Una clase de gente que detesto es aquella que puede verte cien o ciento cincuenta veces sin jamás recordarte como para saludarte. No necesito que sepan mi nombre, pero al menos que no se presenten cuando me saludan, que tengan en sus mentes un recuerdo por más pálido que sea de mi cara como para no volver a decirme cómo se llaman todas las veces. La gente dice que no tiene memoria. Como persona impuntual plenamente consciente de que se trata de un hábito basado en el hecho de que en el fondo el asunto no te importa, tengo bastante claro que esto funciona igual. Una recuerda aquello a lo que le presta atención. Y sin embargo, también tengo que aceptar que está lógica aparentemente sin fallas se me acaba cuando vuelvo cada par de años a textos a los que siempre creo haber prestado mucha atención, textos que pienso que conozco como las manchas de las paredes de mi casa o las mejores anécdotas de mi familia, y que no, así y todo, cada vez que los releo, me doy cuenta de que los recordaba distintos, pero distintos en serio, distintos al nivel que si fueran personas y me los cruzara efectivamente creería que no los conozco. Esto es lo que me pasa periódicamente con “Políticas de la amistad”, de Jacques Derrida, desde hace más o menos quince años.
La parte que nunca me olvido es el principio: “Amigos, no existen los amigos”. Es una cita que parece de Derrida, una de esas aporías que le gustan a él, pero es de Aristóteles (que, si no entiendo mal, también la pone ya como cita, como si no terminara de ser tampoco algo suyo), y Derrida dedica gran parte del texto a rastrear el modo en que esa especie de chistecito viaja por la filosofía occidental, pasando por Kant y Montaigne hasta Nietzsche. Lo que yo recordaba, a partir del chistecito y la reflexión consecuente, era la idea de que la amistad realmente existente se fundaba en una suerte de imposibilidad radical de la amistad. El rasgo central de la amistad en la filosofía occidental es que se trata de un vínculo entre iguales (“entre hombres”, escribieron los griegos y los modernos también; Nietzsche escribe, de hecho, que las mujeres no son capaces de amistad, solo de amor, que por supuesto para estos filósofos es un vínculo que se da entre personas de jerarquías diferentes, un padre y un hijo, un marido y una mujer). Esta relación entre iguales, para Derrida, requiere además de respeto que uno quiera siempre lo mejor para su amigo; hay algo imposible, al parecer, algo que sería más divino que humano en querer lo mejor para igual. En esa imposibilidad radical, en esa clausura, en ese límite, empieza y habita la amistad entre mortales.
Volví a buscar este texto porque efectivamente recordaba esta parte, y dos libros me hicieron sentir que tenía que volver a buscarlo. El primero fue Ya te llegará, la colección de cartas entre las escritoras Margo Glantz y Tamara Kamenszain que ya mencioné brevemente en la columna de la semana pasada. Todo el libro, por supuesto, se trata sobre la amistad entre dos mujeres que se consideran profundamente iguales, dos mujeres que escriben, se muestran sus textos y se respetan lo suficiente para criticarse; pero hubo una parte específica que me hizo pensar en Derrida, y también en el otro libro que estaba leyendo, On the Benefits of Friendship, de Isabelle Graw (Sternberg Press). En una carta, Margo felicita a Tamara por haber ganado la beca Guggenheim; no habría nada de extraordinario en la felicitación si no fuera porque Margo tiene también el coraje (y la liviandad, en el fondo, la liviandad profunda) de decirle que la alegra que Tamara se la haya ganado, pero que también la amarga no habérsela ganado ella. Me pareció que había algo muy denso en ese reconocimiento de que la envidia puede ser una parte de la amistad, no algo que la mancha, o sí, pero una mancha que no arruina, una mancha que pinta, como un color bien elegido o un lunar bien puesto.
