No fue frente a diputados y senadores, cuando juró por la Constitución, que Luiz Inácio Lula da Silva se emocionó. En la ceremonia del Congreso, el flamante presidente de Brasil se ajustó al derrotero que marca el ritual y pronunció su discurso con precisión, sin interrupciones. Una hora después, ya en el Palacio del Planalto, subió la empinada rampa y recibió la faja presidencial de manos de representantes de movimientos sociales, entre ellos un cacique indígena y un transexual. Esa rareza, sin precedentes, tuvo una explicación en cierto modo lógica: su antecesor, Jair Bolsonaro, no quiso transferirle el símbolo más vistoso del mandato y optó por viajar a miles de kilómetros de Brasilia para disfrutar de las playas de Orlando. Pero hubo un momento que impactó con fuerza en el corazón del gobernante, que hoy inicia su tercer mandato: fue el momento en que subió al “Parlatorio” para hablarle al ciudadano brasileño que, desde temprano, se había posicionado frente a la casa de gobierno para ver y escuchar a su líder. Fue entonces que Lula lloró.
Con una notable claridad, el hombre que fue detenido en abril de 2018 y liberado 19 meses después, sostuvo: “Si estamos aquí, hoy, es gracias a la conciencia política de la sociedad brasileña y al frente democrático que formamos a lo largo de esta histórica campaña electoral”. Insistió, entonces, que la gran victoria es “de la democracia, que superó la mayor movilización de recursos públicos y privados a favor de las más violentas amenazas contra el voto libre; y la más abyecta campaña de mentiras y de odio”. En ese contexto abogó por la recuperación de los derechos individuales y sociales de su país: “Queremos democracia para siempre”.
Desde luego, no se contuvo al relatar los enormes baches de las políticas públicas abiertos en los cuatro años de bolsonarismo y en los dos previos de Michel Temer, el vice que subió en lugar de la ex presidente Dilma Rousseff, poco después del impeachment contra la primera jefa de Estado femenina. Lula cuestionó con aspereza: “Nunca los recursos del Estado fueron tan desvirtuados en provecho de un proyecto autoritario”. Recordó, además, cuál había sido, 20 años atrás, su mayor compromiso al asumir su primera presidencia. “Dije en aquella ocasión que la misión de mi vida estaría cumplida cuando cada brasileño y brasileña pudiera comer tres veces al día”. No pudo menos que mencionar su tristeza porque dos décadas más tarde “tengo que repetir esa promesa frente al avance de la miseria y el regreso del hambre, que había conseguido superar. Ese es el más grave síntoma de la devastación que se instaló en el país en los años recientes”.
El presidente hizo referencia al informe elaborado por el Gabinete de Transición en el mes previo a la asunción. “Es aterrador” confirmó, para continuar lamentando el diagnóstico que había recibido. “Vaciaron los recursos de la salud. Desmontaron los de Educación, Cultura, Ciencia y Tecnología. Destruyeron la protección del medio ambiente y no dejaron fondos para financiar la merienda escolar, la vacunación, la seguridad pública, la protección de la selva y la asistencia social.
Tan grave como esa descripción fue lo que reveló ese dossier sobre la desorganización de “los financiamientos públicos de apoyo a las empresas, a los emprendedores y al comercio exterior. Dilapidaron las estatales y los bancos públicos, y entregaron el patrimonio nacional”. Ante ese escenario, que definió como de “terribles ruinas”, Lula confirmó que le aguardan grandes y complicados desafíos para su gestión. Frente a ese escenario prometió “medidas inmediatas de reorganización del Poder Ejecutivo, que permita un funcionamiento de manera racional, republicana y democrática”. Entre esas medidas de urgencia figura una reunión con los 27 gobernadores brasileños, para “definir prioridades y retomar obras que se paralizaron en forma irresponsable y que son más de 14.000 en todo el país”.
EG