El largo peregrinar del rubí del Príncipe Negro: de la Alhambra a la corona de Isabel II, pasando por Sevilla
La corona colocada sobre el féretro de Isabel II está presidida en su frontal por una joya legendaria que pasó de la corte nazarí a la castellana, hasta acabar en manos inglesas tras la batalla de Nájera en 1367.
La liturgia que rodea al funeral de Isabel II está plagada de detalles fruto del complejo ceremonial de estos lances, y entre esta avalancha de símbolos hay uno que tiene una singular conexión española: el rubí (llamémoslo así por ahora) del Príncipe Negro que llamea en el frontal de la Imperial State Crown, la corona depositada sobre el féretro en el catafalco instalado en Westminster Hall. A esta joya de 170 quilates y un intensísimo color rojo, a la que veremos de nuevo en danza en la coronación de Carlos III, le rodea una historia medieval trufada de leyendas en la que se suceden escenarios como la Alhambra granadina, el Alcázar de Sevilla o la batalla de Nájera en La Rioja, además de personajes como el nazarí Muhammad VI, el castellano Pedro I o el inglés Eduardo de Woodstock, a la sazón el Príncipe Negro (por el color de la armadura que llevaba) de este relato.
La Imperial State Crown, a la que también se refieren como la Corona de Estado, es la que estamos acostumbrados a ver, por ejemplo, en el arranque de las sesiones en el Parlamento británico, a las que acudía Isabel II con todo el boato de las ceremonias antiguas. De más de un kilo de peso, tiene engastados 2.868 diamantes, 17 zafiros, 11 esmeraldas, cuatro rubíes y 269 perlas, un arsenal entre el que se encuentran algunas de las joyas más legendarias vinculadas a la Corona británica: los zafiros de Stuart y San Eduardo, el diamante Cullinan II y el rubí del Príncipe Negro, que para empezar no es un rubí sino una espinela. La paradoja no hay que tomarla como un engaño en un intento de agrandar el valor de la gema, sino que obedece a algo tan sencillo como que no fue hasta finales del siglo XVIII cuando se depuró el sistema para diferenciar ambos minerales.
¿Y qué hace una piedra del tesoro real nazarí en la corona imperial británica? El relato es más o menos conocido, aunque es difícil resistirse a traerlo a primer plano aprovechando excusas como la que brinda ahora el papel tan singular que juega la pieza en el ritual del adiós a Isabel II, con esa imagen de los granaderos portando el féretro y, sobre él, un cojín con la corona. Pero de partida hay que apuntar que hay voces que sitúan el origen de esta espinela en una cruz medieval custodiada en el monasterio de Santa María la Real de Nájera, aunque su procedencia granadina es la históricamente asentada, avalada por cronistas de la época como el canciller Pero López de Ayala y expertos contemporáneos como Richard W. Hughes, una eminencia mundial en rubíes y zafiros, por no hablar de que es la versión que también postula la propia casa real británica.
Guerras civiles en Granada
El caso es que encontramos a nuestra joya en el tesoro real nazarí a mediados del siglo XIV, en un momento de inestabilidad política para los señores de la Alhambra. Tenemos a Muhammad V gobernando desde 1354, aunque cinco años después tiene que salir huyendo (dice la leyenda que disfrazado de esclava) tras la rebelión de su hermanastro Ismail II, que no dura mucho en el trono: diez meses después es asesinado por su cuñado, que se proclama como Muhammad VI y es conocido como El Bermejo por aquello de que era pelirrojo. Estamos ya en 1360 y desde la marcha de Muhammad V, refugiado en Fez, Granada hierve en guerras civiles, que el fugitivo monarca reaviva con una alianza con Pedro I de Castilla (el Cruel o el Justiciero, en función de lo que se lea de él).
Por resumir: Muhammad VI rompe lazos con Castilla y se acerca a Pedro IV de Aragón, pese a lo cual va perdiendo en el conflicto incluso después del aparente distanciamiento entre Muhammad V y Pedro. Tras el amotinamiento de algunas ciudades del reino nazarí, el 13 de abril de 1362, el rey Bermejo entiende que es mejor poner pies en polvorosa con sus fieles, no sin antes cargar con buena parte del tesoro real granadino. Y como la política y la guerra dan muchas vueltas, acaba por plantarse en Sevilla para ganarse el favor del monarca castellano que era su enemigo y que tenía instalada su corte en el Alcázar sevillano.
