Puede que nunca la sociedad argentina haya discutido sobre su propio racismo tanto como en los últimos dos meses. La nota que The Washington Post publicó en diciembre pasado, preguntándose por la ausencia de negros en la Selección de fútbol, generó un intenso debate en redes y medios de comunicación con posiciones encontradas. Que si hay o no racismo. Que si las categorías raciales de EEUU sirven o no para describir nuestra sociedad. Días antes, cánticos racistas de hinchas argentinos en Qatar habían despertado indignación local e internacional.
Durante el mes de enero, mientras los ecos de estas polémicas todavía no se habían agotado, el juicio oral por el asesinado de Fernando Báez Sosa motivó controversias similares. En particular porque Fernando fue ultimado por una banda de rugbiers al grito de “negro de mierda”, a pesar de lo cual el fiscal se negó a encuadrar el hecho como un crimen de odio racial, figura que existe en nuestro código penal, pero que rara vez se activa cuando se trata de víctimas de tez oscura. Los negacionistas del racismo argentino argumentaron que el de los rugbiers se trataba “solamente” de un desprecio de clase. El padre de Fernando, sin embargo, tiene las cosas más claras. Como declaró en estos días, “Los jóvenes no pueden ir a matar a alguien porque es negro. Creo que esto fue un tema de racismo”.
Mientras seguíamos las alternativas del juicio, desde Mar del Plata llegaron noticias de otra agresión similar, un jugador de básquet golpeado en un boliche entre insultos por su negrura. En este caso la víctima era nacida en África, con lo que la excusa del “simple clasismo” se volvía más complicada. Y cuando el mes terminaba llegó el broche de oro: un militante del PRO del sector de Patricia Bullrich se despachaba en el diario La Nación con una columna de opinión de contenido increíblemente racista. La nota volvía sobre un relato ya muy conocido: en Argentina habría una oposición entre una clase media europea, dotada de las virtudes que vienen con una “cultura del esfuerzo”, y una clase baja “choriplanera”, formada por “haraganes” venidos del interior, mantenidos por el Estado, “impermeables a asumir el desafío de la dignidad” (!), una masa irracional y “disponible” siempre manipulada por el peronismo.
El texto, ya de por sí brutal, iba acompañado de una ilustración todavía peor, que contraponía dos maniquíes, uno blanco coronado por un roll de sushi y otro negro que portaba en cambio un choripán. Lo bueno del asunto es que los colores que el dibujante eligió impedían limitar la cuestión al prejuicio “meramente” de clase: esos maniquíes tenían colores opuestos. Reconoce visualmente que la clase, en Argentina, tiene color. La nota generó tal indignación pública –incluso la vocera presidencial intervino al respecto– que La Nación se vio en la necesidad de retirar el dibujo (no así el texto).
Ni el racismo argentino ni la fantasía de que no existe son nuevos. Tampoco lo es el antirracismo: desde hace mucho tiempo hay voces que lo ponen sobre el tapete. A partir de la crisis de 2001 fue ocupando un lugar cada vez más visible en los debates públicos. Pero no tengo registrado ningún momento en el que la cuestión se haya debatido con la intensidad de los últimos dos meses. Sin dudas es un buen augurio. La sociedad argentina se va enfrentando, finalmente, con uno de los lastres que más pesan sobre la vida democrática. Es sintomático que incluso la brutal columna de La Nación haya mencionado el racismo como un problema (incluso si la solución que proponía era que los “cabecitas negras” dejaran de obstinarse en ser inferiores).
Una coalición antirracista amplia podría ofrecer un espacio de enlace y coordinación entre las iniciativas de cada sector que sin dudas (y sin afectar su independencia) daría mayor fuerza a todas
Si las visiones antirracistas adquirieron este lugar en una cultura tradicionalmente negadora es gracias a las múltiples voces que las vienen reponiendo desde hace décadas. Nuestra cultura popular no ha dejado de hacerlo, entre otras, a través de las de los músicos y artistas populares que tematizaron los sufrimientos de las “razas viejas”, ayudaron a visualizar la presencia afro e indígena, cantaron sobre la “portación de rostro” o simplemente plantearon la alegría y plenitud popular como “cosa de negros”. También lo vienen haciendo desde hace mucho las organizaciones de pueblos originarios y, más recientemente, la militancia afroargentina y la “marrón”. Aunque menos perceptibles, hubo de igual modo voces del campo político y sindical que colaboraron en la denuncia del racismo y lo mismo vale para el mundo de los intelectuales, académicos y periodistas. Último en llegar, desde hace unos pocos años el Estado viene teniendo políticas específicas –cierto que todavía tímidas– para combatir el racismo.
¿Será acaso buen momento para pensar la posibilidad de una coalición de todos estos sectores que, en general, han venido haciendo sus aportes de manera desarticulada? Puede que sea prematuro, pero vale la pena imaginarlo. Una coalición antirracista amplia podría ofrecer un espacio de enlace y coordinación entre las iniciativas de cada sector que sin dudas (y sin afectar su independencia) daría mayor fuerza a todas. ¿Para qué? Los beneficios de una alianza son muchos. Para empezar, la resonancia social del antirracismo se ampliaría, lo que daría mayores herramientas para seguir erosionando el negacionismo que hoy afecta a personas que no necesariamente son racistas en otros sentidos.
Por otra parte, una voz pública articulada, capaz de responder y exigir respuestas, serviría para acabar con la impunidad de la que gozan los medios de comunicación cuando dan aire a expresiones abiertamente racistas, como la de la columna de La Nación o como la constante diferenciación que, por caso, sufren los mapuches entre ellos y los “vecinos” en los titulares de los diarios (para no hablar de la campaña de demonización que vienen padeciendo). Y para exigir que los medios avancen en el sentido en que lo han hecho en otros países, para garantizar pantallas y redacciones que no están ocupadas exclusivamente por personas blancas.
También habilitaría canales de mayor incidencia en las políticas públicas, fundamentales no solo para definir y potenciar los contenidos de las campañas educativas y antidiscriminatorias que el Estado ya viene encarando, sino también para cosas más complejas, como conseguir los cambios necesarios en la legislación y en el Poder Judicial para que crímenes como el de Fernando sean considerados desde su aspecto étnico-racial. El impacto que ha tenido el movimiento feminista en este sentido debería ser una fuente de inspiración. Finalmente, el hueso del asunto: poner en discusión la relación que existe entre la posición de clase y el color o etnicidad de las personas.
Parecería evidente que el salto que ha dado el debate público en los últimos tiempos plantea un horizonte de oportunidad que antes no existía. Pero acaso la oportunidad no sea tan importante como la necesidad. Todo indica que vienen tiempos políticamente sombríos. La radicalización y crecimiento de las derechas autoritarias viene por todas partes –en Argentina tanto como en EEUU, en Brasil o en España– de la mano de discursos de reafirmación de la hegemonía blanca y de ataque a los derechos de los grupos subalternos. Hará falta mucha unión para sobrellevarlos.
EA