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Análisis

Obsesionado con los aranceles: así se gestó durante 40 años la actitud de Trump hacia China

The Guardian
Fotografía de archivo de noviembre de 2017 de un encuentro entre los presidentes de EE.UU., Donald Trump, y de China, Xi Jinping. EFE/Roman Pilipey

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Donald Trump habló en 2011 ante un público de unos 1.000 asistentes en Las Vegas e insinuó una posible, aunque por aquel entonces poco probable, candidatura presidencial. A mitad de un discurso sobre la política, Oriente Medio y los precios del petróleo, hizo una digresión sobre el comercio con Asia: “El otro día dije que era muy difícil comprar algo que no viniera de China. Y de algunos otros países también, pero China es, ya sabes, el gordo. Y alguien me dijo: '¿Qué harías? ¿Qué podrías hacer?' Muy fácil. Aplicar un impuesto del 25% sobre los productos chinos. Y sabes, le dije a alguien que [la clave] es el mensajero. El mensajero es importante. Podría mandar a uno decir: [con voz de falsete] ‘Os vamos a gravar con un 25%'. Y yo podría decir luego: '¡Escuchad, capullos, os vamos a aplicar un impuesto del 25%!”.

A lo largo de los años, Trump cambió constantemente de opinión sobre los temas presidenciales más habituales, desde Oriente Próximo hasta la sanidad o el aborto. Sin embargo, se tiene que reconocer que fue muy coherente en lo relativo a los aranceles, un elemento central de su agenda nacional y exterior. En declaraciones al New York Times, un amigo del presidente y exejecutivo del sector siderúrgico declaró que “se queja de esto desde los años ochenta; es algo que viene de sus creencias más profundas”, indicó. Unas semanas antes de las elecciones de 2024, Trump dijo: “Para mí, la palabra más hermosa del diccionario es 'arancel”. Durante su primer mandato, el equipo de Trump impulsó una serie de fuertes aranceles a las importaciones chinas. Empezando por los paneles solares y las lavadoras, pronto se extendieron al acero y al aluminio, y luego a casi la mitad de los bienes procedentes de China, por un valor aproximado de 200.000 millones de dólares (192.592 millones de euros). A finales de 2019, la tasa arancelaria media alcanzó el 21%. Trump había sido fiel a su palabra.

Los economistas criticaron los aranceles de Trump, ya que advierten que aumentan la inflación y perjudican a los agricultores y a los hogares de clase media. Pero los demócratas se mostraron reacios a revertir la política arancelaria. El gobierno de Joe Biden no sólo mantuvo, sino que amplió los aranceles a China, que ahora se aplican sobre los vehículos eléctricos, los chips de silicio y las baterías de litio. Hoy, las políticas arancelarias contra China son un inusual punto de consenso bipartidista. La opinión de los ciudadanos estadounidenses sobre China no dejó de empeorar desde la década de 2000. Las encuestas del Pew Research Center muestran que el 81% de los estadounidenses tienen una opinión desfavorable del país, un mínimo histórico. Las matrículas en cursos de mandarín en universidades estadounidenses, que aumentaron de forma constante después de 1978, fueron cayendo desde 2013.

Trump contribuyó a marcar la pauta cuando anunció su candidatura a la presidencia en 2015. En aquel discurso, la primera prioridad que mencionó fue imponer restricciones al comercio chino. Ese discurso también llenó portadas por sus comentarios desafortunados sobre el envío de “drogas”, “delincuencia” y “violadores” desde México. El discurso racista de Trump en la actualidad parece girar en torno a estos dos países. “No hay empleos porque China tiene nuestros empleos y México tiene nuestros empleos”, dijo.

Aun así, al revisar ese discurso de 2015, sorprende la aparición de un tercer país, intercalado entre China y México: Japón. «¿Cuándo hemos ganado a Japón en algo?», disparó Trump. «Envían sus coches por millones, ¿y qué hacemos nosotros? ¿Cuándo fue la última vez que vieron un Chevrolet en Tokio? No existe, amigos. Nos ganan todo el tiempo“.

En su momento, los comentaristas se rieron de la obsesión de Trump por Japón. La calificaron de “anacrónica”, “desfasada” y “extraña”. Sin embargo, como argumentó la historiadora Jennifer M. Miller, lo cierto es que Japón fue fundamental en la visión del mundo de Trump, desde su aparición como celebridad nacional en los años ochenta. De hecho, Japón incluso le sirvió de patrón para sus opiniones sobre China, que, décadas después, tienen enormes consecuencias para el resto del mundo.

