¿Hay algo que todavía no se haya dicho sobre el 17 de Octubre de 1945? Desde hace casi tres cuartos de siglo, ese jalón fundamental en la historia del peronismo y del país todo es objeto de una interrogación siempre renovada. La razón de tanto interés no es difícil de identificar: un extendido consenso, al que suscriben intérpretes de todo tipo, sostiene que la jornada en la que el coronel Juan Domingo Perón fue rescatado por una movilización popular en la Plaza de Mayo de la prisión que, tras un golpe de palacio, le habían impuesto sus propios camaradas de armas, encierra muchas de las claves de la génesis de la fuerza política que desde entonces ha marcado como ninguna otra la historia contemporánea de nuestro país.
De allí que, cuando el recuerdo del 17 de Octubre de 1945 todavía estaba muy fresco en la memoria colectiva, ese evento extraordinario ya había sido elevado a la categoría de hito fundante del peronismo y convertido, además, en su fiesta máxima, bautizada con el nombre de Día de la Lealtad. Todavía hoy, luego de una larga travesía e importantes mutaciones, los herederos políticos de Perón continúan proclamando que las enseñanzas que les dejó ese día no han perdido vigencia. Como muestran las celebraciones que año a año vuelven a evocar los sucesos de 1945, en el seno de la hermandad justicialista todavía impera la idea de que el 17 de Octubre tiene un lugar de privilegio en el horizonte político de nuestro tiempo.
¿Pero qué fue, en rigor, el 17 de Octubre? Como toda organización política, la fuerza creada por el coronel Perón tiene sus mitos fundantes, su memoria ideológica, sus glorias y sus lutos, sus ritos y sus héroes. Contemplado desde este ángulo, el 17 de Octubre se les presenta a los peronistas como el evento que simboliza la comunión entre el pueblo y su líder, como el instante en el que las clases populares sellaron un pacto de lealtad con la figura que, de allí en adelante, habría de interpretarlas y conducirlas. A lo largo del tiempo, historias mínimas, evocaciones personales y relatos públicos de ese evento salidas de la cantera justicialista se han venido inscribiendo en esa gran narrativa del Día de la Lealtad.
Sin embargo, incluso antes de que los ecos de las palabras con que un Perón ya liberado de sus captores se dirigió a sus seguidores desde los balcones de la Casa Rosada en la noche calurosa del 17 de Octubre terminaran de apagarse, comenzaron a perfilarse los contornos de otros esfuerzos dirigidos a dotar de sentido a los sucesos ocurridos en la Plaza de Mayo. La apelación a la categoría de lumpen-proletariado sirvió para construir una primera interpretación que le restaba toda relevancia histórica a esa jornada. Esta aproximación sirvió, ante todo, para tranquilizar las conciencias de los críticos –conservadores, radicales, liberales o de izquierda– de Perón y de la dictadura militar a la que el coronel comenzó sirviendo pero que, desde el momento en que emergió victorioso de la pulseada del 17, funcionó como un mero instrumento al servicio del ambicioso proyecto político alumbrado por el vicepresidente de la nación.
Para hacer sentido de la idea de que nada importante había pasado ese día hay que ponerse en los zapatos de sus propagandistas y recordar que, por entonces, varios indicios parecían justificar ese cruel menosprecio. Al fin y al cabo, la cantidad de personas que concurrieron a la Plaza de Mayo a reclamar la liberación de Perón fue considerablemente menor que la que, casi un mes antes, el 19 de septiembre, se había lanzado a las calles desafiando a la dictadura envuelta en las banderas de la Marcha de la Constitución y la Libertad. En la primavera de 1945, el fragmento de la ciudadanía que estaba parado en la vereda de enfrente de Perón y del gobierno militar todavía parecía mayoritaria. ¿O es que ese amplio arco opositor que iba del comunismo al conservadurismo no representaba, casi sin excepción, a toda la Argentina política?
