Marzo es el lunes del año. El comienzo. Su primera semana es esa gran hoja en blanco, con todo por hacerse. El inicio de las clases, el inicio de las sesiones legislativas y, todavía más con el año cumplido del primer caso de Covid-19 en el país, un gusto extraño en la boca de momento ciertamente inaugural, el arranque de la agenda de –alguna– forma de presencialidad. Marzo, ese cartel de neón que dice “futuro”. Pero también es un mes cargado de pasado. El mes de las pascuas, el mes de las efemérides y las misas laicas. Dos hilos lo recorren: el 24 de marzo, Día Nacional de la Memoria, la Verdad y la Justicia –que recuerda el nunca más a la dictadura– y, el próximo lunes, 8 de marzo, Día Internacional de las mujeres, lesbianas, travestis, trans. Vida y muerte, muerte y vida. La primera vez que se homenajea este día es en 1909. En 1911, apalancadas por este impulso, un grupo de trabajadoras realiza una huelga por mejoras laborales en una fábrica textil de Nueva York. Allí mueren incendiadas más de 140 mujeres. Aunque el “Día de la mujer” comienza dos años antes de ese hito inaugural de la huelga, se internacionaliza después. Las grandes transformaciones políticas se fundan sobre la muerte. Esos cuerpos logran que el 8 de marzo se incorpore al calendario de la agenda pública de cada vez más países.
Este lunes hay, como desde 2017, la convocatoria a un Paro Internacional de las mujeres y las disidencias sexuales. Es la primera vez que en un 8 de marzo el aborto es legal, seguro y gratuito en la Argentina, y esa conquista histórica imprime las fuerzas para seguir las luchas por lo que falta: en estos meses de 2021 se registraron 47 femicidios, prácticamente uno cada 30 horas. El crimen de Úrsula Bahillo vuelve a mostrar, a través del nombre propio, la aspereza de una realidad que no cesa y duele: la muerte de mujeres por varones. Aunque la discusión es, también, sobre las formas de vida, que el Covid-19 y las distintas formas de aislamiento, han puesto en jaque: el problema de las desigualdades en el acceso a la vivienda, la alimentación y la salud, la reorganización del trabajo (rentado) y el trabajo del cuidado, el cumplimiento efectivo de la educación sexual integral (ESI). Las mujeres y las disidencias sexuales han estado, no exclusivamente, en la línea de fuego de muchas de esas batallas, al sostener este mundo y, a la vez, impulsar nuevos: en la asistencia a personas privadas de su libertad, en merenderos en los barrios, en los mandados que ayudan a señoras mayores, en la docencia a través de las pantallas o improvisadas ante sus hijos, en redes de amigas contra la violencia de género en barrios privados después del femicidio de Silvia Saravia. Ninguna enumeración alcanza a rozar ese volcán.
Marzo, este mes político (el 1, el 8, el 24) trae un día pero también un año. 1973: el año de las mujeres. De la casa a la calle, de la casa al recital, de la casa a la escuela, de la casa a Ezeiza, de la casa a la comisaría, de la casa a la cita. No es una hipótesis histórica; es una hipótesis, digamos, literaria (la literatura, ese arcón en el que para decir verdades podemos fundarlas en mentiras). Ese marzo tiene otro día, el 31, cuando se realiza el –suspendido por la lluvia– Festival del Triunfo Peronista para festejar la victoria de Héctor Cámpora y cuenta en la organización con la figura magnética de Jorge Álvarez (su legado es el del cruce de la modernización –casi aristocrática– y el del peronismo). En el afiche –entre bandas como Pescado Rabioso, Color Humano y Pappo’s Blues– está el nombre de “Gabriel”, cuando se trata, en verdad, de la única mujer invitada a subir a ese escenario: Gabriela Parodi. Gabriela, quien es –como la anuncian en “Rock hasta que se ponga el sol”–, la primera cantante de rock argentino (su exquisita voz puede escucharse en el documental sobre B.A. Rock, que forma parte de la entrega de esta semana de Mil Lianas, de Agustina Larrea). En esa “a” perdida, extraviada, faltante está la adrenalina y la falla de una época, aquello que le es indigerible. En ese momento cumbre de rock y política hay una mujer, aunque no se la pueda escribir (nombrar). Muchas investigadoras han analizado y vuelto a contar estos setenta, los del cielo por asalto, los crudos.