El miedo a Japón, antecedente de los recelos con China

Cuando Trump publicó The Art of the Deal (El arte de la negociación) en 1987, las tensiones entre Estados Unidos y Japón estaban en su punto álgido. El aumento de las importaciones de bienes duraderos japoneses, especialmente automóviles, había coincidido con el declive de la industria manufacturera estadounidense. En la década de los setenta, las crisis mundiales del petróleo habían empujado a los conductores estadounidenses a comprar coches más eficientes de Toyota, Honda, Mazda y Subaru. Trump promocionó su libro en los programas de máxima audiencia de Larry King y Oprah Winfrey, en los que soltó frases que suenan terriblemente parecidas a su discurso de Las Vegas y a su retórica política posterior. “Somos una nación deudora. Algo va a ocurrir en los próximos años en este país, porque no se puede seguir perdiendo 200.000 millones de dólares (192.592 millones de euros)... Y sin embargo dejamos que Japón venga y lo vierta todo en nuestros mercados. No es libre comercio. Si alguna vez vas a Japón y tratas de vender algo, olvídalo, Oprah. Ya te puedes olvidar. Es casi imposible. No tienen leyes contra eso. Simplemente lo hacen imposible. Vienen aquí, venden sus coches, sus reproductores de vídeo, se cargan nuestras empresas”.

En aquella época, las opiniones de Trump distaban mucho de ser extremas. En 1985, el New York Times Magazine publicó un artículo de portada de Theodore White, un periodista galardonado que había cubierto la guerra del Pacífico, titulado: “El peligro de Japón”. Lo acompañaba una ominosa fotografía a toda página de la descarga de un coche modelo sedán de Nissan en un puerto de la ciudad de Elizabeth, en Nueva Jersey. Unos meses más tarde, Estados Unidos organizó una cumbre de responsables financieros europeos, estadounidenses y japoneses en el famoso Hotel Plaza de Nueva York (que Trump compró en 1988). El Acuerdo del Plaza resultante se produjo en medio de una avalancha de acuerdos bilaterales destinados a reducir “voluntariamente” las exportaciones japonesas al tiempo que se abría el mercado de Japón a los bienes del mundo, impulsando así el consumo interno —muy parecido a las recetas estadounidenses para China en la actualidad. Bajo la presión de los demás países del G5 —Francia, Alemania, Estados Unidos y Reino Unido—, el Ministerio de Finanzas japonés bajó los tipos de interés y los bancos dieron luz verde a proyectos de construcción. El dinero fácil, combinado con las menores exportaciones, empujó a las empresas japonesas hacia la especulación inmobiliaria.

En el apogeo de la burbuja, un metro cuadrado en Tokio podía costar hasta 350 veces más que uno en Manhattan. El Palacio Imperial valía nominalmente tanto como toda California. De 1987 a 1994, las dos personas más ricas del mundo, según Fortune, fueron los magnates inmobiliarios Tsutsumi Yoshiaki y Mori Taikichirō. Y en 1989, Mitsubishi Estates compró el Rockefeller Center. Ese mismo año, cuando un periodista preguntó a Trump por su patrimonio neto, respondió: “¿Quién demonios lo sabe? Quiero decir, de verdad, ¿quién sabe cuánto pagarán los japoneses por una propiedad en Manhattan hoy en día?”.

Desde los años ochenta, Trump nunca hizo grandes distinciones entre su experiencia empresarial personal y sus recetas políticas. Si tenía una mala experiencia como empresario, la extrapolaba a todo el país. En una entrevista de 2018 con el Wall Street Journal, recordó los orígenes de su plataforma comercial: “Simplemente odio que se aprovechen de nuestro país. Los coches japoneses, ya sabes, llegaban por millones”.

