Tuve muchos años una fascinación con las novelas de iniciación, las películas de coming of age, el bildungsroman, todos nombres para lo mismo, historias sobre hacerse adulto, descubrir el mundo, descubrir el sexo, hacer amigos de verdad, conocer el dolor y la injusticia, convertirse a través de todos esos hallazgos en la persona que una va a terminar siendo, poco más poco menos. Mi fascinación coincidió, ninguna sorpresa, con la edad en que yo también estaba, supongo, haciendo mi propia iniciación a este planeta. Tuve también la suerte o la desgracia de tener una vida que se presta mucho a ser contada como un relato de esa clase. Nací en una comunidad religiosa, empecé a abandonarla a comienzos de la adolescencia y todos los ritos iniciáticos de la juventud occidental (el primer beso, la primera escapada de tu casa, la primera borrachera, la primera rotura de corazón, el primer peligro concreto) estuvieron para mí un poco subrayados por ser la primera persona de mi familia que los vivía de esa manera. Pero siento que, además de todo eso, mi fascinación por esta suerte de género coincidió con un entusiasmo cultural en torno de él que lleva ya varias décadas: es la parte más snob de nuestro entusiasmo colectivo con la juventud.
Un grupos de críticos de la revista The New Yorker discutió en un podcast reciente la idea de que 2023 fue “el año de la muñeca”: varias de las películas más comentadas del año (Barbie, por supuesto; Priscilla, de Sofia Coppola, y Poor Things, de Yorgos Lanthimos, estrenada en nuestro país esta semana). Lo escuché, dice un par de cosas interesantes, pero me sorprendió que no aparecieran dos de los tópicos que para mí son las claves de este furor del leitmotiv de la muñeca. El primero, por supuesto: el de la juventud. En las tres películas, hay algún dispositivo relacionado con este status literal o metafórico de muñeca (Barbie es, en efecto, una muñeca que vive en un mundo de juguete; Priscilla se convierte en la muñeca de Elvis, que la tiene guardada en su casa, la viste y la peina como quiere; Bella Baxter, la protagonista de Poor Things, vive encerrada en el castillo de su creador y tiene el cerebro de un bebé) que hace que sean, en algún sentido, aún más jóvenes incluso que los años que tienen: saben aún menos del mundo de lo que debería saber una chica de su edad, las podemos ver más sorprendidas, más inocentes; en Priscilla y en Poor Things, sobre todo, queda claro que estas figuras de ojos bien abiertos son un elemento clave de la fantasía masculina sobre la femineidad, mucho más que un elemento clave de la identidad femenina.
Si todavía no nos cansamos de las muñecas, supongo, quizás habrá alguna película que se anime a jugársela por la fantasía, en contra del mundo real
Qué es una chica: una chica es algo que se guarda con cuidado hasta que se te escapa. Por supuesto, esas no son todas las chicas. Siempre tuve conciencia de eso: cuando yo vivía encerrada, veía perfectamente que las chicas con uniforme de colegio privado que me cruzaba por la calle, aunque no fueran judías ortodoxas, también vivían bastante encerradas. Las únicas chicas que no andaban encerradas eran las chicas humildes, que trabajaban vendiendo cosas en la calle o en casas ajenas, con una autonomía forzada por circunstancias que yo sabía que eran mucho menos favorables que las mía, y así todo las envidiaba igual. Las películas sobre muñecas son sobre chicas, pero son sobre una clase de chicas; son sobre princesas, palabra que cuando somos nenas usamos en el mismo sentido metafórico que muñecas.
Supongo que en algún momento me cansé de las novelas de iniciación, y cada vez estoy más cansada: la idea de que el amor, el sexo, la vida en general, se disfruta más o incluso solamente cuando todo es nuevo me parece cada vez más haragana (y más masculina, tal vez: la mayoría de las mujeres que conozco disfrutan de sus cuerpos cada vez más, con los años, y no menos, aunque a los hombres les guste menos mirar esos cuerpos). Pero hay otro tópico que el podcast de The New Yorker no tocaba sobre las muñecas, que para mí es de lo más central que ese motivo trae, de lo más actual y de lo más perenne también: la pregunta por la realidad y la fantasía, por el significado de vivir una vida verdadera o auténtica, una vida con sentido.
Siento que, en parte, las muñecas vuelven porque esta pregunta ha vuelto con todo: las vidas en las que la satisfacción está codificada casi únicamente en relación con el consumo empiezan a sentirse tan vacías que el regreso de la pregunta del sentido es inevitable. Y no es solo eso: mi sensación es que a la vez que la vida puede sentirse vacía cuando solo se trata de cosas reales, también vivimos tiempos de realidad sobrecargada, una época sin espacio para la fantasía. Me hubiera gustado que alguna de estas tres películas tuviera una idea más lúcida sobre eso: una vez que sus heroínas abandonan los mundos de fantasía en los que nacieron (un universo de juguete, la casa de un millonario o el castillo casi encantado de un científico loco) la sensación es que dejan también atrás las fantasías y los juegos que les habían permitido sobrevivir sus encierros, en lugar de llevarlos consigo.
Pienso en obras que tienen casi cien años o incluso más, Un tranvía llamado deseo de Tennessee Williams o Casa de muñecas de Henrik Ibsen, que tenían mucho más para decir sobre esto: ambas se tomaban más en serio que estas tres películas la pregunta de qué es vivir una vida real, de cuáles son sus costos, de si de verdad la pena, de si siempre tiene final feliz. Entiendo que vivimos tiempos complicados, y que con el regreso de las derechas nadie quiere decir ni media mala palabra sobre la autonomía: si todavía no nos cansamos de las muñecas, supongo, quizás habrá alguna película que se anime a jugársela por la fantasía, en contra del mundo real. Aunque sea para probar; no tiene por qué ser una tesis seria. Es como cuando les quemás el pelo a las Barbies solo para ver qué pasa.