Luego de la victoria de la fórmula Perón-Quijano en las elecciones presidenciales del 24 de febrero de 1946, y de los dos triunfos electorales oficialistas que le siguieron en 1948, la credibilidad de la visión que descalificaba a Perón como un mero demagogo de inclinaciones filo-fascistas recibió una desmentida frontal. Reducir al peronismo a la alianza entre una elite dirigente de inclinaciones autoritarias y una banda de marginales a sueldo de la Secretaría de Trabajo no permitía entender el amplio apoyo popular que rodeaba a esa Argentina que se transformaba al calor de un vasto reclamo de justicia social. Sin embargo, para que el significado del 17 de Octubre sufriera un cambio radical fue necesario esperar a que, en la segunda mitad de la década de 1950, los sociólogos tomaran la palabra. El que abrió el camino fue el incisivo Gino Germani, el gran referente de esta disciplina en nuestro país.
Germani y sus seguidores y críticos ofrecieron contribuciones que, vistas en conjunto, sentaron las bases de una sofisticada interpretación sobre el origen y la naturaleza del peronismo. No parece arriesgado señalar que ese esfuerzo colectivo todavía hoy se erige como el aporte más valioso de la reflexión sociológica a la comprensión de la trayectoria histórica de nuestro país. A lo largo de medio siglo de progresos analíticos, que comprenden las contribuciones fundacionales de Germani y las igualmente clásicas de Juan Carlos Torre y Daniel James, ese complejo fenómeno que fue el primer peronismo se volvió inteligible.
Hay que señalar que, pese a todas sus evidentes diferencias de enfoque e interpretación, los autores que sentaron las bases de nuestra visión del origen del peronismo trabajaron sobre un suelo de ideas común. De hecho, todos ellos inscribieron al 17 de Octubre en un relato cuyo punto de arranque es 1930, esto es, el momento en el que el país fue impactado por la Gran Depresión y se vio obligado a navegar por las gélidas aguas de la Década Infame. De allí que, en todos estos relatos, la historia del 17 de Octubre –y más en general la historia del origen del peronismo– es presentada como la reacción de una clase trabajadora crecida en importancia al calor del desarrollo manufacturero pero políticamente marginada que, en octubre de 1945, por primera vez en su historia, alzó la voz en la vida pública para condenar un orden sociopolítico excluyente. Un tema común que recorre esa reflexión es la idea de que el peronismo fue el canal a través del cual emergió en nuestro país un sistema de poder estructurado en torno al mundo del trabajo organizado y sus instituciones representativas y, visto de manera más panorámica, el canal a través del cual la Argentina se forjó como una sociedad urbana e industrial.
Ahora que este sueño de progreso económico y social ha dejado de acompañarnos, y que el peronismo ha adquirido otra morfología y nuevos significados, podemos advertir con claridad algunos puntos ciegos de esta épica del avance de la moderna sociedad industrial. El ocaso del país de las fábricas de grandes chimeneas invita a mirar la saga del origen del peronismo bajo otra luz. Lo primero que hay que decir es que la reflexión sobre el lugar del 17 de Octubre en la trayectoria histórica nacional prestó muy poca atención a todo lo sucedido antes de 1930, que en todos estos relatos aparece borroso y con frecuencia irrelevante. Así, por ejemplo, los estudios que mencionamos parten de la premisa (errónea) de que la Argentina sólo se asomó a la era industrial como consecuencia del cierre de la economía que siguió a la Gran Depresión, ignorando que el crecimiento manufacturero fue más pujante en el medio siglo previo a 1930 que después de esta fecha. En efecto, para 1930, la Argentina era por lejos el país más industrializado y más proletario de América Latina. Lo que nació tras la Depresión fue un conjunto específico de políticas dirigidas a estimular el crecimiento manufacturero, la industrialización por sustitución de importaciones, no el mundo de la industria a secas.
Aún más problemático es el hecho de que esta aproximación también olvida que antes de 1945, e incluso antes de 1930, la política popular ya tenía una larga y rica historia en nuestro país. Una historia hecha no sólo de rechazos al orden establecido sino también de participación en la vida pública, muchas veces signada por aspiraciones de incorporación. Tanto es así que ya en 1900 los obreros habían marchado a la Plaza de Mayo para escuchar discursos pronunciados desde los balcones de la Casa Rosada. La Plaza de Mayo, un libro fundamental de Silvia Sigal, cuenta esa historia y nos muestra que, a lo largo de más de medio siglo, una y otra vez, movilizaciones de todo tipo recorrieron el centro de la ciudad. Lo más relevante: mucho antes de que Perón ingresara al escenario político el país ya había conocido una experiencia de politización popular de enorme impacto y relevancia –cuyo emergente más emblemático fue el radicalismo de Yrigoyen– que por más de una década no sólo había llenado plazas y calles sino que también elevó los niveles de participación electoral a un umbral apenas inferior al de la era peronista (con un máximo de 80 % del padrón en la elección de 1928).