A medida que el centro del dinamismo económico asiático se desplazó a China, también lo hizo el blanco de la ira de Trump. “Es muy, muy difícil comprar algo”, dijo Trump en su discurso de Las Vegas, “más allá” de los productos chinos. Cuando intentó comprar vidrio y muebles de fabricación estadounidense para sus edificios, solo encontró fábricas chinas. Antes de 2016, Trump nunca había viajado a China, pero había mandado allí a sus hijos para conseguir licencias para su marca o para negociar acuerdos inmobiliarios, y a cada vez se había encontrado con un obstáculo. En 1982, en el punto álgido del pánico a Japón, dos empleados blancos de Chrysler, uno de ellos recién despedido, se enfrentaron y mataron a un joven estadounidense de origen chino llamado Vincent Chin en Highland Park, en el estado de Michigan, cerca del lugar de nacimiento de Henry Ford y a unos nueve kilómetros de Detroit, sede de tres de los gigantes estadounidenses del automóvil: Ford, General Motors y FCA. El asesinato del joven en la víspera de su boda simbolizó, no por primera vez, la amenaza fungible del capital chino, japonés y de cualquier otra exótica parte de Asia en las mentes estadounidenses. El viraje de la fijación arancelaria de Trump hacia China solo lo ha demostrado con mayor contundencia. Como dijo a un periodista durante su primer mandato, consideraba a Japón “intercambiable con China, intercambiable con otros países. Pero todo es lo mismo”. Su defensa de los aranceles también ha sido una constante, aunque su objetivo haya cambiado. “¿Dónde están mis aranceles?”, decía Trump en reuniones con asesores a principios de su presidencia, e insistía: “Dadme mis aranceles”.

En su segundo mandato, Trump amplió la red arancelaria para incluir a sus vecinos y aparentes aliados Canadá y México. Mientras tanto, en su primera semana en la Casa Blanca, Trump ya amenazó con aplicar aranceles de hasta el 50% contra Colombia después de que se impidiera el aterrizaje de dos aviones con colombianos deportados. También lanzó amenazas similares contra Dinamarca en un intento descabellado de comprar Groenlandia.

¿Quién sabe hasta qué punto son reales estas amenazas? En diciembre, el senador republicano Tom Cotton, un aliado de Trump, trató de tranquilizar a una audiencia de nerviosos directores ejecutivos afirmando que se trataba simplemente de “una táctica de negociación eficaz”. Los aranceles contra China, en cambio, dijo, “son harina de otro costal”.

El ascenso de Xi

No mucho después del agresivo discurso de Trump en Las Vegas en 2012, el partido comunista chino eligió a un nuevo líder, Xi Jinping, de 59 años, miembro del politburó. En las crónicas de la actual guerra comercial, Xi será recordado sin duda como el homólogo de Trump en la escalada nacionalista. Pero en los primeros años de su ascenso, los observadores estadounidenses confiaban cautelosamente en que sería un reformista, receptivo al liberalismo al estilo estadounidense. The Wall Street Journal informó de que, en 1985, durante una visita a EEUU, como funcionario del partido, Xi Jinping se había alojado con una familia en Muscatine, Iowa, en un recorrido por las técnicas de producción de maíz. En 2012, su hija estudiaba en Harvard. Le gustaban las películas de Hollywood. Y había conocido a Magic Johnson y David Beckham.

Los periodistas también se basaron en lo que sabían de su padre, Xi Zhongxun. El mayor de los Xi se afilió al partido en la década de los años veinte del siglo pasado, ascendió a altos cargos tres décadas más tarde y reivindicó su condición de revolucionario hasta el final de su vida. También fue purgado durante la Revolución Cultural, con graves consecuencias para su joven hijo. En 1978, Xi Zhongxun fue rehabilitado por el recién ascendido Deng Xiaoping. Cuando ese año fue nombrado secretario del partido en Guangdong, la primera tarea de Xi Zhongxun fue movilizar capital de Hong Kong, entonces todavía colonia británica, hacia la provincia sureña. Ayudó a establecer las primeras “zonas económicas especiales” (ZEE) experimentales a lo largo de la costa china, incluida la joya de la corona de las ZEE, Shenzhen. También se alineó con políticos reformistas de alto nivel, que encabezaron la liberalización política y económica en la década de los ochenta. No es de extrañar que los observadores estadounidenses esperaran que Xi Jinping siguiera los pasos de su padre. Como dijo un veterano hombre de negocios estadounidense: “Todos esperamos que se cumpla el dicho de que de tal palo, tal astilla”.

