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OPINION

A 20 años de la masacre de Cromañón: con el peligro a cuestas

República Cromañón, en la calle Bartolomé Mitre al 300, sigue hoy en pie.
30 de diciembre de 2024 06:41 h

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Me cuesta reconocer que nuestro imaginario está hecho de instantes de TikTok. Que algunas cosas que creemos haber visto no nos pasaron en realidad. Tampoco formaron parte de nuestro inconsciente en sueños. Son retazos de la vida de otros, editadas para un fin común. El tiempo que dejamos en el celular no muere ahí, es después que nuestro mundo simbólico se empieza a llenar de retazos sin origen ni identidad. Gajes de la época. En medio de esa protesta, recordé un video muy breve que transcurre en el Río de la Plata. La espesura del agua oscura en un vaivén que apenas se nota y allá a lo lejos, la cabeza de una perra mestiza y diminuta que viene nadando. Imposible saber hace cuánto tiempo. La perra nada en la inmensidad sin un destino fijo. Nada para llegar a ninguna parte, viniendo, quizás, de ninguna parte también. Entonces una pareja en mallas modernas que anda navegando por ahí le lanza un salvavidas y la perra lo ataja con la boca, con un mordisco delicado. El cansancio es visible en la cara de un perro. No es algo que pueda explicar ahora mismo, pero no existe lugar para la duda. La perra se sube al bote sin ánimos de sacudirse, siquiera. Tiembla en los brazos de esa chica que la acaricia como puede, sin miedo a mojarse.  El río eterno sigue ahí pero la perra encontró, de alguna manera imprecisa, un punto de llegada. El estar a salvo significa que no tiene que nadar más. Que puede estar quieta. Y muchas veces estar quieto es sinónimo de armonía. ¿Pero por qué vuelve ese video ahora, con tanta insistencia? ¿Qué trae, más allá de la anécdota de un rescate? 

Este lunes 30 de diciembre se cumplen veinte años de la masacre de República Cromañón. La noche de más de treinta grados en el año 2004, la candela o el tres tiros que prendió en el techo del boliche de Bartolomé Mitre al 3000 mientras empezaba el último recital de Callejeros, de una trilogía de conciertos esperadísimos, de una banda de integrantes que no tenían más de veinte años cada uno, en pleno apogeo de su carrera musical. La chispa que sobrevoló encendió el techo al instante, por la mediasombra que lo recubría, dejando que se liberara un humo tóxico que se asemejaba a respirar cianuro. El número de víctimas es el conocido, 194 pibes y pibas, pero con el correr de los años ese número creció. Se fueron sumando, poco a poco, los sobrevivientes que no pudieron soportar haber logrado salir y en ese sopor infinito decidieron quitarse la vida. En palabras de una sobreviviente: si ya la habían perdido ahí dentro, ¿qué más daba? 

Del 2005 a esta parte, la causa dio infinitos giros y hasta hoy hubo 21 condenas de un total de 26 imputados. Solamente 18 fueron a prisión. Casi todos los condenados hoy están en libertad, entre ellos los músicos, excepto Eduardo Vázquez, el exbaterista de la banda, que continúa preso por el femicidio de su esposa Wanda Taddei, a quien prendió fuego. República Cromañón sigue hoy en pie. Es una reunión de persianas bajas con murales que, entre otras cosas, señala: Porque los sueños son nuestro estandarte. Y al lado de la puerta de entrada, una lista en orden alfabético –el detalle de la cronología es un poco escalofriante– señala los nombres y apellidos de cada una de las víctimas. 

Gracias a agrupaciones de familiares de víctimas y sobrevivientes, durante el gobierno de Alberto Fernández la ley de expropiación de Cromañón fue reglamentada, pero con el cambio de gestión la posibilidad de construir en ese lugar un espacio de memoria está detenida. ¿Por qué? Porque no entra en la lista de prioridades del Gobierno. ¿Por qué? Porque son tareas que exigen un Estado presente. ¿Y entonces? Un Estado presente genera mucho gasto y en este momento, ese paradigma está siendo atizado. 

Es cierto que las cifras redondas invitan a la reflexión social. Cromañón es un puntazo que se hace presente siempre a fin de año, entre brindis con sidra y buenos deseos. Pareciera formar parte del cosmos sonoro del inicio del verano y de las vacaciones. Es algo que sobrevuela y que no se irá, para algunas generaciones quizás más que para otras, me incluyo. Pero las cifras significativas tienen una utilidad y es justamente la de generar una comunión más abarcativa alrededor de un hecho. Más allá de repasar las anécdotas más escabrosas que dejó Cromañón, como suelen hacer muchas zonas más extremistas del periodismo (no puedo no pensar en una entrevista para un medio digital en el que un joven periodista, en un afán maquiavélico y codicioso, le pregunta a una sobreviviente qué fue lo peor que vieron sus ojos la noche del incendio. Como si esa pregunta pudiera hacerse. Ella llega a responder, en un manotazo visible, que prefiere no hablar de eso), la fecha que indica una doble década podría ser útil para revisitar qué falta hacer todavía, qué necesitamos aún y qué es importante no dejar ir. 

