Hace muchísimo tiempo Osvaldo Umérez -psicoanalista del que sigo aprendiendo, aunque él ya no esté- me dijo: “si uno no quiere a los pacientes, los pacientes se van” (eso no significa que esa sea la única razón por la que los pacientes se van, a veces se van aunque uno los quiera). Pienso en eso cada vez que vuelvo sobre la relación tan, pero tan inédita que es la relación entre analista y paciente. ¿Qué clase de querer es ese que se pone en juego en el analista? ¿De qué modo uno quiere a los pacientes? Porque formas de querer hay muchas, formas del amor, también.
En principio diría que es un querer que no es querer algo en particular. Querer a los pacientes no es querer, por ejemplo, como algunos padres quieren a sus hijos: “lo único que quiero es que sea feliz”, “lo único que quiero es que no sufra”, etc. Tampoco es querer su bien, en el sentido del “te lo digo por tu bien”. Tampoco es querer ayudarlos, porque la ayuda, como dice Jorge Jinkis, es siempre un ejercicio de poder. Tampoco es sufrir por ellos, porque nadie puede sufrir en el lugar del otro. Menos que menos es un querer que conduzca al cuidar. No se trata ni de caridad, ni de filantropía. Porque si se trata de tocar, de rozar algo de la libertad en un análisis entendido como experiencia amorosa, es preciso hacer del ejercicio analítico un ejercicio del descaridar, neologismo que Lacan escribe y que Allouch retoma para pensar de qué clase de libertad se trata en un análisis, de qué ejercicio se trata cuando un analista se dirige a la libertad del otro. Dice Allouch: “El descaridar lacaniano es un ‘desquerer’, no es no querer, sino querer-des. [...] el des, privativo, erradica eso que acarrea la caridad”.
Creo que se trata, entonces, de un querer a secas. Parafraseando a Barthes, diría “querer: verbo intransitivo”. Un querer que no tiene un objeto, ni una intención, ni una finalidad. Un querer que es más bien hacer lugar, un lugar inédito, para que se pueda pensar lo impensado y lo impensable, para que se puedan desplegar las distintas capas del sufrimiento, los rollos del malestar; para que se puedan abrir los pliegues del cuerpo hasta encontrarse con lo inusitado. No hay forma de que eso ocurra si un analista no quiere al paciente. No querer el bien, no querer curar es, justamente, lo que posibilita un querer.
El particular querer de un analista es un querer que no es respuesta al querer del paciente, ni es tampoco demanda de amor. No hay correspondencia, ni hay reciprocidad. No hay como respuesta un “yo también”. Uno le dice a un amigo o a un amor “te quiero”, el otro contesta: “yo también”. Quizás ahí radique la diferencia del querer del analista, no arma ese “yo también”. El querer del analista no es producto de ninguna reciprocidad. Porque no hay reciprocidad -tampoco la hay en otras relaciones amorosas, pero de eso no queremos enterarnos- ni correspondencia. Como si dijéramos: uno quiere al paciente pero no por lo mismo por lo que él nos quiere -incluso por lo que a veces nos odia- a nosotros. Tampoco por el hecho mismo de que nos quiera. “Mi estimado”, “queridísima”, “mi querida amiga”, “querido”: hay sobrados testimonios de estos vocativos con los que Lacan se dirigía a los pacientes al recibirlos.
De los afectos del analista se habla poco, quizás porque las nociones de abstinencia y neutralidad -como si el deseo del analista pudiera ser neutral- se llevan puesta la dimensión de aquello que le pasa al analista. Como si la neutralidad y la abstinencia significaran que a un analista no tiene que pasarle nada con los pacientes. Lo que no le tiene que pasar, sin dudas, es que su escucha esté contaminada con lo que a él le pasa -en su vida, en su fantasma-. Eso no significa que a uno no le pase nada con lo que escucha. Hay toda una escuela de psicoanálisis que pretende que los analistas sean una especie de máquinas cínicas desafectivizadas. Y hay mucho discurso dando vueltas de que si el analista se encuentra afectado, es porque está haciendo mal las cosas. Lamentablemente hay todo un psicoanálisis que confunde abstinencia con desafectivización.
De lo que se trata, por supuesto, es de separar esos afectos de la respuesta transferencial. Uno no responde en la transferencia desde esos afectos, pero tampoco lo hace sin esos afectos. Y no me estoy refiriendo a la contratransferencia -que desde la lectura de Lacan es inseparable de la transferencia-, sino de los afectos. De los afectos en el sentido en que el cuerpo del analista también es afectado, tocado en la transferencia. No podría no serlo. A menos que la posición del analista sea la posición de un cínico. ¿Cómo podríamos no conmovernos ante una tragedia que vive un paciente? ¿Cómo podríamos no alegrarnos ante una buena noticia muy esperada por un paciente? ¿Cómo podríamos no emocionarnos? No se trata de que eso ocurra por identificación, justamente. No es lo mismo que nos puede pasar cuando una cosa nos afecta porque nos toca algo propio. Se trata de lo contrario: uno se afecta en ese espacio que se abre entre y que no es ni del otro ni de uno. Es un espacio otro, es la otredad hecha espacio. Es quizás eso que dice Didi Huberman siguiendo a Merleau Ponty: “el acontecimiento afectivo de la emoción es una apertura efectiva -una apertura: lo contrario de un callejón sin salida-, una suerte de conocimiento sensible y de transformación activa de nuestro mundo”. El mundo del analista también es transformado en ese espacio, pero no el mundo personal -aunque también puede serlo-, sino el mundo singular que se abre en esa situación.