En el frente político, Xi Jinping no colmó estas esperanzas. Restringió la libertad de expresión política, encabezó la represión de Xinjiang y reforzó el control estatal sobre la economía y gran parte de la vida cotidiana. Sin embargo, en el frente económico, el rumbo de Xi puede considerarse una continuación del último legado de su padre. De regreso de su viaje a Iowa en 1985, Xi Jinping se convirtió en teniente de alcalde de Xiamen, la zona económica especial con mayores lazos con Taiwán y el capital taiwanés. En los años siguientes, mientras seguía ascendiendo en las filas del partido, destinado en grandes ciudades costeras, Xi fue reconocido por ayudar a empresas estadounidenses a establecerse en China, como FedEx, Citibank y McDonald's. Entre los años ochenta y la década de 2000, Hong Kong y Taiwán fueron las dos principales fuentes de inversión extranjera en China, con un total de cientos de miles de millones de dólares. En 2018, Xi Jinping afirmó que el ascenso de China hasta convertirse en la segunda economía mundial “debe atribuirse a nuestros compatriotas taiwaneses y a las empresas de Taiwán”.

Al igual que la de Trump, la visión económica del mundo de Xi Jinping se remonta a las experiencias formativas de la década de los ochenta. Las carreras políticas de ambos hombres se vieron marcadas por el rápido ascenso global de Japón y la región Asia-Pacífico. Para Xi, fue el giro del partido hacia la exportación de bienes de consumo a través del Pacífico. En ciudades costeras como Shenzhen y Xiamen, los funcionarios se posicionaron como sucesores de los “milagros” económicos asiáticos de la posguerra. En los debates, aludían a los ejemplos de Hong Kong y Taiwán, pero subyacía siempre la experiencia pionera de Japón. Para Trump, mientras tanto, Japón representaba un encuentro formativo con el amenazante capital extranjero, el déficit comercial nacional y el declive de la industria estadounidense. Aprovechó con clarividencia la reacción nacional contra la competencia económica del otro lado del Pacífico, que había surgido de las propias alianzas de posguerra de EEUU.

Japón, pararrayos de EEUU contra el comunismo de posguerra

Antes de su aparición en el programa de Oprah, en 1987, Trump publicó un anuncio en los principales periódicos de Estados Unidos en el que arremetía contra las garantías de seguridad y la ayuda militar de Estados Unidos a aliados como Arabia Saudí y Japón: “A lo largo de los años, los japoneses, sin impedimentos por los enormes costes de defenderse (mientras Estados Unidos lo haga gratis), han construido una economía fuerte y vibrante con superávits sin precedentes. Han conseguido con brillantez mantener un yen débil frente a un dólar fuerte. Esto, unido a nuestro monumental gasto en su defensa, y en la de otros [sic], ha llevado a Japón a la vanguardia de las economías mundiales”.

La ocupación estadounidense de Japón comenzó inmediatamente después de su rendición en 1945. Al principio, el general Douglas MacArthur impuso una serie de políticas al estilo del New Deal, apoyando a los sindicatos y los derechos de la mujer al tiempo que desmantelaba la maquinaria bélica imperial y los gigantescos holding que la habían impulsado. Sin embargo, a partir de 1947, los funcionarios del Departamento de Estado intervinieron y reorientaron la política estadounidense-japonesa hacia una estrategia militar y económica de contención comunista. Lo que los historiadores llaman el “cambio de rumbo” no se hizo por consideración al pueblo japonés. La prioridad era la estrategia de toda la región. Inicialmente, los funcionarios propusieron exportar materias primas estadounidenses a Japón, reducir las barreras a las importaciones y animar a Japón a reforzar la influencia anticomunista en la región, formando parte de lo que el entonces secretario de Estado, Dean Acheson, denominó un “perímetro defensivo” desde las islas Aleutianas, en el Pacífico norte, hasta Filipinas, en el sur.

La guerra de Corea acercó esta visión a la realidad. Estados Unidos amplió permanentemente su presencia militar en Corea, Taiwán y Japón, con la ayuda de pedidos de “adquisiciones especiales” de metales, textiles, vehículos y maquinaria japoneses. El gasto reactivó las dormidas industrias japonesas y las devolvió a los niveles de los tiempos de guerra. El primer ministro, Yoshida Shigeru, también presionó a EEUU para que asumiera las responsabilidades militares de Japón —como Trump criticaría más tarde—, liberando al país para buscar decididamente el crecimiento económico.

