En las últimas semanas aparecieron en este diario una columna firmada por Hernán Iglesias Illa y otra por Hernán Charosky que discutían cuál era el lugar que debía ocupar la centroizquierda en el escenario político argentino. En ambas intervenciones, se convoca a ese espacio heterogéneo que incluye a socialdemócratas, social-liberales y progresistas de todo tipo a confrontar más enfáticamente con el oficialismo. En respuesta a Iglesias Illa, Mariano Schuster sostuvo un debate sobre el concepto de socialdemocracia (una categoría específica dentro de la izquierda) y manifestó que el principal objetivo de ciertas derechas locales no es contar con socialdemocracias robustas para fortalecer la democracia, sino “hacer antipopulismo por medio de terceros”. En definitiva, lograr que los “socialdemócratas” jueguen en el clivaje populismo/república antes que en otros definidos por los propios socialdemócratas.
Ahora bien, ¿cuán extendida está en las derechas esa valoración positiva del rol que deberían ocupar los espacios usualmente reunidos bajo el impreciso concepto de “progresistas”? A juzgar por las intervenciones de muchos de los intelectuales, dirigentes y comunicadores que pueblan aquel hemisferio, el progresismo es algo más bien repudiable; a todas luces, uno de los antagonistas de la hora, y responsable (parcial o total) de la decadencia argentina.
Los discursos sobre el progresismo se encuentran a ambos lados de la remanida grieta, como así también en la estrecha avenida del medio. Efectivamente, se trata de una identidad vaporosa, de perfiles difusos; antes una sensibilidad que una tradición política específica. Como identidad de referencia, el progresismo era débil hasta cuando era fuerte, a finales de la década de 1990. Paradójicamente, mientras que en el campo de las izquierdas casi nadie se identifica primariamente en esos términos, sí, en cambio, aparece recurrentemente en el discurso de las derechas para designar a todo aquello que está mal.
Quienes sostienen la correlación progresismo-decadencia, tanto desde posiciones liberal-conservadoras como desde las libertarianas en boga, ven en esa díada la clave del cambio de sentido de tendencias económicas y socio-políticas que antes de su irrupción eran consideradas, si no virtuosas, al menos como positivas. El subtítulo del libro Progresismo, el octavo pasajero, de Guillermo Raffo y Gustavo Noriega, es elocuente al respecto: Historia enciclopédica (parcial) del malentendido que destruyó la política argentina. Ideas similares se repiten con regularidad kantiana en las columnas de la prensa. El 4 de octubre pasado, por ejemplo, el periodista Jorge Fernández Díaz describió en La Nación a los progresistas como “un conjunto de cantamañanas que han sido autores de malentendidos y mendacidades, y que también son responsables de nuestra decadencia”. El 13 del mismo mes, el exdiputado Eduardo Amadeo volvió sobre esa idea en Clarín, donde explicó que Néstor Kirchner pagaba deudas y ensayaba superávits que beneficiaron a la economía “hasta que el progresismo le ganó a la buena economía, destruyó la inversión e inició la nueva decadencia”. Apenas dos días después, el exfuncionario de la Alianza y Cambiemos Darío Lopérfido insistió con aquella idea en Infobae, aunque esta vez con acento en la cuestión moral: con sus complicidades y silencios selectivos, los progresistas son un factor clave para entender la “decadencia moral argentina”. Y una vez más, el último 20 de diciembre, el mencionado Fernández Díaz volvió a hablar en La Nación sobre la progresía en una nota de título más que elocuente: “El laboratorio de nuestra decadencia”.
Esta idea también subyace en un concepto cada vez utilizado en el lenguaje de barricada de las redes sociales, sobre todo por quienes hacen gala de una verba más inflamada. Se trata del neologismo progredumbre, extendido entre las derechas españolas, pero también cada vez más en la Argentina: el progresismo como carácter supuestamente corruptor e inhibitorio para el desarrollo. Algo de eso puede escucharse en el video Breve retrato del joven progresista, de Agustín Laje. La estrella del firmamento de la derecha juvenil de YouTube caracteriza al progresismo como un impedimento para el “verdadero progreso”.
Al vinculárselo con la idea de decadencia, el progresismo parece funcionar en estos discursos como comodín simbólico de recambio para identidades políticas preexistentes, como el reformismo que impulsó y acompañó la Ley Sáenz Peña en 1912, el radicalismo yrigoyenista, o las distintas versiones del peronismo. Paradójicamente, en este caso la asociación no recae sobre una caracterización político partidaria concreta, sino sobre un significante más flotante y transversal: aquel no sería malo solo en su versión nacional popular, sino también en la socialdemócrata, e incluso en la propiamente cambiemita (la supuesta “funcionalidad” del eje Larreta-Lousteau).
Aunque este uso compartido e inespecífico del concepto excede a nuestro país, también da cuenta de la creciente afinidad electiva entre unas derechas locales que endurecen sus consignas y se retroalimentan; una homologación en el decadentismo del entero espacio que va del centro a la izquierda. Según los portavoces de estos discursos, las opciones para evitar el tránsito hacia esa enunciada decadencia solo provendrían de las derechas, a menudo de unas no asumidas como tales. Preocupante, sin dudas; la pregunta es hasta dónde.
La narrativa de la decadencia nacional es larga y este nuevo capítulo no parece aportar soluciones novedosas. Funciona, más que nada, como un relato que inscribe al presente en una secuencia histórica que permite identificar un pasado supuestamente virtuoso, que funciona como espejo invertido de un ahora “viciado”. Al fin y al cabo, un discurso de tiempos de crisis, aunque esta vez con el progresismo como chivo expiatorio. Vino viejo en odres nuevos. Nada nuevo bajo el sol.
EM