Fue en febrero de 1989, cuando los medios tomaron conocimiento e hicieron conocer la sentencia del ayatolá Ruholá Jomeiní que declaraba a Salman Rushdie merecedor de la pena de muerte, que Occidente aprendió la palabra 'fatwa'. Antes desconocida, nunca la olvidó desde entonces. El propio condenado se enteró por el periodismo de la mala noticia que le concernía como a nadie, y fue también por esa vía, en tiempo real, que por primera vez en su vida oyó decir 'fatwa'.
A pesar de que su familia era musulmana, y de que había sido criado en la fe islámica, a pesar de que el año anterior había publicado Rushdie una extensa novela de más de medio millar de páginas, Los versos satánicos, que desde el titulo proponía una interpretación denigratoria del Corán y se refería a una específica y controvertida hipótesis en el debate teológico sobre un muy circunscrito episodio en la vida del Profeta, también el escritor nacido en la ciudad india de Bombay ignoraba que fatwa designa a estas opiniones o peritajes con fuerza vinculante que pronuncia un clérigo islámico para zanjar un dilema y orientar su resolución según la recta doctrina.
Nacido en el Islam, en un entorno creyente y practicante, Rushdie había emigrado a Inglaterra, estudiado en escuelas y universidades elitistas, adoptado la ciudadanía británica, y abjurado públicamente de su religión. En el Islam, según las normas ortodoxas, la apostasía se paga con la muerte. No sólo había apostasiado Rushdie, sino que se proponía como ejemplo racional y moderno a seguir, para abandonar códigos de conducta que él declaraba arcaicos, absurdos y aun ridículos.
Las comunidades islámicas en diversos países occidentales, o sectores militantes y organizados dentro de ellas, habían protestado contra la publicación de Los versos satánicos, o sobre su distribución y exhibición comercial, o sobre el lugar que le daban los medios. Las protestas más extremosas pedían la muerte o al menos otro castigo físico para el autor y su libertad. Otras menos menos extremistas, y aun empíricamente razonables, requerían de las autoridades locales que la novela titulada con la alusión despectiva a los versículos coránicos fuera tratada con los recaudos que se toman con la pornografía y otras producciones culturales cuya exhibición y promoción no están prohibidas pero sí reguladas. Cuando finalmente llegó y se hizo conocida la fatwa, era una autoridad máxima de la religión, en la rama shiita del Islam, la que ordenaba, no a un cuerpo de ejecutores o un verdugo en particular, sino en forma universal y difusa a todos los fieles piadosos, la muerte para el condenado. No sólo era Líder Espiritual de mayor rango Jomeini. Era, también, el Jefe de Estado de la República iraní.
Se ha señalado la enorme oportunidad, el gran acierto político, que significó la fatwa para Irán. Cuando en 1979 una Revolución Islámica depuso al shah Reza Pahlevi, Jomeini, su líder, creyó que era el primer paso para una renovación y conflagración global bajo el signo de la religión en general, y de la islámica en especial, de la vida planetaria y del ordenamiento geopolítico. Rápidamente primero, y largamente después, advirtió que esto no ocurriría. Entre 1980 y 1988, Irán se vio obligado a librar una guerra desgastante y sangrienta como pocas contra el vecino Irak que gobernaba el árabe Saddam Hussein, líder nacional sunita, la otra rama del Islam. El gobierno de Bagdad había sido financiado por Arabia Saudí, y por EEUU. La autoridad panislámica de Jomeini había sido contestada, y derrotada. Con la fatwa contra el autor de Los versos satánicos, Irán la había recuperado.
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