Los escombros no frenan los pasos ágiles de Galina. Camina sobre los restos de lo que fue su vajilla, sus paredes, su nevera. Se agacha despacio y recoge un pequeño fragmento de un objeto que solo ella reconoce, algo que fue pero ya no es. Su mirada se ilumina y esboza una tímida sonrisa, pero sus ojos pronto vuelven a apagarse antes de arrojarlo con desdén, como si volviese unos segundos a un lugar que ya no existe.
Hace poco menos de un año, tras la liberación de Bucha, la mujer de 83 años evitaba subir al que fue su hogar, tras ser arrasado por los bombardeos. Ahora, el dolor permanece, aunque algo le empuja a subir de nuevo al pequeño piso. Cuando retoma el camino hacia la puerta de su vivienda, Galina frena sus pasos. No se encuentra bien, pide un vaso de agua y, de pie, con los ojos cerrados, apoya su cabeza sobre el marco de la puerta y admite sentirse mareada: “Sé que sufro cuando vengo, pero sigo queriendo volver”.
El tiempo pasa, pero el dolor permanece. Ahora, Galina ya no viste con las pocas prendas que pudo rescatar de su apartamento, colocadas una sobre otras. Ahora, la mujer señala su vestimenta para recalcar que tiene “lo que necesita”, aunque transmite agotamiento. Su casa aún no ha sido reconstruida y la anciana, como tantas otras personas en la ciudad convertida en símbolo de la brutalidad de la invasión rusa, todavía depende de la ayuda vecinal. Desde la destrucción de su hogar, Galina ha pasado por tres casas distintas, gracias al apoyo comunitario. Pero esté donde esté, relata, sobre las cuatro o cinco de la tarde, aparece una intensa necesidad de regresar. “Siempre estoy pensando en esto. Cada día quiero volver a casa. Me pongo muy triste. Es una herida que siempre duele y, de momento, no se puede borrar”, dice, en tono pausado, mientras mantiene su vista en los escombros.
Casi un año después del inicio de la invasión, las calles de Bucha siguen contando las terribles consecuencias de la ocupación. Es fácil identificar los restos de la contienda en los muros que protegen algunas de las viviendas, todavía agujereados por el constante intercambio de disparos de los pasados meses de febrero y marzo. En la avenida Yablonzka, donde permanecieron decenas de cadáveres abandonados durante días, varias viviendas ya han sido reparadas, pero los trabajos continúan.
En la entrada del mismo bloque de edificios, Natalia Shevchuk, una mujer de alrededor de cuarenta años, está pendiente de sus vecinas. Es la misma mujer que, en abril, solía pasar las horas en una estructura de madera donde hacía café y preparaba algo de comida caliente para quien lo necesitase. La cocina improvisada frente al bloque continúa levantada, aunque vacía. “Hay todo tipo de necesidades. Antes les dábamos ayudas con productos, pero ahora es más difícil. Intentamos estar pendiente de personas como Galina, pensionistas con pocos recursos pero que no van a ir pedir ayuda, y llamamos a los servicios sociales cuando es necesario”, reconoce Shevchuk. “Lo más prioritario es la reconstrucción de las viviendas quemadas”.
Galina espera recibir apoyo de las autoridades para la reconstrucción de su hogar: “No tengo recursos para hacer nada. Estoy esperando”. El Ayuntamiento le ofreció la posibilidad de trasladarse a unos módulos prefabricados, levantados en el patio de una escuela de Bucha, para acoger a las personas desplazadas por la contienda. El lugar está compuesto de varias habitaciones compartidas. “Como me ofrecieron su casa algunas vecinas, lo descarté. No me veía ahí con tanta gente, todo compartido…”, sostiene la anciana. Cuando perdió su casa, Galina pasó a vivir unas semanas en el sótano de su edificio. Después, otra vecina le dejó las llaves de su vivienda mientras vivía fuera. Cuando regresó, la octogenaria se mudó una vez más. Ahora reside en un pequeño piso -también prestado- alejado de su barrio de toda la vida, al que acude cada mañana a pasar el día para charlar con sus vecinas.