¿Por qué es importante tener en cuenta este pasado? Porque nos recuerda que cuando Perón comenzó a interpelar a los hombres del común, éstos ya tenían una considerable experiencia como actores de la vida pública. Los trabajadores argentinos de la década de 1940, tanto en el campo como en la ciudad, no eran masas privadas de referencias políticas, o que sólo veían el mundo a través del lente empañado que les proveía el paternalismo de los caudillos de las provincias del interior atrasado o la retórica encendida de la izquierda política y sindical. Los radicales y, en menor medida, los conservadores, así como otras agrupaciones partidarias, habían sido por un cuarto de siglo sus más importantes puntos de referencia, y en torno a esas formaciones partidarias y sus líderes se habían edificado lazos de una intensidad considerable. Tener presente este cuadro es importante porque nos invita a recordar que, para desligar a esos votantes de los vínculos que estructuraban y daban sentido a su condición ciudadana, el nuevo aspirante a la Casa Rosada tenía por delante una tarea difícil. No operaba en un vacío político. Y eso significa que, para ganar adhesiones, tenía por delante la difícil tarea de formular promesas no sólo atractivas y creíbles sino también muy generosas.
En estas circunstancias, la construcción de un vínculo carismático sólido y duradero no puede concebirse como la obra de un instante o de un momento de inspiración. Contra lo que sugiere el relato peronista –que, por cierto, muchos analistas posteriores han hecho suyo–, la forja de una relación social de esta naturaleza es una tarea compleja, que reclama un esfuerzo sistemático y sostenido en el tiempo, y que no puede sintetizarse en la fórmula simplista que evoca el amor a ciegas o el amor a primera vista. Para completar el cuadro tengamos presente que a mediados de octubre de 1945 la intensidad del compromiso del régimen militar y de su vocero Perón con la agenda de la reforma social todavía constituía un interrogante que no admitía una única respuesta. Es claro que ya en 1944 la actitud hacia el mundo del trabajo del Estado que Perón simbolizaba había comenzado a cambiar, pero todavía en octubre de 1945 sus iniciativas más importantes tanto en el plano de las creaciones institucionales como en el de las retribuciones materiales y simbólicas pertenecían al incierto territorio del porvenir. Para la mayor parte de los trabajadores argentinos, la figura de Perón todavía constituía un verdadero enigma. Un enigma con muchos rasgos seductores, pero un enigma al fin.
¿Qué implica este dilema al momento de interpretar el 17 de Octubre? Que esta fecha singular se entiende mejor si la concebimos no tanto como el Día de la Lealtad sino como el Día de la Apuesta popular por Perón. Esto es, como la jornada en la que, inspirados y esperanzados por el discurso de reparación social del vocero más carismático de la dictadura militar, muchos trabajadores decidieron apostar en su favor. Este tipo de razonamiento nos ayuda a dar cuenta del comportamiento de muchos de los votantes que, en la elección presidencial que tuvo lugar cuatro meses después, el 24 de febrero de 1946, decidieron correr el riesgo de apostar en su favor. Pues allí otra vez se puso de manifiesto que, más que invocar un sentimiento de lealtad edificado al abrigo de una relación carismática ya madura y asentada, Perón solicitaba el voto de las mayorías apelando a una promesa de cumplimiento incierto, entre otras cosas porque para entonces no era posible adivinar si su autor era un adalid de la justicia social o, como no se cansaba de repetir el arco opositor, el atractivo mascarón de proa de una dictadura militar por cuyas venas corría sangre reaccionaria e integrista. Y como todo sujeto que carga con una historia crediticia reciente y con costados tan problemáticos, para concitar esos apoyos condicionales y reversibles Perón no tuvo más remedio que tender una mano generosa y entregarle a sus votantes un oneroso pagaré.