Y sin planearlo, entonces, venía leyendo el libro de Graw, On the Benefits of Friendship, que claramente se aprovecha de la ambigüedad de la palabra “benefits” (ambigüedad que conserva su traducción al español, “beneficios”), que puede referir tanto a beneficios “morales” (la felicidad, la compañía, el cuidado) como a ganancias materiales o retornos empresariales para hablar de esa misma contradicción de la que habla Derrida: si una amistad, efectivamente, me trae “beneficios”, ¿hasta qué punto puede ser una amistad pura, desinteresada? Pongo desinteresada en itálicas porque creo que finalmente el libro de Graw, que se dedica específicamente a las amistades en el mundo del arte, es un tratado sobre los matices del concepto de interés. Creo que es común en estos mundos del arte que las personas que los habitamos pongamos muchísimo (muchísimo de todo: de idealización, de peso, de deseo) en la idea de construir amistades con personas que nos interesan por sobre las personas que nos tocaron en suerte en la familia, en la escuela o en el barrio. Derrida cita en su texto la crítica que hace Nietzsche al cristianismo por mover el acento del concepto del “amigo” griego al concepto del “vecino” al que debemos tratar como nos gustaría que nos trataran: me pareció muy preciso. Quienes efectivamente construimos gran parte de nuestra subjetividad a partir de las ganas de tener amigos e interesantes elegidos solemos haber tenido muchos problemas para vincularnos con nuestros vecinos.
Recuerdo, por ejemplo, el primer amigo de internet que tuve a los trece o catorce, Maxi se llamaba, la primera vez que nos vimos fuimos a pasear al Botánico. Nos habíamos conocido a partir de una página de Yahoo en la que ambos publicábamos traducciones de canciones de Radiohead. Yo vivía en Once, él, en Berazategui; jamás nos podríamos haber conocido de otra manera que por un interés en común, y eso me parecía sagrado. Nos escribimos varios años, después nos dejamos de ver y nos volvimos a cruzar en la facultad; no fue del todo casualidad, porque aunque ya no sé nada de su vida fue una de las personas que me dio la idea de estudiar filosofía, lo cual considero una deuda muy grande, a su favor; deuda que nunca pagué, porque, como dice Graw, no todas estas amistades que se vinculan con beneficios sobreviven cuando ya no hay beneficios que aprovechar, cuando ya tomaste del otro lo que querías tomar.
Es difícil distinguir en las amistades de la gente que pinta o escribe o toca la guitarra o lo que fuere que implique depositar el alma de esa manera cuánto hay de interés en común, cuánto hay de interés recíproco (lo que yo puedo hacer por vos y lo que vos podés hacer mí, la reseña que yo puedo darte a cambio de la invitación a un festival), y qué relación tiene todo eso con la idea de una amistad de verdad. El libro de Graw se trata un poco de eso, y su tesis probablemente sea polémica para los puristas: la amistad, escribe ella, crítica de arte y amiga de artistas, no puede separarse tan fácilmente de la economía de intereses que funda con sus intercambios, y sobre todo, quizás, entre gente que pone tanto peso en vivir una vida interesante. Me gusta que no lo dice como algo frívolo o snob, ni como algo que tenemos que aprender a evitar o discriminar para conocer la verdadera amistad.
Volví al texto de Derrida, entonces, porque lo recordaba más enfrentado con la tesis de Graw de lo que resultó estar. Me dio la sensación, en esta nueva lectura, que Derrida pensaba cosas mejores de la amistad entre mortales, esa que siempre termina en alguna forma del narcisismo, de lo que yo había entendido la primera vez, seguramente más culpa de mi juventud que de su texto. Pero lo que no recordaba era una parte que hoy entiendo que es importantísima de estas amistades interesantes entre partes interesadas, la parte en la que se engarza el interés con la importancia, con la posibilidad de que esa amistad efectivamente tenga una densidad, que es la promesa: la amistad en algún sentido es siempre una promesa, porque aunque se trata también del placer de compartir el presente consiste quizás de manera más fundamental en la pregunta de si esa persona estará cuando más la necesitemos.
Si esa pregunta estuviera respondida, si la amistad fuera efectivamente un vínculo condicional y no uno plenamente condicionado por mil cosas (esa envidia inevitable que se siente por la gente que uno admira, esas mezquindades que no se pueden evitar con gente que quiere lo mismo que una, y que es tu amiga precisamente porque quiere lo mismo que una), el deseo moriría ahogado y la amistad, que está tanto o más atravesada por él como el amor o el matrimonio, desaparecería como una mariposa apretujada entre los dedos.
TT