Hay un viejo refrán en Rusia que se vio confirmado en los últimos días. “Bombardear Vorónezh” significa pegarse un tiro en el pie con la intención de perjudicar a otro. Este ejemplo de humor negro pasó a estar basado en hechos reales cuando helicópteros rusos destruyeron el sábado un depósito de combustible en la ciudad de Vorónezh –de un millón de habitantes– para impedir que las tropas amotinadas de Wagner pudieran aprovecharse de su contenido en su marcha hacia Moscú.
Es una buena metáfora de los acontecimientos recientes en Rusia. Todos terminaron bombardeando Vorónezh. Yevgueni Prigozhin lanzó una insurrección contra el Gobierno y la cúpula militar en lo que era el mayor desafío que afrontó Vladimir Putin en sus 22 años como presidente. Pero terminó en el exilio y perdió su control de la empresa paramilitar Wagner. Putin permitió durante meses que Prigozhin desafiara al Ministerio de Defensa y al Ejército en mitad de una guerra. Terminó denunciando su “traición” y alertando en tono lúgubre que el país estaba viviendo una situación similar a la del año revolucionario de 1917 y que se arriesgaba a terminar envuelto en una guerra civil.
Antes de la rebelión que duró menos de 48 horas, el gran misterio acerca de Prigozhin era por qué el Gobierno ruso toleraba sus ataques a las autoridades militares. Comentarios menos duros que los suyos suponían un procesamiento seguro. Putin había dejado claro que el Ejército debía aceptar algunas críticas con el argumento de que están “ayudando a intentar contribuir a la solución” de los problemas originados por la guerra.
Incluso así era difícil entender por qué se permitían acusaciones de negligencia o insultos de Prigozhin al ministro de Defensa, Serguéi Shoigu, y al jefe del Ejército, Valeri Guerásimov, por su fracasada estrategia militar o por la falta de suministros a las tropas de Wagner en el cerco de Bakhmut. Como también denuncias más genéricas, pero no menos hirientes, contra las élites rusas que gozan de todo tipo de privilegios, como las vacaciones de sus hijos en el extranjero, mientras los soldados mueren sin contar con la ayuda necesaria.
Un medio independiente ruso preguntó a mediados de junio a personas que conocen cómo funciona la maquinaria del poder por la razón de ese trato privilegiado. No daba el nombre de ninguno por razones obvias. La idea compartida es que Prigozhin contaba con la protección del único que importa, el presidente Putin.
“No tengo ninguna duda de que las actividades de Prigozhin están coordinadas con el hombre que está en lo más alto”, decía un antiguo miembro de los servicios de inteligencia. “Las cosas que le permiten decir, todas esas declaraciones contra el liderazgo del Ministerio de Defensa y las élites rusas, indican que no juega con sus propias reglas. Por el contrario, todo está coordinado. En nuestro país, se responde con rapidez a este tipo de tonterías si no están aprobadas por el número uno”.
Wagner fue creada bajo los auspicios del GRU, el servicio de inteligencia militar, y con el dinero de Prigozhin. Putin mantenía así su control de las Fuerzas Armadas al crearles un rival al que en teoría no podían controlar. Al igual que en la Unión Soviética, el Ejército no podía convertirse en un centro de poder alternativo al Gobierno. Además, era un instrumento útil para penetrar en países africanos que habían sido tutelados por Francia durante décadas y hacerlo sin enviar soldados rusos.
Hace diez días, Putin puso fin al complicado equilibro entre Wagner y el Ministerio de Defensa con un decreto que obligaba a todas las empresas paramilitares a quedar bajo el mando operativo del Ministerio. La nueva norma entraría en vigor el 1 de julio. Wagner perdía toda autonomía, a pesar de su contribución a la destrucción y ocupación de Bakhmut en la que la empresa de mercenarios había sufrido 20.000 bajas, según su jefe.
Este fin de semana, Prigozhin elevó el desafío hasta el final. Quizá no se lo pueda denominar un golpe de Estado porque nunca dijo que quisiera derrocar a Putin, pero las consecuencias fueron similares. Varias columnas de Wagner con un millar de vehículos en total se dirigieron hacia Moscú, ocuparon la ciudad de Rostov de un millón de habitantes, donde se encuentra el cuartel general del mando sur del Ejército, y llegaron a estar a poco más de 200 kilómetros de la capital del país.
A partir de ese momento, Prigozhin no podía esperar la misma tolerancia de antes. Y no la tuvo. No tenía un plan para hacerse con el poder en Moscú, aunque había conseguido poner de manifiesto la vulnerabilidad de un sistema político que se presenta ante sus ciudadanos como la única fuente de poder legítimo y estable. De repente, más de veinte años de poder de Putin estaban asentados sobre una base muy vulnerable.
“La rebelión de Prigozhin no era una apuesta por conseguir el poder o un intento de imponerse sobre el Kremlin”, escribe Tatiana Stanovaya, fundadora del ‘think tank’ R.Politik. “Prigozhin fue expulsado de Ucrania y se vio incapaz de mantener a Wagner de la forma en que lo había hecho antes, mientras la maquinaria estatal se volvía contra él. Para que todo quedara más claro, Putin le estaba ignorando y apoyaba en público a sus adversarios más peligrosos”.