En la visión original de los políticos estadounidenses, el crecimiento industrial de Japón era un medio para alcanzar un fin, subordinado a la seguridad estadounidense. Sin embargo, a partir de la década de los sesenta, el capitalismo de la región Asia-Pacífico se convirtió en algo totalmente distinto. Desde 1965 hasta 1990, fue con diferencia la región económica de más rápido crecimiento del mundo, encabezada por Japón, los cuatro “pequeños tigres” (Corea del Sur, Hong Kong, Singapur y Taiwán) y las “economías de reciente industrialización” del sudeste (Indonesia, Malasia y Tailandia).

Para sus defensores, la recién bautizada Cuenca del Pacífico era una “utopía capitalista internacional”. Pero tanto si se la presentaba como “milagro” o como “amenaza”, argumentaba la politóloga Meredith Woo, los observadores tendían a pasar por alto la dependencia económico-militar de la región respecto a Estados Unidos. Cuando en el encuentro en el hotel Plaza de Nueva York se presionó a Japón para que redujera sus exportaciones, este tenía pocas opciones de negarse. En cambio, en la actualidad China asusta tanto a Washington no sólo por su asombroso parecido con el milagro japonés, sino también por sus diferencias geopolíticas clave. No habrá ningún acuerdo similar al del Hotel Plaza con China.

Retos y desafíos para el crecimiento chino

Si los aranceles de Trump a China son ahora un consenso bipartidista, su columna vertebral intelectual proviene de Michael Pettis, un profesor de finanzas estadounidense de la Universidad de Pekín que ha influido tanto en la administración Trump como en la de Biden. Según Pettis. la raíz del “problema chino” es el exceso de ahorro, el bajo consumo y la “sobrecapacidad” industrial del país, externalizados en exportaciones que son “objeto de dumping” en el resto del mundo.

Para los observadores estadounidenses, es obvio que China debe pasar de la exportación de bienes al desarrollo de su mercado interior, como hizo Japón en los años ochenta. La intransigencia del partido comunista sólo puede ser el resultado de una psicología aberrante. El economista Paul Krugman describió a Xi Jinping como “extrañamente incapaz” y “extrañamente reacio” a cambiar en este sentido. En el Wall Street Journal, Lingling Wei culpaba a las “arraigadas objeciones filosóficas de Xi contra el crecimiento basado en el consumo al estilo occidental”, que considera “despilfarrador”, “asistencialista” y, sencillamente, contrario a las ambiciones de China de alcanzar el poder mundial.

A Pettis, sin embargo, la estrategia china no le parece extraña. Señala que alejarse del crecimiento impulsado por las exportaciones es arriesgado. Cualquier medida para “invertir” la transferencia de riqueza de los hogares al gobierno, reorientándola hacia los salarios y el bienestar, conllevaría contrapartidas. El sector manufacturero chino sufriría mucho a corto plazo, lo que provocaría una dolorosa contracción económica sin ningún beneficio garantizado a largo plazo.

Más que en la psicología, las explicaciones de la estrategia política china pueden encontrarse en la historia reciente. En primer lugar, están las lecciones de Japón y Asia oriental, tanto en sus éxitos como en sus limitaciones. Cuando los reformistas chinos abrazaron la industrialización basada en las exportaciones en los años ochenta, razonaron que, dado que el país seguía siendo un circuito cerrado, los esfuerzos por promover el consumo interno —a través de salarios más altos y programas de bienestar social— se harían a costa de la inversión industrial. Los planificadores se dieron cuenta de que podían seguir el modelo de sus vecinos del este asiático utilizando los mercados de Estados Unidos y otros países ricos para subvencionar su propio crecimiento.

Durante mucho tiempo, el pensamiento político chino estuvo condicionado por el temor a la inflación interna y la creencia de que, en lugar de centrarse en equilibrar el consumo interno y la inversión, la clave del crecimiento era la industria y la tecnología. En la actualidad, China da prioridad a la innovación bajo el título de “fuerzas productivas de nueva calidad” (xinzhi shengchanli), lo que implica tecnología limpia, vehículos eléctricos, semiconductores e inteligencia artificial —blanco de los aranceles Biden— que dependen en la medida de lo posible de las cadenas de suministro nacionales. La estrategia obtuvo una importante victoria en enero, cuando la start-up china DeepSeek sorprendió al mundo con un modelo de inteligencia artificial que superaba a OpenAI y a los propios modelos de Meta, pero a un coste muy inferior. El gobierno chino es consciente de que avanzar en industrias intensivas en capital significa recortar en otras más baratas e intensivas en mano de obra, como la ropa y los juguetes. Aun así, Xi ha recalcado a los funcionarios que la economía debe primero “consolidar lo nuevo antes de acabar con lo viejo” (xianli houpo).

