticos, 2 de febrero, y la hora, 10 de la noche, son irónicas. En 1989, exactamente 24 años antes, y a esa misma hora, Oviedo había amenazado con cometer un magnicidio. Desde un tanque blindado, Oviedo amenazó con bombardear la oficina del Comando en Jefe en donde estaba el presidente Alfredo Stroessner con su “primer anillo” de defensa si el jefe de Estado no se entregaba. Tres horas después, Stroessner subió a su auto con Oviedo a su lado. Dicen que Oviedo llevaba una granada en la mano y que le dijo al chofer: “Vaya directo a la Caballería (donde estaba el general Andrés  Rodríguez, consuegro de Stroessner, líder del golpe de Palacio, y su sucesor en la presidencia) sin parar. Se detiene o se desvía de camino, y acá volamos todos”. Oviedo fue el candidato que supo representar la expectativa conservadora de un sector de la población. Sus votos nunca lo llevarían a la presidencia de la República, pero eran suficientes para zanjar negociaciones, cuando UNACE constituía la tercera fuerza en el Congreso, después del hegemónico Partido Colorado y del Partido Liberal.

Impunidad de magnicidas y repolitización de los magnicidios

El presidente y candidato Jair Messias Bolsonaro eligió lanzar la campaña oficial para su reelección 2022 en Juiz de Fora. En el mismo lugar donde en 2018 cayó herido haciendo campaña y donde casi muere asesinado a puñaladas. Sobre la espontaneidad y móviles del desequilibrado que las asestó aún hoy subsisten dudas irresueltas, si no irresolubles. La gravedad extrema de las lesiones sufridas obliga al líder derechista -que era era entonces candidato presidencial favorito- a continuar bajo control médico por sus secuelas.

Su contendiente Lula -favorito hoy para las elecciones presidenciales de este octubre-, había elegido para el lanzamiento San Bernardo del Campo. El acto se vio frustrado, cuando los organizadores llegaron a la conclusión de que faltaban condiciones suficientes para preservar al rival de Bolsonaro de un atentado homicida. La seguridad del candidato del PT es la prioridad máxima –según algunos medios, una obsesión absorbente- de su campaña, que ha llegado a incluir entre las medidas preventivas el renunciar a entrevistas cara a cara con el periodismo.

En el atentado a Bolsonaro y en sus consecuencias inmediatas se reúnen apretada, pero limpiamente, rasgos característicos de algunos de los magnicidios consumados o intentados en las tres últimas décadas latinoamericanas. Muerte o heridas graves infligidas con armas blancas o de fuego, antiguas (como la Bersa calibre 42) o improvisadas e inadecuadas, por un agresor que es apresado en el acto. Un extranjero (como el brasileño Fernando André Sabag Montiel, como los exsoldados colombianos que asesinaron en Haití al presidente Jovenel Moïse), un forastero. Un sujeto de salud mental nunca en todo íntegra, de inteligencia jamás del todo entera, solitario en la vida y oscuro en sus propósitos, que las pericias encuentran narcisista y mitómano, con vínculos difusos pero lejanos o tenues con personas a las que sí podría animar algún móvil político de atentar contra su víctima.

Tal el perfil del atacante de Bolsonaro. Y muy especialmente de Mario Aburto Martínez, condenado por el asesinato de Luis Donaldo Colosio a 42 años de cárcel, y liberado en 2014. Atacado en campaña como Bolsonaro, el candidato oficial del oficialista Partido Revolucionario Institucional (PRI) no sobrevivió al disparo que le asestó en la cabeza este obrero michoacano al fin de un acto proselitista en Tijuana, Baja California, el 23 de marzo de 1994. El primer magnicidio en México desde el asesinato del presidente Álvaro Obregón en 1928.

La creciente popularidad de Colosio, su sonoro discurso anti-corrupción y su programa de redistribución de la riqueza lo habían enemistado con Carlos Salinas de Gortari, a quien estaba destinado a suceder. Vacante con la muerte la candidatura, el presidente neoliberal usó el ‘dedazo’ priista. El favorecido para sucederlo y gobernar el país durante el siguiente sexenio, a partir de ese año que se había abierto con la inauguración del NAFTA y el levantamiento zapatista, fue su ministro de Economía, Ernesto Zedillo Ponce de León.

La opinión popular prevaleciente señala a Salinas en la cúspide de un complot asesino. Las investigaciones del ex presidente como autor intelectual, de otros funcionarios de gobierno, del narco, de todos estos actores conjurados entre sí, nunca llevaron a nada. Pero tampoco acabaron con todas las sospechas. Hace un par de meses, la Fiscalía General de la República (FGR) reabrió el caso. Con Colosio parece haber muerto para México la ilusión de una reforma social con gobernabilidad, que estaba entre las posibilidades del PRI programar y conseguir.

Bolsonaro busca realzar su importancia al mostrarse blanco de un odio asesino de sus contrincantes, que no pueden vencerlo en las urnas. El clima de odio existe. Cuando el presidente candidato mostró en los medios la cicatriz en su abdomen, el gran escritor y veterano cronista de la bossa nova, Ruy Castro, propuso en su columna en la Folha de S. Paulo que el tiro fuera “en el corazón, no en la cabeza, que deja un enchastre de huesos, sangre y mocos. El disparo en el pecho es clean. Deja el rostro intacto, apto para servir para confeccionar la máscara mortuoria, modelo de futuros bustos y estatuas, indispensables para la leyenda”. Entretanto, Bolsonaro no sufrió ningún atentado nuevo. Cuando este año el ex premier Shinzo Abe, el político que por más años gobernó Japón en la posguerra, murió asesinado durante un acto de campaña, muerto por un sectario religioso con un arma improvisada, Bolsonaro decretó solemne duelo nacional en Brasil por tres días. El candidato del Partido Liberal (PL) brasileño, dijo, veía en el asesinado líder del Partido Liberal Demócrata (LDP) japonés a su propia imagen, la de un hombre al que atacan por sus ideas patrióticas y valientes. Entretanto, un candidato del PT, en la acalorada campaña rumbo a la primera vuelta de las presidenciales del 2 de octubre, fue asesinado en un acto por un irritado policía bolsonarista. 

AGB