De 2012 a 2017, trabajé como operador de misiles nucleares en la Fuerza Aérea de Estados Unidos. Tenía 22 años cuando empecé. Cada vez que bajaba al silo de misiles, tenía que estar preparado para lanzar, de un momento a otro, un arma nuclear que podría borrar de la faz de la tierra una ciudad del tamaño de Nueva York.
En la enorme puerta blindada del centro de control de lanzamiento, alguien había pintado un mural con el logotipo de la pizzería Domino's con una leyenda macabra debajo: “Entrega en todo el mundo en 30 minutos o menos, o la siguiente es gratis”.
Desde que Rusia invadió Ucrania, he escuchado más discusiones sobre la guerra nuclear que durante los nueve años en que llevé el uniforme de la Fuerza Aérea. Me alegro de que la gente esté hablando, por fin, de la amenaza existencial que suponen las armas nucleares. Ha habido más “casi accidentes” de los que el mundo conoce.
El ejemplo de Greg Devlin
Greg Devlin era un aviador asignado a un equipo de misiles balísticos intercontinentales (ICBM, por sus siglas en inglés) en Arkansas, en 1980. Una noche advirtió una fuga en el tanque de combustible del misil. A un joven aviador que trabajaba en un tubo de lanzamiento de un ICBM se le había caído accidentalmente un enchufe de su caja de herramientas. El enchufe cayó por el silo, rebotó y perforó un tanque de combustible de primera etapa. El combustible líquido del misil explotó. Devlin salió disparado 18 metros por una carretera asfaltada y vio una enorme bola de fuego elevarse en lo alto.
El ICBM tenía una ojiva nuclear de nueve megatones, la más potente en la historia de Estados Unidos. Cuando el misil explotó, la cabeza nuclear salió despedida hacia el bosque y desapareció en la noche.
“Estaba aturdido y dolorido, pero sabía que la bomba nuclear no había estallado”, me cuenta Devlin, “porque recordaba esas historias sobre Hiroshima en las que la gente había acabado hecha pequeñas briquetas de carbón. Yo estaba vivo. Por eso supe que la bomba nuclear no había detonado”. Aunque la cabeza nuclear no explotó, el accidente se cobró la vida de un aviador e hirió a otros 21, entre ellos Devlin.
Mientras me formaba como operador de misiles nucleares, mi instructor me contó la historia de lo que había ocurrido en Arkansas aquella noche de 1980. Es una historia famosa dentro de la comunidad. Historias como esta eran una forma de inculcar a los jóvenes oficiales la integridad necesaria para ser un buen administrador de estas armas y una advertencia de lo rápido que pueden salir mal las cosas. Tuve esa advertencia muy presente cuando empecé mi primera “alerta” en el claustrofóbico silo de misiles subterráneo que albergaba el centro de control de lanzamientos.
Pero en algún momento de mi trayectoria hacia las casi 300 “alertas” nucleares —turnos de 24 horas al mando de un equipo de lanzamiento— empecé a subestimar aquel relato, a considerarlo como una táctica para asustar a novatos. Del mismo modo, creo que tras el final de la Guerra Fría, el público en general dejó que la amenaza de la guerra nuclear pasara a un segundo plano. Para las nuevas generaciones, la amenaza nuclear no parecía real, como sí lo había sido para aquellos que crecieron resguardados bajo sus pupitres durante los simulacros de ataque nuclear en la escuela primaria.
El fallo humano
Las jóvenes tripulaciones que hoy en día administran este arsenal nuclear no son inmunes al malestar de la era pos-Guerra Fría. En 2013, durante mi primer año en la tripulación, 11 oficiales de ICBM se vieron envueltos en un escándalo de drogas. Al año siguiente, 34 oficiales de lanzamiento de ICBM estuvieron implicados en otro escándalo, esta vez por el uso de trampas en sus exámenes mensuales de aptitud.
Deborah Lee James, por entonces secretaria de la Fuerza Aérea, dijo: “Esto ha sido un fallo en la integridad de algunos de nuestros aviadores. No ha sido un fracaso de nuestra misión nuclear”.
En este intento de salvar la cara, James reveló el estado de disonancia con el que todos los operadores de misiles nucleares conviven. Se nos dice, día tras día, que nuestra integridad es crucial para el valor disuasorio de las armas nucleares y ayuda a hacer del mundo un lugar más seguro. Pero, ¿qué hombre o mujer íntegro podría ser capaz de lanzar un arma nuclear?
Como nos recuerda la guerra en Ucrania, la vida con armas nucleares no es más segura ni más pacífica. Si estudias las contiendas nucleares, aprenderás sobre “megatones”, rendimientos de fisión de un arma nuclear, arsenales y gastos presupuestarios. Esas cifras cuantifican el enorme peligro de las armas nucleares, pero también, al hacer abstracto ese peligro, lo ofuscan.
La experiencia de Greg Devlin con los misiles se tradujo en un conjunto de números diferentes. “Desde aquella explosión me han operado de la columna vertebral 13 veces y me han puesto dos estimuladores espinales. Viví la última década de mi vida a base de morfina”, dice Devlin.
Las armas nucleares convierten las partes más importantes de la vida en nada más que números. Ese es, exactamente, el proceso mental necesario para una sociedad que cree que el lanzamiento de un misil nuclear es una solución viable para un conflicto. Porque tras un ataque nuclear no habrá individuos, solo números.
Cole Smith es escritor y director. Tiene un máster en escritura de guiones por la Universidad de Columbia y sirvió en las Fuerzas Aéreas de EEUU como operador de misiles nucleares.
Traducción de Julián Cnochaert.
CS