El 24 de febrero cumplió su primer año, sin esfuerzo o fatiga aparentes, una moraleja más tranquila que belicosa. No hay día que no la hayamos leído impresa u oído en la radio. O teatralizada en los medios audiovisuales. Como tema central, secundario o misceláneo de una pieza comunicativa oficial o periodística. Por coros renunciantes de antemano a la polifonía y la blasfemia. Por solistas bien escogidos: líderes políticos o aspirantes a serlo, ex burócratas eminentes y vivaces funcionarios en ejercicio, técnicos y peritos brutales o ergotistas, militares de diversos grados, diversas fuerzas, en actividad o retirados, analistas, periodistas, académicos. Aun víctimas sobrevivientes, refugiadas de Rusia o Ucrania o países aledaños, o damnificadas en su patria ucraniana por el fuego y el volumen de las armas y bombas rusas, fueron invitadas a reflexionar día a día, cada vez más frecuentemente en los últimos 365, y con sobre abundancia de exposición este último viernes del segundo mes de 2023, sobre su destino de hojas en la tormenta perfecta del fin definitivo de una era global.
La mortalidad en la vanguardia y la retaguardia ucraniana, los crímenes de lesa humanidad rusos, la firme organización de la resistencia nacional contra la intervención extranjera, los avances y retrocesos de la línea del frente, daban las noticias al por menor de la crónica cotidiana. Eran el insumo de la gran Noticia, que no era una buena Nueva.
El orden geopolítico mundial de la Guerra Fría y/o de la Posguerra Fría habría periclitado para siempre por obra de un nostálgico de la Guerra Fría y/o de la Unión Soviética y/o del Imperio Zarista. El nuevo Iván el Terrible o Stalin el más Terrible era un viejo conocido, el presidente ruso. Vladimir Putin gobierna en Rusia desde fines del siglo XX. Uno de los rasgos paradójicos del Bravo Mundo Nuevo es que sus protagonistas no lucen nuevos. Más aún, lucen antiguos.
Ni novedades en el frente ni arcos de triunfo
Antes bien, en simultaneidad con el año de guerra se ha visto una acentuación de liderazgos pasados. Hay muy poco cambio de personal, en las grandes figuras políticas mundiales, o en las mayores fuerzas hegemónicas. En el BRICS, antes elogiado por su modernidad de punta, ha gobernado en Rusia la misma persona a lo largo del siglo, y en la India, China y Sudáfrica gobiernan los mismos partidos nacionalistas. El presidente Xi Jinping ha logrado este año una victoria del conservadurismo en el seno del Partido Comunista chino: prolongar su titularidad del Ejecutivo por un período más, dejando abierta la posibilidad aún de un cuarto mandato. En Brasil, ha sido reelecto por tercera vez el mismo presidente que gobernaba 20 años atrás, del mismo partido que gobernó en la mayoría del siglo XXI, el Partido de los Trabajadores. En EEUU gobierna un demócrata, octogenario como su par brasileño, ex vicepresidente de los dos períodos del primer presidente negro en la Casa Blanca. En Siria, en Turquía, en Israel, en Argelia, en Egipto gobiernan las mismas formaciones o incluso los mismos líderes que estuvieron al frente de los Ejecutivos a lo largo de la mayoría del siglo XXI.
En México gobierna un pertinaz, inteligente gobernante -en esta prejuiciosa, o epidérmica imagen, nos cegamos a la idoneidad y la ideología de los dueños del poder- que durante los años 70 y 80 militó en el Partido Revolucionario Institucional (PRI), un partido dominante como el Liberal Demócrata que sigue gobernando en Japón o el partido del Congreso sudafricano que no conoció rival desde el fin del Apartheid. En el Uruguay gobierna el hijo de un presidente (de derecha), en Honduras gobierna la esposa de un presidente (de izquierda), en Chile gobierna un joven presidente de izquierda elegido con el apoyo de la Concertación de centro izquierda (que gobernó Chile más años que Pinochet), en Paraguay siempre gobierna el Partido Colorado (que en tiempo de guerra afianzó sus lazos únicos con Taiwan a expensas de China Popular), en Venezuela gobierna el heredero de Hugo Chávez, en Bolivia el heredero de Evo Morales, en Cuba el heredero de Raúl Castro, en Nicaragua el presidente sandinista de la Revolución Sandinista de 1979, en Perú impera el Congreso unicameral creado por Fujimori para que no dejar imperio ninguno a los presidentes, en Colombia gobierna un antiguo guerrillero, legislador, alcalde capitalino -estreno de la izquierda en Bogotá-, en Argentina una ex presidenta viuda de un ex presidente es la presidenta del Senado y la figura clave de la política nacional en una año electoral.
