Pesadamente, con siete horas de retraso, una locomotora diésel con tres vagones llega a la estación polaca de Przemysl procedente de Odesa (Ucrania). A bordo, decenas de refugiados, mujeres y niños en su mayoría, van bajando a gotas al andén, haciendo cola ante la pequeña oficina aduanera de esta localidad del sureste del país, a 15 kilómetros de la frontera. Son las 23.00h y hace frío en el exterior del edificio, escasamente iluminado, donde esperan familiares, voluntarios, militares y policía. “Nunca pensé que esto podía pasar en 2022”, dicen Silvia y Maciej, una joven pareja que se ha acercado desde Cracovia para ofrecerse a trasladar a los recién llegados que no tengan a nadie esperándoles.
Unos 150.000 personas han cruzado la frontera ucraniana en dirección a Polonia escapando de la invasión rusa esta semana, según ACNUR, y la cifra se multiplica diariamente. En Przemysl, con una población de 60.000 personas, similar a Zamora, el vestíbulo principal de la estación, al otro lado de las vías de la oficina por la que desfilan primeramente los recién llegados, es un constante trajín de personas. Colaboradores con petos amarillos y naranjas reparten mantas, bebidas calientes, bollos, pañales o muñecos de peluche entre los ojerosos rostros de los refugiados. Oskar, que es profesor en la universidad de Resovia y ha venido a ayudar, explica que hay “demasiada gente”, que aquí todos vienen de paso, que hay una escuela habilitada a unos minutos de la estación para que quien quiera pueda pasar la noche al abrigo.
Dos voluntarios van y vienen por uno de los andenes cargando una gran olla con sopa caliente, que no saben dónde posar. Hombres con carteles, transportistas solidarios, vocean los nombres de las ciudades de destino. “Poznan, Katowice”, gritan. Algunos de quienes se han bajado del tren levantan la mano. El del cartel los encamina hacia una furgoneta, adonde se suben para marcharse. Hay un hombre joven que dice que está dispuesto a ir hasta Estonia. Se ven en los andenes monjas, testigos de Jehová, adolescentes locales, pero también veteranos, todos dispuestos a echar una mano.
En un esquina del vestíbulo espera un grupo de extranjeros de origen africano, migrantes a los que la guerra ha situado en un compás de espera. Alfred Mbayo, congoleño de 34 años, llevaba 12 viviendo en Lugansk, una de las repúblicas separatistas del este, adonde llegó para estudiar Informática. “La situación en Ucrania es catastrófica”, lamenta. Llegó a las estación a las 14.00 y aún no ha decidido qué hacer, dónde pasar la noche. Espera poder volver a Ucrania “cuando las cosas se calmen”. En Lugansk la situación ya era muy “muy tensa” antes de la entrada del ejército ruso, cuenta. La mayoría de los africanos quieren ir a Varsovia y seguir hacia el oeste, explica el voluntario Oskar.
Otra joven de peto naranja muestra una foto de un niño, cuyos familiares no aparecen. Una niña rubia sonríe entre dos maletas, esperando a que su madre termine los trámites en la estación. Una mujer mayor llora al teléfono. La voluntaria Luba resuelve las últimas dudas de algunos recién llegados. “Una señora no encontraba a su marido, pero ya ha aparecido”, explica tras atender a una mujer preocupada.
Diferentes informaciones señalan que a los hombre en edad de combatir ya no se les deja salir de Ucrania. Se espera que durante la noche lleguen otros dos trenes a Przemysl, pero los horarios apenas sirven de referencia. Las filas de coches provenientes de allí y de todo el oeste del país son kilométricas. De momento, la oficina de la aduana se va vaciando, pero el vestíbulo de la estación, de altos techos pintados de tonos pastel, está lleno, como lo están la salas adyacentes. Con toda probabilidad, lo seguirán estando en los próximos días. La primera gran ciudad de Ucrania al otro lado de la frontera es Leópolis y las colas de vehículos que intentan llegar a Polonia son kilométricas. Los voluntarios de Przemysl saben que su trabajo solo acaba de empezar.
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