Xi no quiere una “década perdida”

Al mismo tiempo, la China de Xi desconfía de la amenaza de la japonización. La burbuja crediticia que ayudó a impulsar el crecimiento desbocado de Japón en los años ochenta, y que tanto irritó a Trump, explotó finalmente una década más tarde y la propia inversión extranjera de Japón contribuyó a la crisis financiera asiática de 1997. Hoy Japón se encuentra en medio de su cuarta “década perdida” de crecimiento lento. Este es el espectro que se cierne ahora sobre China, que a pesar de sus impresionantes resultados, sigue sin ser ni de lejos tan rica per cápita como el Japón de los noventa.

La crisis financiera asiática de 1997 no afectó a China, que aún no estaba inmersa en los flujos de capital regionales y mundiales. Pero eso cambiaría pronto. En 2001, Estados Unidos ayudó a China a entrar en la Organización Mundial del Comercio, legitimando su lugar en el nuevo orden mundial unipolar. Pronto, las empresas chinas acumularon un superávit comercial con Estados Unidos. Siguiendo de nuevo el camino de Japón, el Banco Popular de China comenzó a comprar letras del Tesoro estadounidense, llegando a acumular hasta 1,3 billones de dólares (1,25 billones de euros) durante la década de 2010. La estrategia consistía en mantener bajo el valor del renminbi, contener los precios y los salarios y garantizar la competitividad de los productos chinos a escala mundial. El crédito chino también se convirtió en un salvavidas para los consumidores estadounidenses, que, a pesar del estancamiento de los salarios reales, siguieron comprando productos chinos más baratos.

La década de 2000 fue una época dorada de integración entre Estados Unidos y China. Aun así, en estos años también se observaron signos de descontento con la globalización, incluso antes de la llegada al poder de Xi y Trump. En Estados Unidos, los sindicatos se opusieron a la entrada de China en la OMC y se manifestaron durante las reuniones de Seattle de 1999. Los economistas calculan que Estados Unidos perdió unos dos millones de puestos de trabajo en el sector manufacturero en los primeros años tras la “crisis china”. Mientras tanto, por temor a la competencia de las empresas estadounidenses, los dirigentes provinciales chinos recurrieron a medidas intervencionistas para reforzar las industrias locales, infringiendo técnicamente las normas de la OMC.

Ya en 2007, los responsables políticos chinos, recelosos de avivar las tensiones internacionales, empezaron a hablar de un “reequilibrio” hacia el consumo interno. Los esfuerzos se aceleraron tras la crisis de las hipotecas de alto riesgo de 2008, cuando, al igual que Estados Unidos, el Gobierno chino se apresuró a aprobar un paquete de rescate por valor de 4.000 millones de yuanes (casi 600.000 millones de dólares). En este caso, China siguió una vez más el camino de Japón, ya que el crédito barato provocó una burbuja inmobiliaria. De 2011 a 2021, alrededor de una cuarta parte del PIB chino correspondió a transacciones de construcción inmobiliaria.

El pinchazo de la gran inmobiliaria: un aviso para cambiar de modelo

La burbuja estalló durante el primer año de la pandemia. Presintiendo el peligro, Pekín anunció la política de las “tres líneas rojas”: para acceder a más crédito, las empresas tendrían que controlar su ratio de deuda sobre efectivo, capital y activos. El Grupo Evergrande, el promotor inmobiliario más valorado del mundo, superó los tres umbrales. En su punto álgido, la empresa valía más de 40.000 millones de dólares (38.548 millones de euros), pero tenía un pasivo de más de 270.000 millones (260.159 millones de euros). También fue socio comercial de Donald Trump, y sus planes de construir un enorme rascacielos en Guangzhou fracasaron. Sin ayudas públicas, Evergrande se hundió en 2021.

Así pues, China ya se ha quemado por pivotar demasiado apresuradamente hacia el consumo interno, sólo para verse recompensada con una crisis que ha cargado al país con billones de dólares en pérdidas. Muchos temen que China haya caído en la misma trampa que sus vecinos japoneses, con empresas paralizadas por enormes deudas. En todo caso, es precisamente debido a la catástrofe de las políticas monetarias relajadas por lo que Xi ha vuelto al modelo clásico de Asia oriental de promover la innovación industrial, incluidas las exportaciones. Tanto él como Trump están reafirmando los puntos de vista políticos de hace décadas que dieron origen a las guerras comerciales de la región Asia-Pacífico. No parece que ninguno de los dos vaya a cambiar de rumbo a corto plazo.