El énfasis en la suma de continuidades de la apresurada, unilateral lista anterior no busca sugerir estancamiento, rémora, cansancio, renuncia o desconfianza al cambio, desafiliación militante o solicitante de juventudes descolocadas inhábiles para formular demandas. Pero sí la renuencia, a veces repugnancia, de presidentes como Andrés Manuel López Obrador o Luiz Inácio Lula da Silva para predicar el Evangelio del Nuevo Orden, o siquiera para comulgar sin comentarios con él. Lejos de ver novedades radicales, ven más de lo mismo.
Viejos emperadores, y desnudos
El globo luce más peligroso a muchos ojos internacionales que ven la guerra en Ucrania según las mismas categorías con las que juzgan las hostilidades políticas nacionales. Aunque en general se abstienen de la simplicidad de decir que se trata de la lucha del Bien contra el Mal, otras tantas no los ruboriza la moralización del enfrentamiento de intereses. En su versión menos teológica, se trata del combate global de las Democracias contra la Autocracia –en el andarivel local, la de Joe Biden contra Donald Trump, de Emmanuel Macron contra Marine Le Pen, de Gabriel Boric contra José Antonio Kast, de Lula contra Jair Messias Bolsonaro.
Ven un mayor acuerdo, más hondo, o más pesado, entre EEUU, la UE y Gran Bretaña. Que desagrada a quienes buscan dotar a Europa de una defensa y un perfil propios, como el presidente francés Emmanuel Macron o el canciller alemán Olaf Scholz. Según encuestas de la UE, tres cuartos de los turcos piensan que Washington y Bruselas ‘son lo mismo’.
Ven el mayor acercamiento entre Rusia y el BRICS. La India aumentó 14 veces, en el año, el volumen de sus compras con descuento de petróleo ruso (a un precio más bajo que el techo que fijó la UE para sus propias compras). China aumentó en un 50% sus importaciones rusas. Ven el acercamiento de los buenos negocios que afianza la guerra, y es afianzada por ella, a través de la alianza de Rusia con la OPEP (este fin de semana Nigeria celebra elecciones presidenciales), con Arabia Saudita y con Irán, que a su vez dota de drones a las FFAA rusas. Y ven un mayor acercamiento, tanto más confiable cuanto menos desinteresado, de Rusia y China a América Latina, en la medida de las logísticas practicables. Ecuador, donde un presidente de derecha acaba de perder un referéndum ganado por el correismo, era el principal exportador de flores de América y uno de los mayores del mundo. Pero, ay, su principal cliente era Rusia.
Chega de saudade
Desde la polémica visita de Jair Bolsonaro a Moscú en la segunda semana de febrero del año pasado, antes del recordado jueves 24, hasta la negativa de este año de Lula que vetó la decisión de proveer de municiones a Kiev, la posición de Brasil ha seguido de un presidente a su irreconciliable sucesor la tradición diplomática de Itamaraty: la neutralidad.
Para Lula, Bolsonaro y el Congreso de derecha en Brasilia son una exasperante novedad. Los usos y costumbres de Moscú, Bruselas, Washington y Pekín, que visitó varias veces, son vieux jeu, el juego de siempre, en el tinglado de la antigua farsa. Más le importa al presidente del PT que, después de la pandemia, después de dos años fuera de marchar por las calles cariocas, Río de Janeiro haya vuelto a las pompas y circunstancias del Carnaval.
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