En uno de sus habituales corrillos, tres amigas octogenarias comentan que, a pesar de las dificultades, los cortes de luz y las necesidades, “ahora en Bucha todo está bien”. “Lo de ahora son tonterías”, añade otra vecina que sobrevivió a los días de ocupación rusa en que debían vivir sin luz ni agua, en helados sótanos, bajo el temor de chocar con los soldados rusos. “Hemos perdido nuestras casas, hemos pasado días sin saber qué iba a pasar, sin poder hablar con mis hijos… Que ahora haya cortes de luz, es incómodo pero no es un problema. Tenemos linternas, tenemos velas, nos acostumbramos”. Su temor procede del frente. Lo evidencia una de las mujeres, quien rompe a llorar tras un simple “cómo está”: “Tengo mucho miedo de que mi hijo tenga que ir a luchar”. Los motivos de ansiedad se acumulan en una localidad especialmente castigada en los inicios de la guerra.
Volver al origen del trauma
Por más que la alarma vuelva a sonar, Vladimir Klumenko se niega a volver a refugiarse en el sótano en el que pasó buena parte de los días en que las tropas rusas ocuparon Bucha. Tampoco quería regresar a su vivienda, donde creció y vivía junto a su familia. En esta ciudad, a principios de marzo con su mujer, Natalia, y su madre, entre el miedo a ser disparados por los soldados rusos a principios de marzo, el mismo día que las tropas del Kremlin abrieron fuego contra los evacuados de la periferia de Kiev. En esta misma ciudad, su padre, Viktop Klumenko, fue asesinado con un disparo en la cabeza, mientras trabajaba como vigilante de una empresa, según explicó hombre a elDiario.es cuando regresó a la localidad para identificar el cadáver de su progenitor en abril del año pasado.
El cuerpo de su padre pasó dos meses en la morgue, a la espera de los análisis forenses. La Oficina del Fiscal General de Ucrania, el Servicio de Seguridad de Ucrania y las fuerzas policiales regionales siguen recopilando pruebas de posibles delitos de crímenes de guerra junto con la Corte Penal Internacional (CPI), que inició una investigación a nivel nacional el cuarto día de la invasión de Rusia.
Hace once meses, en una entrevista con elDiario.es, el Vladimir, agitado, buscaba la manera de irse de Bucha después de pasar tres días para realizar gestiones en relación al asesinato de su padre. No sonreía y, si lo hacía, solo era fruto del nerviosismo. Su casa había sido utilizada como base de soldados rusos. La suciedad era evidente, la puerta estaba forzada, el mal olor era apreciable desde la entrada de la vivienda.
Casi un año después, recibe a este medio instalado de nuevo en su vivienda. Todas las puertas del edificio han sido reparadas por las autoridades. Una parte de la vivienda ha sido reformada a cuenta de la familia. Antes de la ocupación, ya había empezado las obras, pero los cambios, reconoce la pareja, también les ayudarán a dejar atrás lo vivido. Vladimir y Natalia, su mujer, ya se han acostumbrado, pero su regreso a casa no fue fácil. No querían estar allí, dicen, pero decidieron permanecer solo por mantener sus empleos.
Más de mil cuerpos de civiles como el padre de Vladimir, en la región de Bucha desde que las fuerzas rusas se retiraron del área. Según la policía de Kiev, unas 650 personas fueron ejecutadas, recoge AP.
La Iglesia de San Andrés, en Bucha, se convirtió epicentro de la evidencia de las consecuencias de la ocupación rusa. Andreiy Verbovyi, el sacerdote que ayudó a los vecinos a cavar una fosa común para enterrar a los muertos durante los días en que los soldados rusos controlaban la localidad, asegura que alrededor de 70 cuerpos sin vida continúan sin identificar. En el cementerio de Bucha, un número sin indefinido de nichos aún guardan cuerpos sin nombre localizados en las calles o viviendas de la ciudad. “No se puede olvidar lo ocurrido aquí”, repite en el interior de la iglesia, convertida ahora en un memorial, a través de la exposición de terribles imágenes difundidas durante los días posteriores a la liberación.
Desde los grandes ventanales del espacio religioso puede observarse una gran explanada de tierra. Una cruz rodeada de flores recuerda el valor simbólico del lugar. Hace casi un año, en ese punto, Anderiy Verbovyi ayudó a sus vecinos a excavar, con sus propias manos, una gran fosa común para enterrar los cuerpos abandonados por la ciudad, ante el riesgo ligado a su traslado al cementerio en plena ocupación rusa de Bucha. “Ahora parece que aquí todo está bien, pero hay que recordar lo vivido. Nunca nos esperamos que esto pasase: hasta que no acabe la guerra, no estaremos tranquilos”.