Opinión

La tarjeta Alimentar y el abismo entre código legal y código popular

16 de mayo de 2021 00:23 h

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Alberto Fernández anunció el pasado 7 de mayo fondos sociales para paliar los efectos de la segunda ola de la pandemia a través de la Tarjeta Alimentar. El escenario elegido fue la Mesa Argentina contra el Hambre. 

Se escucharon fuertes críticas desde adentro del gobierno y desde los movimientos populares que forman parte de la coalición política. Esteban Castro, secretario general de la UTEP y uno de los miembros de la mesa, lo dijo en el mismo evento. Cito algunas frases: “Reconozco los esfuerzos pero me parece necesario plantear que venimos de un proceso de concentración económica (…) el eje de nuestra propuesta siempre es el trabajo. Nos organizamos a través del trabajo. Pero nos encontramos con un sector que no para de aumentar el precio de los alimentos. Esto es muy desgastante, es una pelea inconmensurable. Que se entienda, nosotros después de la pandemia vamos a estar en la calle peleando para que no se siga concentrando la riqueza en pocas manos”. 

Emilio Pérsico filmó un video para la militancia, y Juan Grabois escribió una columna para este diario: “La tarjeta alimentar no es justicia social”. Ambos señalaron un cuestionamiento: el Estado no encuentra otro repertorio de intervención en la cuestión social que no sea el asistencialismo. Esto se verifica desde 1983, cuando la Argentina recuperó la democracia y lanzó las cajas PAN (el Plan Alimentario Nacional). 

Frente al hambre, no es posible rechazar la llegada inmediata de alimentos para las familias. Ni siquiera cuando descartar el dinero en efectivo sea un modo más de estigmatizar a los trabajadores pobres o de privilegiar a los grandes supermercados. Ni siquiera cuando el dispositivo de la tarjeta Alimentar implique destinar fondos públicos a solventar elevados beneficios financieros, sabiendo además que en muchas ciudades y pueblos de la Argentina la tarjeta termina en manos de prestamistas y las personas son estafadas y quedan endeudadas. 

A contrapelo de esto, en 2020 el IFE y los ATP habían esbozado un abordaje transitorio de otro tipo, que permitió poner en agenda la necesidad de implementar un salario social para millones de trabajadores que producen valores que están subremunerados o que realizan trabajos socialmente útiles, podríamos decir esenciales, que no adquieren valor económico. En este marco, el salario social podría revalorizar las distintas formas de trabajo existentes y restituir, con un ingreso complementario, los valores producidos que no se pagan. 

El problema de fondo es que hoy cerca de la mitad de la población trabajadora sale a trabajar cada día sin derechos porque no tiene seguridad social ni convenio colectivo, y no existen formas de representación, conciliación y arbitraje. Si bien algunos pueden cobijarse bajo el paraguas sindical de la UTEP, este tiene un régimen disminuido, y la CGT tampoco quiere ser un techo por el momento. Salir a trabajar es vivir a la intemperie de la institucionalidad vigente. Si no figurás en las bases de datos del empleo asalariado, el Estado no encuentra otra etiqueta para ponerte que la de pobre. 

Ahora bien, el proceso acumulado de trabajo subremunerado y sin derechos transformó la estructura social argentina. Se expande una conflictividad mucho más extensa, y en cierto modo insoluble, que cada tanto estalla como baño de realidad. Como en la toma y desalojo de Guernica. 

Algunos de los denominados gobiernos posneoliberales de la región comprendieron mucho más los conflictos redistributivos que este desfasaje abismal entre código legal y código popular. Todo parece indicar que el desacople que Edward Thompson describió para pensar la imposición de la economía de mercado y la formación de la clase obrera en Inglaterra tiene mucho para aportar a la caracterización de nuestro tiempo.

En las últimas cuatro décadas, en las que la brecha entre la legalidad social y la vida de los trabajadores pobres se ha profundizado, se destacan dos excepciones fundamentales: la ampliación de la cobertura jubilatoria y la asignación universal por hijo. Ambos derechos aparecen mencionados una y otra vez en los testimonios de trabajadoras pobres. Los consideran hitos porque mejoraron sus vidas. Fueron políticas de excepción en la rutina democrática porque cobijaron la realidad de este otro movimiento obrero.

En una de sus columnas dominicales, ¡Vayan a laburar!, Martín Rodríguez destaca el nuevo régimen para las organizaciones de la economía popular. Y dice: “el gobierno por momentos parece tomado por la lógica de la contradicción y las mantas cortas que impone su ‘tensión ideológica’. Y por momentos, parece caminar en ‘líneas paralelas’”. Efectivamente, bajo el gobierno actual el campo estatal no es plano y es importante reconocer los pliegues. El RENATEP y sus dos millones de trabajadores inscriptos o el régimen de reconocimiento de las organizaciones de la economía popular son, para decirlo de un modo antiguo pero aún válido, un modo de presencia de los sectores populares en su armazón institucional. Pero sólo a fuerza de una movilización extenuante, como la que anticipa el Gringo que volverá a las calles con el fin de la pandemia, “los pobres” conquistan estas ínfimas piezas de institucionalización. 

Lo dice Rafael Nejamkis (militante del MTE): “Acá hay algo que está a flor de piel: solo la organización resuelve. De hecho, cuando hay conflicto de cartoneros en la ciudad, si hay 5000 cartoneros, se mueven por lo menos 4500, es decir, se mueven todos”. 

En definitiva, son los derechos y el grado de institucionalización los que habilitan combinaciones de presencias y ausencias. La presencia absoluta a la que se ven exigidos los trabajadores de la economía popular para lograr ser reconocidos como tales es una condena: la extenuación de un sujeto sin lugar. Es el desgaste y es la lucha inconmensurable de la que habla el Gringo Castro el mismo día que escucha que “la” política social será, de nuevo, la tarjeta Alimentar. 

PAM