Entre muchos otros agravantes, Cromañón fue el resultado de muchos años de negligencia estatal en Argentina. Históricamente, ir a ver rocanrol en lugares cerrados era una práctica kamikaze que nadie quería revisar porque hacerlo era poner orden y control y hacer eso era asemejarse a la policía, y en tanto y en cuanto a la sociedad no le afligiera demasiado, el Estado no se encargaría de regular de manera fiel los aforos. No digo nada nuevo cuando digo que Cromañón podría haber pasado muchos años antes, con cualquier otra banda, en cualquier otro espacio cerrado, sin ventilación, con goteras cayendo sobre guitarras enchufadas y con pogos de gente saltando, colérica, mientras encendía cigarrillos y fuegos artificiales que iban a parar al techo o al cuerpo de cualquiera que se interpusiera en su camino. Como dijo el Indio Solari en una entrevista: Cromañón era una bomba de tiempo que la industria musical se pasó de mano en mano y le explotó a Callejeros en diciembre del 2004. Argentina venía de un proceso crítico con la debacle del 2001, con una economía en lenta reconstrucción que incluía  un Estado cuasi fantasma que tenía, evidentemente, infinitos incendios más inmediatos que apagar. El gobierno de Néstor Kirchner era algo en lo que nadie creía todavía. La principal preocupación era el endeudamiento argentino. ¿Quién iría a salvarnos? ¿Había alguien ahí? 

El rocanrol fue la salida inmediata. El reclamo a las instituciones, la descarga emocional y hormonal era concreta e infinita. Nadie quería que nos quitaran eso. Mientras los adultos se encargaban de reconstruirse, los jóvenes queríamos gritar hasta arruinarnos la garganta para después caminar por las calles de Buenos Aires, en plena noche, hasta que amaneciera, sin preocuparnos por nada más. Habíamos visto lo peor en la televisión y también en nuestras casas. Habíamos visto morir a la clase media y a nuestros padres y madres infartados por la pérdida total o parcial de todo lo que habían conseguido hasta acá. ¿Quién podría quitarnos, por ejemplo, tres shows consecutivos repletos de candelas, foguetas de tres tiros y bengalas? La inconsciencia era un legado epocal. Se actuaba con el peligro a cuestas o nada. En un país social y económicamente roto, el Estado no existe y esa falta deja el terreno liberado para que este tipo de catástrofes echen raíz. Más allá de mirar el aniversario con ojos tristes, quizás sea imperioso reconocer las grietas de una Argentina que se parece bastante, quizás, a esa que tuvimos veinte años atrás. Ahí donde el riesgo país es lo suficientemente bajo como para hacer crecer la imagen positiva de un candidato pero donde no tenemos, por ejemplo, un Estado que regule los fondos para la salud pública, para la educación pública, para los medicamentos gratuitos para jubilados, pensionados y pacientes de enfermedades crónicas que tienen que decidir seguir costeando sus tratamientos o comer. Mucho menos, por ejemplo, pensar en la regulación de habilitaciones de espacios públicos. ¿Estamos a salvo? 

Cuando veo las fotos de las víctimas de la masacre de Cromañón impresas en paneles sobre la calle Bartolomé Mitre, en el santuario actual, sólo puedo ver infancia y apenas algo de  juventud. Insiste la infancia. Algo que, cuando yo tenía quince años y asistía a recitales de Callejeros, El Bordo o Los Piojos, no veía en absoluto. Todos esos chicos que estaban alrededor mío encendiendo cigarrillos antes de entrar a un show eran personas que sabían lo que hacía. Que sabían cuidarse por sí solas y que tenían ideales establecidos, fanatismos inquebrantables. Parecían saber qué defender y qué dejar de lado. Yo admiraba esa opulencia. Gente sabia con flequillo que tenía que llevar adelante su cuerpo joven, pero que parecía ya haberlo vivido todo. Yo tenía 15 años y muchos de ellos también, quizás más, quizás menos, y ni ellos ni yo sabíamos tanto. Quizás nada. Muchos de ellos entraron al show de Callejeros del  30 de diciembre con sus ideales intactos. Y muchos no salieron. Y al fin y al cabo no eran ni tan grandes ni tan idóneos. Eran solo unos nenes. Esos mismos que veo ahora en las fotos carnet que los conmemoran, con pieles tersas y pelo abundante, llenos de colágeno, de acné  y de ganas de sonreírle a cualquier extraño que les sacara una foto, porque sí, porque ¿por qué no? 

La perra que nadaba en la inmensidad del río habiéndose olvidado qué buscaba, se parece un poco a este instante. Sabemos quiénes somos, qué recordamos, pero estamos un poco a la deriva. Nuestro cuidado no depende solamente de nosotros. 

CF/DTC

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