Valentina baja del autobús con abrigo negro y zapatillas rosas de estar en casa. Levanta sus manos, mira hacia arriba y agradece estar a salvo a la santa que lleva su mismo nombre, esa a la que llaman “la valiente”. Ha llevado su estampa en el bolso, empaquetada con esmero junto al pasaporte, durante su largo viaje desde Mariúpol. Es una de las primeras 79 personas evacuadas desde la ciudad sureña ucraniana, asediada por las tropas rusas desde el inicio de la guerra, en un convoy de autobuses organizado por el Gobierno y acordado con el Kremlin. Hasta ahora todos los intentos habían resultado fallidos.
Refugiadas durante casi dos meses en los sótanos de sus viviendas, cientos de personas escucharon a través de la radio la organización de un convoy humanitario para evacuar a alrededor de 6.000 mujeres, menores y personas mayores. “Ante la falta de control sobre el terreno de sus propias fuerzas armadas, los ocupantes no pudieron garantizar un alto el fuego adecuado”, criticó este miércoles la viceprimera ministra, Irina Vershchuk.
Pero cuatro autobuses, en los que viajaban 79 vecinos de la asediada Mariúpol, fueron respetados, lograron escapar y alcanzar la ciudad de Zaporiyia este jueves. El número no es alto, pero se trata de la primera vez que los residentes de la asediada ciudad logran escapar en autobuses organizados por el Ejecutivo ucraniano, en vez de en vehículos particulares.
“Es la primera vez desde el comienzo del bloqueo de Mariúpol por las fuerzas de ocupación rusas que se ha podido evacuar a los residentes locales y llevarlos a un lugar seguro”, ha dicho Pavlo Kyrylenko, el gobernador de Donetsk. “Antes, los rusos eludían inmediatamente todos los acuerdos y solo era posible salir de la ciudad en transporte privado. Esta vez, cuatro autobuses aún lograron salir de la ciudad sitiada de manera organizada”, ha añadido.
Kyrylenko recuerda que la cifra de llegadas es “mucho menor de lo acordado”, pues Ucrania había hablado con Rusia la evacuación de alrededor de 6.000 personas. “Pero nos regocijamos en cada vida salvada”, ha añadido.
Llegan exhaustos, tras más de un día de viaje y casi dos meses de asedio ruso. Valentina pregunta por un médico minutos después de llegar al punto de recepción de evacuados localizado en el aparcamiento de un centro comercial de Zaporiyia. Se toca la garganta porque, cuenta, no puede respirar bien. Lleva casi dos meses durmiendo en un sótano húmedo y frío. Sin luz, sin agua y sobreviviendo a través de la ayuda humanitaria proporcionada tanto por los soldados rusos como por los ucranianos, según su relato. Sus manos están sucias, ante la falta de agua; y agrietadas, por el frío.
“Hacía mucho fío. He vivido en el sótano desde el 24 de febrero hasta ayer [20 de abril]”, explica la mujer de 73 años. Nada más llegar a la carpa donde son atendidos los recién llegados, Valentina devora la sopa con la ansiedad de no haber comido un plato caliente en demasiado tiempo. A su alrededor, la mayoría de los recién llegados ingieren sus platos a gran velocidad.
Un nieto fallecido
Nina cubre su pelo con un gorro gris. Se lo arrastra hacia atrás para ejemplificar los efectos de la falta de agua: “Casi dos meses en el sótano, escuchando los bombardeos constantes. 56 días sin lavarme el pelo, sin apenas asearnos...”, enumera atropellada. No es esa la razón por la que no puede parar de llorar nada más bajar del autobús. Ahora sabe que está a salvo, pero aún mira hacia atrás: “Antes leía, ahora no puedo ni leer porque me viene a la cabeza mi nieto muerto”, dice la mujer, de 83 años, entre lágrimas.
El hombre falleció en un bombardeo, ocurrido el 4 de abril, que su abuela atribuye a las tropas rusas. Había salido a buscar agua y le acompañaba su hermana, quien se toca el brazo para mostrar el lugar en el que también resultó herida: “A él le impactó en la pierna y falleció. Yo me lesioné, pero ya estoy bien. Mi hija me lo curó”. Su hija no es sanitaria pero en la asediada Mariúpol son muchos los vecinos que se ven empujados a intentar “ser médicos” para atender a los heridos por los ataques rusos, cuenta la adolescente.