Cuando el 4 de junio de 1946 –en el aniversario del golpe de 1943– juró como presidente constitucional, Perón sabía bien que no podía demorarse en honrar esa promesa de pago, a riesgo de que, si faltaba a su palabra, sus votantes de la víspera, muchos de los cuales aún no se habían transformado en peronistas, le dieran la espalda para reconstruir el vínculo que por más de un cuarto de siglo los había unido con radicales, conservadores y socialistas. Considerando la débil posición de Perón ante sus votantes, y su imperiosa necesidad de revertirla, ¿a quién puede sorprenderle que el trienio 1946-1949 fuese testigo de la revolución distributiva más formidable de la historia argentina, una revolución que incluso al propio Perón siempre le pareció excesiva? ¿O que, desde 1950-51, una vez que tuvo claro que por fin se había ganado la adhesión de esas mayorías, sacara el pie del acelerador distribucionista y pusiera en marcha un programa de ajuste dirigido a restaurar los equilibrios macroeconómicos desbaratados durante esos tres años tan generosos pero, también, tan necesarios para asegurar la consolidación de su ascendiente político?
En síntesis: este razonamiento nos invita a concluir que la constitución del vínculo carismático entre Perón y sus seguidores debe pensarse, más que como un súbito alumbramiento que el 17 de Octubre escindió en dos a la historia argentina, como un fenómeno histórico que fue cobrando envergadura y solidez al calor del impacto de la política pública desplegada no tanto antes sino, sobre todo, después de esa jornada memorable. En 1945, la lealtad era un proyecto apenas bosquejado, cuya verdad última residía en el futuro. Un quinquenio más tarde las cosas ya eran muy distintas, a punto tal que para 1950 o 1951 el enorme ascendiente de Perón sobre las mayorías le permitía no sólo celebrarse a sí mismo en el Día de la Lealtad sino también movilizar este sentimiento para producir un tipo de política pública que no tenía nada de popular sin pagar precio alguno en las urnas. La mejor muestra de ello es que recién en esos años el jefe de la Nueva Argentina por fin creyó posible poner los cimientos del programa económico en el que siempre creyó pero que, urgido por la necesidad de lanzarse a la conquista del apoyo de las mayorías, hasta entonces había tenido que resignar. Entonces nació, de la mano de Alfredo Gómez Morales y su plan de estabilización de 1952, un justicialismo más amigo del capital y la inversión y menos amigo del trabajo y el consumo y, por tanto, decidido a avanzar a ritmo más pausado –pero a esa altura también más seguro– hacia la conquista de la justicia social.
La trayectoria de ese peronismo que vive en permanente tensión entre la acumulación y la distribución no fue lineal y no siempre fue exitosa, pero por largo tiempo permitió que los herederos políticos de Perón preservaran su relación con las glorias del momento 1945-46. Desde hace una década, sin embargo, y como una víctima más de una Argentina que se hunde cada vez más en el barro como consecuencia de sus dificultades para encontrar un norte productivo, el justicialismo no ha hecho sino suscitar frustraciones entre los más postergados. Hoy vivimos tiempos oscuros, que invitan a plantearse preguntas inquietantes sobre el futuro del lazo entre el peronismo y las clases populares. Y ello al punto de que el legado del Día de la Lealtad, dicen algunos, ya no sirve para iluminar nuestro tiempo, y tampoco puede ayudar a la comunidad peronista a conquistar nuevos triunfos.
Frente a estos diagnósticos apresurados, se impone una cuota de prudencia. Es demasiado temprano para dictaminar si el otrora poderoso mito del 17 de Octubre ha perdido todo valor para inspirar la acción política y, sobre todo, es demasiado pronto para concluir que el justicialismo ya no está en condiciones de volver a construir un proyecto de poder capaz de movilizar las esperanzas de progreso de los más postergados. Una cosa es segura, sin embargo. El debilitamiento de los lazos políticos entre el peronismo y las mayorías que signa nuestro tiempo nos coloca ante un horizonte original merced al cual, erosionadas las certezas del pasado, podemos interrogarnos más libremente sobre los procesos que hicieron posible la constitución del peronismo como un actor fundamental de la vida pública y, sobre esta base, plantearnos nuevas preguntas que nos ayuden a entender mejor la huella que dejó en nuestra historia. El Búho de Minerva, nos recuerda Hegel, siempre levanta vuelo al atardecer.
RH