“Entre la entrada en La Habana de los guerrilleros vencedores de la Sierra Maestra y el derrocamiento de Salvador Allende y la cascada de regímenes dictatoriales en América Latina hay catorce años prodigiosos. Un período en el que todo pareció a punto de cambiar”. Con esta cita de Claudia Gilman empieza el libro de Patricia Sepúlveda Mujeres insurrectas: condición femenina y militancia en los setenta. Entre esos años, 1973, el más abrasivo y sublime de nuestra historia política, pesa por ser el último estertor del sol. A veces un año es una gota para mirar hasta la obsesión, un microscopio de discusiones. Una época, hija de la clase media o de una tensión específica de imaginarios de la clase media (cuando, por momentos, las organizaciones funcionan también como una ascensión de clase para muchas), en la que –no sin roces– “juventud” es el nombre de la escala cada vez más marcada de las mujeres que participan en política y son parte del rock. Ni siquiera sólo para quienes efectivamente son militantes o rockeras sino para todas esas chicas, esas que llamo “hermanas menores”, la prima de alguna montonera, la amiga que una vez cayó en cana de casualidad, la que logró ir a un recital de carambola en un pueblo, las primeras trabajadoras o estudiantes de su familia en algún lugar del centro, las que se enganchan con Rolando Rivas, taxista o con las bajas pasiones de las melodías de Leonardo Favio. Ese mismo año es, no casualmente, la Fundación de CTERA: las maestras se nombran como “trabajadores de la educación”. Y así.
Las fotos
En 1974 la fotógrafa, periodista y escritora Marta Merkin cubre para “Noticias Argentinas” la despedida tras la muerte de Perón. Las fotos nunca son publicadas y ella no se queda con las copias de los negativos. Tal como relata su hija, Inés Ulanovsky, en esa joya inclasificable que es Las fotos, un día, varios años después de su muerte, mientras Ulanovsky trabaja para el Archivo Nacional de la Memoria, esas imágenes aparecen en un sobre que tiene en la portada la letra manuscrita de su madre. Al cumplirse los cuarenta años de la muerte de Perón las imágenes se publican en Infojus. Merkin tiene el 73 en sangre: trabaja en el Centro Editor de América Latina, es foto-reportera, exiliada en México junto con su marido Carlos Ulanovsky y su familia y, ya en democracia, conduce el emblemático ciclo radial “Ciudadanas”, junto con Annamaria Muchnik. Participa de Días de radio y es autora, entre otros, de la biografía de Camila O' Gorman y Los Lugones, además de haber sido por años directora de la colección Mujer de Sudamericana y productora de televisión en envíos periodísticos y de programas como “Letra y música”.
La foto que encabeza este texto es de los años setenta. Le hago decir al deseo que es, exactamente, de 1973. Si le erramos es por muy poco. Marta Merkin está delante, tan fulgurante como estoica, de cientos de varones probablemente armados. No hay remate que le haga justicia. Una madre muerta es un archivo (permanente). Y no hay fotos de Merkin en esta pandemia, quien muere en 2005. Pero algo de ella, de esa firmeza, de esa seducción, está en las fotos que vemos compartidas en los grupos de WhatsApp, las redes sociales, los correos. Las chicas de los recitales, las muchachas de la JP, las hermanas mayores y menores, las pioneras de la segunda mitad del siglo XX, ahora capturadas con barbijos, esos pelos en general cortos o con canas, el maquillaje justo, elegantes, adustas; estatuas griegas vernáculas con una curita en el medio del brazo, a la altura en la que en algún momento quizá llevaron la insignia, hoy llevan el testimonio de la Sputnik. El nudo en la garganta: los celulares llenos de ellas, señoras hoy mayores de 60, grupo de riesgo, aliviadas por esos anticuerpos orientales. Una vacuna rusa que viene a salvarlas de ese último e inesperado coletazo que el perro chico de este siglo gelatinoso trae encima. Cuerpos que superponen tiempos, los astillan, y nos dejan perplejos y perplejas: un pozo del que siempre sale más agua, aunque a veces el agua parezca petróleo. De ese petróleo, como de toda búsqueda del pasado, importa –como propone Gastón Gordillo– qué hacer antes esos restos, esos escombros, advertidos de no “fetichizar”. Los setenta, o 1973, no es una tierra prometida: es una napa subterránea, radioactiva. Un diamante que explota en la cara. Un hilo plateado que conecta con este presente llagado y desafiante, al que no le podemos dar la espalda. A esa radioactividad, como sea y donde sea: feliz día.
FA