“¿Y si nos llevan a Rusia?”
“Ha sido horrible, bombardeaban toda la región, todo el tiempo. Había diferentes tipos de bombardeo, grandes, pequeños... Misiles, tanques, todo tipo de ataques contra los edificios civiles”, describe Alina. El primer día de la guerra tenían comida, pero el 3 de marzo se agotaron las existencias. El viaje tampoco ha sido fácil, a pesar del corredor humanitario. “Nos enteramos por la radio y decidimos salir, pero no estábamos seguras. Estábamos muy asustadas, no sabía quién iba a venir a por nosotras. Supuestamente, íbamos a Zaporiyia, pero pensábamos: ¿y si nos llevan a Rusia? Nos daba mucho miedo”.
Alina y su hija están más tranquilas que el día anterior, pero apenas pueden sonreír. En la asediada Mariúpol dejaron a su marido y a su padre, pues el acuerdo de evacuación alcanzado entre Ucrania y Rusia solo permitía salir a mujeres, niños y ancianos. “No sabemos qué vamos a hacer ahora sin él... Es imposible contactar con él. Vivimos en una zona muy peligrosa y la conexión no funciona. Es imposible llamar a nadie”, dice la adolescente.
Se estima que unas 100.000 personas permanecen en la ciudad, de una población de 450.000 antes de la guerra, en condiciones que han sido descritas de manera reiterada como apocalípticas. Decenas de miles de civiles han logrado escapar hasta ahora por sus propios medios y jugándose la vida, con Kiev acusando a Moscú sistemáticamente de violar el alto al fuego e impedir los intentos de poner en marcha una operación de evacuación a gran escala, bloqueando la llegada de autobuses y ayuda humanitaria.
A pesar de tratarse del primer convoy organizado por Ucrania los civiles también sufrieron momentos de pánico. El viaje fue, describe Ruslan, “largo y cansado”. Salieron a las 14 horas de este miércoles y no llegaron hasta más de 24 horas después. “La salida de Mariúpol fue más o menos tranquila, pero cuando cruzamos un puente de Vasilivka hubo un bombardeo muy cerca. Pensamos que intentaban matarnos y empezamos a entrar en pánico”.
“En ese momento, estábamos sin soldados. El conductor nos tranquilizó. Nos dijo: 'Todo va a ir bien, no os preocupéis'. Poco después, ya dejamos atrás la zona ocupada y los soldados ucranianos empezaron a escoltarnos”, cuenta el adolescente, de 16 años. Relata los días en los que trataban de hacer la comida en cocinas improvisadas en las calles de Mariúpol cuando los bombardeos no estaban cerca.
También describe las dificultades que se encontraban para comprar alimentos. “Al principio, teníamos bastantes provisiones, pero cuando la comida empezó a escasear, a la tercera semana, la gente empezó a saquear las tiendas”, recuerda el chaval. “Cuando los rusos ocuparon los grandes almacenes de alimentos, metían a las mujeres y les dejaban solo unos minutos para coger lo que pudiesen. Si gastaban más tiempo disparaban al aire. La gente dejó de ir allí”.
Después de dar sus datos a los voluntarios que registran las llegadas de evacuados, Irina camina acelerada pendiente del teléfono. Acaba de llegar y ya pregunta cómo puede llegar a Polonia. Allí la espera su hija.
“Me tiemblan las manos y las piernas de felicidad”, describe la señora de 61 años, quien vivía sola en Mariúpol. A los dos meses de vida resguardada de las bombas bajo tierra y los destrozos en su casa provocados por las bombas, que muestra a través de los vídeos y fotografías guardadas en su móvil, se suman los nervios de los últimos días.
“El 17 de abril nos dijeron que había una evacuación. Salí con mis cosas al punto de encuentro, pero empezamos a escuchar disparos. Estábamos con tres personas con discapacidad. No sabía a dónde ir. Unos vecinos tenían una tienda cerca y fuimos allí a resguardarnos. Tuvieron que forzar la cerradura porque no tenían las llaves. Allí esperamos unos días”, relata la señora. “Cuando me acuerdo me pongo muy triste”, añade antes de coger el teléfono a su hija y emocionarse de nuevo. “Me han prometido que mañana habrá un transporte para ir a Polonia”.