José Luis Juresa dice: “En psicoanálisis siempre fue un tema de angustioso debate qué significa para el analista ocupar el ”lugar del muerto“. Como era de esperar, el sentido común ganó la avanzada y enseguida postuló que el muerto es el analista, esa pobre persona que se carga encima –en ese caso– un cadáver, para entregarse así a la ímproba tarea de ponerse todo pálido, de labios morados y costumbres rituales, haciendo de su consultorio una cripta y buscando no dejar rastro que denuncie la existencia de una vida. Esa ”abstinencia“ o ”neutralidad“ llevada al absurdo, o a lo cómico, logró confundir a muchos. Otro ejemplo es la costumbre típicamente criticada por muchos pacientes: los analistas que no hablan. Eso expresa mucho más el temor a que se note algún rasgo de existencia que una supuesta objetividad, en la que no decir casi nada sería la garantía de interpretar sin apelar al fantasma personal. Claramente, se trata de la ritualización obsesiva de los analistas que llevan su propio lugar de muertos al lugar del analista”.
Y entonces me acordé de lo que señala Pontalis: “me opongo a esos analistas que confunden su mutismo obstinado (figura de la muerte) con ese telón de fondo, ese hueco que permite que todas las voces resuenen”. Ahuecar para que haya resonancia. No responder desde lo propio, no responder desde el fantasma o desde la propia ideología, no implica no estar afectado. Creer que uno no es afectado por eso que pasa ahí, es suponer que uno puede hacer de su cuerpo una máquina. El paciente no es ni un amigo, ni un familiar, ni un amor, ni un extraño. La relación que se establece, esa relación entre-dos, es un lugar absolutamente inédito, inaudito, original. Un lugar que sólo puede fundarse en esa situación tan particular que es el análisis. Lo que creo es que no hay forma de que ese lugar pueda ser fundado sin la posibilidad y la disposición a ser afectados por eso que le pasa al otro. Pero, insisto, no desde la empatía, ni desde la identificación -eso no es más que sacar al otro y ponernos nosotros en su lugar-, sino desde la apertura al otro.
Pontalis sugiere que un analista “palpa la psique, el cuerpo sufriente, el cuerpo inquieto, desgarrado, a veces fragmentado de la psique”. Y entonces, si como sugiere Merleau Ponty, tocar es ser tocado, no encuentro forma de que no nos afecte lo que ahí tocamos. Me gusta esa anécdota que Allouch cuenta de Lacan: una paciente llega para retomar el análisis con él porque su analista acababa de fallecer. Lacan le pregunta cuándo es que falleció. “En este momento”, dice ella. Lacan le pregunta si no quiere ir al entierro y ella vacila y dice que sí. Entonces Lacan deja la sala de espera llena de pacientes para acompañarla al entierro de su ex psicoanalista.
En esta entrevista, Santiago Beretta le preguntó a Juan Ritvo lo siguiente: “¿Te contagiás del dolor de los pacientes?” Y Ritvo contestó: “Totalmente. Si no tomás distancia sucumbís, pero es imposible no sentir. Salvo que tomés tanta distancia que finalmente no podés trabajar. El trabajo analítico es muy difícil, porque siempre está hecho de proximidad y lejanía”. Y luego: “¿Creés en la neutralidad del analista?”. “No. Es imposible en todos los sentidos. Lo que sí, uno puede diferenciar su fantasma del fantasma del paciente, para no complicarlo. Por eso el analista tiene que hacer análisis de control y análisis personal. El tomar distancia no es ser neutral, es valorar el deseo del paciente. Freud empleó esa expresión como si fuera un cirujano; pero bueno, él no tenía otro lenguaje para expresarlo”.
Pienso en Anne Duforumantelle cuando dice: “Este raro oficio de analista, nunca sabemos muy bien lo que pasa, somos dos alpinistas encordados con los ojos fijados en la próxima cornisa, cuidándose del viento, de las caídas de nieve, la temperatura (...). Nos aventuramos sobre esas paredes áridas a riesgo de no descubrir nada. Todo está al descubierto (...) Es necesario arriesgarse de a dos, por lo menos dos, para no volverse loco”.
¿Qué clase de querer es querer a los pacientes? No lo sé. Pero es un querer sin el cual yo no podría hacer esto. Los pacientes -cada uno de manera distinta- también nos hacen falta, no nos dan lo mismo, no son intercambiables ni reemplazables.
¿Qué clase de duelo es ese que no termina de escribirse del todo, el que irrumpe ante la muerte de un paciente? No lo sé. Pero es una pérdida rarísima y muy, muy singular; pero singular de manera distinta a la singularidad de otra pérdida. Hace algunos años viví esa situación desgarradora. Tardé muchísimo en ocupar con otro paciente el horario en el que ella venía. Es el día de hoy que a veces me encuentro pensando que ese es su horario. Aún no lo olvidé.
AK