Stanovaya se refiere a la decisión de colocar a Wagner bajo la autoridad de Shoigu. En los días posteriores, Prigozhin había intentado sin éxito ponerse en contacto con Putin. Su reacción fue desesperada y consistió en una declaración de guerra contra el Ejército que Putin no podía tolerar. Su retórica fue la de costumbre. Desafiante, irascible. “Aquellos que intenten detenernos, los consideraremos una amenaza y los destruiremos de inmediato. Esto no es un golpe militar. Es una marcha por la justicia”, anunció el jefe de la empresa de mercenarios.
En un encuentro en Rostov, Prigozhin se mostró altivo y humilló a dos generales, uno de ellos el viceministro de Defensa. No es sólo que se comportara de esta manera, sino que grabó el diálogo y lo difundió.
¿Qué iba a hacer al llegar a las puertas de Moscú? Nadie lo sabe con seguridad. Quizá él tampoco. La mediación del presidente de Bielorrusia le permitió aceptar la oferta de abandonar Rusia a cambio de que se retiraran las acusaciones contra él.
En un mensaje difundido el lunes, Prigozhin afirmó que su objetivo nunca fue llevar a cabo un golpe de Estado: “Estábamos en una marcha para manifestar nuestra protesta (por la decisión de someter a Wagner), no para derrocar al Gobierno”.
Los rusos no vieron a su Ejército sofocar la rebelión. Habían leído críticas de Prigozhin a las élites del Gobierno que muchos de ellos comparten, incapaces de entender por qué la victoria rápida que les prometieron el Gobierno y los programas de televisión no se produjo. Escucharon al líder de Wagner unos días antes de su insurrección afirmar que Rusia había ido a la guerra con mentiras y sin la preparación adecuada de sus Fuerzas Armadas.
Algunas de las previsiones apuntadas en los medios occidentales sobre el golpe mortal que ha recibido el sistema político ruso pueden ser algo exageradas, pero lo cierto es que analistas rusos que están a favor de continuar la guerra hasta el final no ocultan que todo cambió.
Serguéi Markov, un halcón que fue diputado de Rusia Unida y asesor de Putin, contó a The Washington Post que la rebelión representa “un fracaso colosal” para el presidente: “Para Putin, fue un fracaso que la operación militar especial (la terminología oficial para la invasión de Ucrania) sufriera un colapso. Fue un fracaso que Occidente se uniera firme y completamente a la guerra. Y ahora es un fracaso total que las unidades militares mejor preparadas para la guerra (refiriéndose a Wagner) se hayan vuelto contra él y las autoridades rusas”.
En los programas de debate político del domingo en la televisión pública rusa, donde los elogios a Putin son como la banda sonora oficial, reinaba la perplejidad por unas escenas inauditas en Rusia, cuando no el rechazo abierto a la decisión del Gobierno de permitir el exilio de Prigozhin en Bielorrusia. Algunos no daban crédito ante esa salida. “Alguien tiene que hacerse responsable por las muertes de los pilotos”, dijo el teniente general retirado Yevgueni Buzhinski. Las fuerzas de Wagner derribaron seis helicópteros y un avión.
Andrei Guruliov, diputado de Rusia Unida –el partido de Putin– y exgeneral, tenía ideas concretas al respecto: “Estoy firmemente convencido de que en tiempo de guerra los traidores deben ser destruidos. Un tiro en la cabeza es lo único que puede salvar a Prigozhin y Utkin” (Utkin, exmiembro de las fuerzas especiales del GRU, fue el primer jefe militar de Wagner).
Guruliov insistió después que los responsables de la rebelión deben suicidarse “antes de que les encuentre una bala”. Hay que suponer que se refería a una bala disparada desde Moscú.
Al día siguiente, el Kremlin dio por recibido el mensaje. Si bien medios oficiales rusos informaron que las acusaciones legales contra Prigozhin seguían en vigor, sólo 24 horas más tarde el FSB anunció que los cargos fueron retirados y que Wagner entregará al Ejército todo su armamento. El Ministerio de Defensa difundió imágenes de Shoigu en una visita a un puesto de mando avanzado en territorio ucraniano. El ministro intentaba aparentar que vuelve a estar centrado en la guerra y que su puesto está a salvo.
En la noche del lunes, Putin dio un inesperado discurso televisado. Sólo duró cinco minutos, no hizo ninguna revelación extraordinaria y parecía un intento de mostrar a la población que su presidente sigue al mando y que está furioso por el desafío de Prigozhin, al que no mencionó por su nombre. Reiteró que la rebelión era una traición que buscaba el enfrentamiento entre rusos, aunque a los miembros de Wagner les dio la opción de unirse al Ejército, volver a sus casas o irse a Bielorrusia.
Serguéi Markov cree que Putin tiene ante sí tres guerras, la de Ucrania, la guerra contra Occidente y ahora una guerra dentro de Rusia. Ni todo el culto a la personalidad puede ocultar que son demasiados frentes para un solo Gobierno y un presidente que acaba de ser humillado por una criatura de su propia creación.