Sin embargo, la cosa no le salió bien, y pese a que Pedro I le agasajó con una comida de bienvenida, en plena sobremesa descubrieron que todo era una trampa y tanto Muhammad VI como 37 de sus principales caballeros acabaron alanceados en Tablada, la gran explanada a las puertas de Sevilla en la que Fernando III montó su campamento para tomar la ciudad en 1248. Para teñir más de rojo el relato, habría sido el propio monarca castellano el que remató al Bermejo, cuya cabeza envió a un Muhammad V aposentado en la Alhambra solo tres días después de la marcha de su desdichado enemigo (aunque esto no está demostrado).
Las “piedras balajes”
Cuenta Pero López de Ayala en su crónica de Pedro I que al registrar a Muhammad VI afloraron “tres piedras balajes”, una de las cuales sería nuestra gema. El nombre ya da una pista, porque la espinela es conocida como rubí balaje, que deriva de balaj, el gentilicio de Badajshán, una zona a caballo entre Afganistán y Tayikistán famosa por unos yacimientos de piedras preciosas (sobre todo rubíes) que abastecían a las casas reinantes europeas. La leyenda, eso sí, ubica el origen del rubí del Príncipe Negro en las mismísimas minas del rey Salomón, aunque varias fuentes apuntan a que en realidad se extrajo en Kuh-i-Lal, en lo que hoy es Tayikistán.
Así que ya lo tenemos en Sevilla y en manos castellanas; ahora solo falta continuar el hilo hasta Eduardo de Woodstock, lo que nos sitúa en el contexto de un Pedro I que libra su propia guerra civil contra su hermanastro, Enrique de Trastámara, el futuro Enrique II. Eduardo, el primer príncipe de Gales que no llegó a reinar al morir un año antes que su padre, era señor de Aquitania y uno de los combatientes más renombrados de lo que se daría en llamar la Guerra de los Cien Años entre ingleses y franceses, lo que no impidió que bajase a la Península Ibérica a defender la causa de Pedro I... a cambio de una buena soldada.
Todos estos personajes confluyen en la batalla de Nájera de 1367, en la que Pedro I se impone a su hermanastro, que contaba con ayuda gala como aliado que era de Carlos V de Francia. Parece que la victoria fue también el fin de la relación del rey castellano con el Príncipe Negro, al que no le abonó lo acordado y se tuvo que conformar con una exigua paga que incluía piedras preciosas, entre las que estaría el famoso rubí. Eduardo de Woodstock abandonó arruinado la Península Ibérica, y sin la ayuda inglesa, Pedro I solo pudo sostener su trono un par de años. Muy delicado de salud, el señor de Aquitania dejó la guerra también en Francia y embarcó rumbo a Inglaterra con su espinela granadina a cuestas, para morir en el palacio de Westminster en 1376.
Vicisitudes de todo tipo
En tierras británicas ha tenido una vida azarosa, acudiendo por ejemplo varias veces a la guerra en coronas que portaban los monarcas. Tras alguna que otra victoria casi milagrosa, la leyenda de que confería un poder poco menos que imbatible pasó a mejor vida junto a Ricardo III, que murió en la batalla de Bosworth (1485) pese a portar el rubí. Ha estado en manos de monarcas de las casas Plantagenet, Lancaster, York, Tudor y Estuardo, y también se las ingenió para sobrevivir a revueltas, incendios e intentos de robo. A buen recaudo en la Torre de Londres junto al resto de joyas reales, volvió a la primera línea en la pieza forjada para coronar en 1838 (cuando ya llevaba un año en el trono) a la reina Victoria, la última monarca de la casa Hannover.
Para proclamar a Jorge VI en 1937, la firma Garrard, joyeros reales entre 1843 y 2007, remodelaron esta presea, aunque aligerada de peso. Es la misma que lució Isabel II en su entronización en 1953 y con la que en su momento saldrá Carlos III de la abadía de Westminster, ya que desempeña un papel curioso en el ceremonial: la coronación formal es con la corona de San Eduardo, la más solemne de todas, que se sustituye a renglón seguido por la Imperial State Crown porque pesa bastante menos.
Con sus 170 quilates y sus 5,08 centímetros, el rubí del Príncipe Negro es una de las espinelas rojas sin tallar más grandes del mundo. De forma irregular, durante la Edad Media fue perforado en uno de sus extremos para usarlo como colgante, cubriéndose posteriormente la abertura con un pequeño rubí. ¿Cómo llegó al tesoro real nazarí? Sobre eso sí que no hay referencias, aunque el sentido común apunta a que llegó tras hacer la Ruta de la Seda, un amanecer acorde con la leyenda de la que ha sido bautizada como la piedra preciosa más famosa de la colección de gemas más famosa del mundo.
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