Esta semana encontraron muerta a Kagney Linn Karter, reconocida actriz de entretenimientos para onanistas, aprendices del sexo industrial y mirones. “Aparentemente”, dijo la policía de su Estado que llamó a las puertas de su casa para llevar a cabo un “control de vida”, el hecho “podría” haber sucedido tras haberse disparado con una escopeta adentro de la boca.
En los últimos diez años murieron de manera fulminante Raven Alexis, Sophie Anderson, Kristina Lisina, Thaina Fields, Olivia Nova, Olivia Lua, August Ames, Shyla Styles, Dakota Kaye Skye, Angelina Place, Carla Mai, Yuriza Beltrán, Cindy Taylor, Wednesday Nyte, Sofía Moon, Dahlia Sky y Débora Prat, entre otras integrantes de una lista mucho más extensa que esta.
Las causas responden a una serie restringida: septicemias por complicaciones luego de implantes “sexys”, caídas de balcones, sobredosis de falopas pesadas, violencia de género seguida de descuartizamiento y enfermedades de desarrollo supersónico. También hay casos de muertes con refinamiento, un derivado del ensañamiento, como el de Rina Arano, una actriz japonesa de 23 años cuyo cadáver desnudo estuvo atado durante dos semanas a un árbol en un bosque de Hitachiota.
En la larga lista de actividades que han contribuido a la invención de lo humano, si dejamos de lado a Shakespeare como inspirador de casi todos los artificios naturalizados como conductas, las de tipo sexual merecen estar en el hall de las más imitadas. Desde el bovarismo kamasutrático, momento fundacional de las coreografías sexuales cristalizadas en un libro del género manual de instrucciones, como podría serlo el de instalar lavarropas, el rubro no ha parado de actualizar su catálogo de posiciones, dinámicas y finales “felices”.
Jamás alcanzaremos a saber hasta qué punto la civilización está hecha de un menú infernal de imitaciones. Sin ir más lejos, los seres humanos hablan el idioma de su época imitando el léxico infradotado de las redes sociales, cuando no hablan como la televisión o, peor todavía, como sus padres. Es el resultado de la fascinación edípica, que es una fascinación por la comodidad. La reproducción mecánica de casi todo, y la supresión de la distancia entre personas para que cuajen (a distancia) las influencias de poder, ha destruido en buena medida las experiencias de creación.
¿Cuánto hace que ninguno de nosotros no tiene una experiencia verdaderamente personal? No me vengan con que alguna vez escalaron el Aconcagua, comieron los churros de San Ginés en Madrid, pasaron un fin de semana en el Tigre, se emborracharon como nunca en una fiesta, se entrenaron en el franeleo tántrico o comieron nueces pecán caramelizadas (sin darme cuenta, la lista se arma sola con actividades burguesas: ¿por qué será?). La pregunta es sobre lo verdaderamente personal, lo inventado por uno para que la vida se deslice hacia algún tipo de singularidad, digamos hacia lo nuestro inimitable. ¿Cuánto hace que no aman distinto?
Las representaciones de ese mundo en las que hombres y mujeres se reúnen supuestamente a intercambiar placeres no son menos automáticas que si se destinaran exclusivamente a tomar merca
Estas mártires del entretenimiento para onanistas, aprendices del sexo industrial y mirones (quizás también para voceros presidenciales sudamericanos), tanto las malogradas de hecho como las que todavía quedan en pie afirmadas en la indiferencia o el cinismo, son agentes de una ilusión rebuscada, y que es aquella que inspira a los consumidores de sus imágenes a volcarse a la pasión imitativa, deseo del niño que imagina lo que va a ser cuando sea grande.
Lo que estimula la existencia del modelo sexual de industria es la voluntad de imitación del placer recibido, nunca del dado. La identificación es de tipo consumista y, obviamente, de cuerpos sin almas. En eso, las representaciones de ese mundo en las que hombres y mujeres se reúnen supuestamente a intercambiar placeres no son menos automáticas que si se destinaran exclusivamente a tomar merca, en el sentido en que debería entenderse un cónclave de personas que se reúnen con el único propósito de estar solas (solas, pero en compañía).
La manera en que muchas de estas mujeres mueren como moscas en holocaustos de bajón, muy jóvenes, bellas aun en su modalidad de ausentes, hace girar una mitad de la rueda de la paradoja que encarnan. La otra mitad es la de la apariencia radical en la que el sexo filmado, engañosamente documental, nos quiere hacer creer que allí podemos ver un placer de verdad.
El costo de ofrecerse como modelos de placer fabril catalogados en nichos “para todos los gustos”, termina cuando fuera de la escena imitable, consumible, se abre el vacío de la indolencia, que es el de una vida que no se está viviendo al precio de representarla.
¿Por qué las mujeres y los hombres que miran ese espectáculo que filtra la vida cotidiana a través de los teléfonos aunque estemos viendo El Chavo del 8 deberían imitar eso? No hay razones verdaderamente personales para hacerlo. Porque, como en toda imitación, lo que está en juego es la esclavitud de algún tipo de “estilo”, ¿y qué es el estilo sino una herencia? ¿Tan difícil es decidir una forma más o menos propia de hablar, de amar, de caminar, de lo que sea? ¿O es solo que imitar es fácil?
De la lista de mujeres que han estado muriendo ahogadas en el mar de sordidez que mana de estas ofertas industriales de placer (placer para ver e imitar; no tanto para sentir), hubo tres que cayeron de balcones (del piso 22, del 8, del 2) sin que estuviera claro si se habían tirado o, simplemente (summun de la indolencia) se dejaron caer. Si estaban imitando a alguien, era a quien sea que inspire el modelo del sonámbulo que, vivo o muerto, despierto o dormido, siempre en situación fronteriza, no puede detectar el peligro al que se expone, ni distinguir el suelo del aire.
JJB/MF