La industria automovilística ha sido una de las grandes protagonistas de esta epopeya. En los años ochenta, Trump se inspiró en el presidente de Chrysler, Lee Iacocca, que había atacado públicamente a las industrias japonesas. Los dos se convirtieron con el tiempo en socios comerciales. En la actualidad, la nueva amenaza son los vehículos eléctricos chinos.

El año pasado, BYD (abreviatura de Build Your Dream), líder de la industria china, superó a Tesla como primer vendedor mundial de vehículos eléctricos. La empresa se está introduciendo rápidamente en el mercado europeo, pero se le ha prohibido la entrada en Estados Unidos. Entretanto, Elon Musk, consejero delegado de Tesla, se ha convertido en miembro del círculo íntimo de Trump y cuenta con el beneplácito del presidente, al menos por ahora. En una reunión con analistas en enero de 2024, Musk ya advertía de que la tecnología de BYD era “extremadamente buena” y que, sin “barreras comerciales”, el fabricante de automóviles “demolería prácticamente a la mayoría de las empresas automovilísticas del mundo”. Para regocijo de Musk, Trump ha prometido desde entonces aranceles aún más altos para los vehículos eléctricos chinos que los establecidos bajo el mandato de Biden.

Sin embargo, China cuenta hoy con los sistemas de producción mejor integrados del mundo, reforzados por los recientes mandatos de “indigenización” y aislamiento de las cadenas de valor frente a los aranceles extranjeros. BYD se fundó en 1995 en Shenzhen. La empresa empezó fabricando baterías de iones de litio para teléfonos inteligentes antes de lanzarse a la fabricación de vehículos eléctricos. Su experiencia en la fabricación de baterías de bajo coste y alta eficiencia, así como de chips de silicio, la distingue de Tesla, que compra piezas a proveedores.

Lo que está quedando patente en la actualidad es que las exportaciones chinas pueden sufrir reveses, pero no van a desaparecer del mercado mundial a corto plazo. Estados Unidos ya ha empezado a importar menos de China que de México, Taiwán, Malasia, India, Corea del Sur y Vietnam. Pero esta tendencia refleja, en parte, la migración de capital chino para sortear los aranceles estadounidenses. En 2023, la taiwanesa Foxconn, que tenía su producción centrada en la provincia china de Henan, abrió una fábrica de iPhone en Chennai (India). Tanto las empresas chinas como las estadounidenses que producen vehículos, neumáticos y baterías para automóviles han establecido fábricas en ciudades mexicanas como Coahuila, Guadalajara, Monterrey y Tijuana.

Esta solución, conocida como nearshoring (deslocalización cercana), preocupa al gobierno de Trump, que cree que China podría aprovecharse del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN) y exportar coches chinos por la “puerta de atrás” de Canadá y México. El temor ayuda a explicar las inesperadas amenazas arancelarias de Trump contra sus vecinos más próximos. Mientras tanto, según el Financial Times, la propia China ha construido silenciosamente una “arquitectura comercial alternativa”, en la que el 40% de sus exportaciones se dirigen ahora a países con los que comparte acuerdos bilaterales de libre comercio, excluyendo a EEUU y la UE, principalmente a través de Asia, pero también Australia, Canadá y Sudamérica.

Nadie puede predecir lo que ocurrirá en el futuro. Pero si se mantienen las tendencias actuales, viviremos una colisión de trayectorias económicas trazadas hace 40 años: El apego de Xi Jinping a la industrialización impulsada por las exportaciones, enfrentado a las décadas de fijación de Trump con los aranceles proteccionistas. Esta contradicción es el terreno en el que gran parte del mundo debe maniobrar ahora. Alguien tiene que ceder, pero es difícil imaginar soluciones claras. En algún momento, incluso los más escépticos con Donald Trump tendrán que admitir que sus ideas, junto con las de Xi Jinping, han marcado el comienzo de una nueva era económica. Lo que en su inicio solo fueron desvaríos de una celebridad de poca monta, primero en la televisión diurna de los ochenta y después en un escenario de Las Vegas, son hoy estrategias de impacto mundial del presidente de Estados Unidos.

Traducción de Emma Reverter.

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