A los fachos más o menos letrados, con poca cocción en el horno de la literatura, les gusta citar de una manera vamos a decir problemática el último párrafo de El arte de injuriar (1933), de Jorge Luis Borges, en el que se cuenta que “a un caballero, en una discusión teológica o literaria, le arrojaron en la cara un vaso de vino. El agredido no se inmutó y dijo al ofensor: ‘Esto, señor, es una digresión. Espero su argumento’”.
Mi primera sensación es que lo hacen por identificación oculta con quien arroja el vaso de vino, no con quien espera el argumento. La segunda, se hace dos preguntas: ¿Por qué ese es el pasaje más citado del artículo? ¿Qué les ven a esas líneas los borgeanos dummies?
Al leer El arte de injuriar no se puede dejar de pensar en la afición de Borges por los “animosos”, esos versos que van del chiste sexual al de guerra, pasando siempre por el alambique de la burla ejecutada con silenciador. De esas ejecuciones, se nota el efecto sin el ruido, lo que garantiza un despliegue de delicadeza sobre la violencia que anida en la gastada. Son maniobras insultantes sofisticadas, un poco barrocas, que quizá tengan como finalidad que la ofensa llegue con retraso al ofendido para que el ofensor pueda escapar entes de que le llegue el vuelto.
Borges dice que el agresor sabe que el agredido será él. De algún modo, lo que hace el agresor es invertir en el vuelto que tarde o temprano habrá de recibir. Un ejemplo ordinario: supongamos que de repente se presenta en este mundo un país kamikaze. Su objetivo: estrellarse y llevarse puesto aquello con lo que se estrella. Digamos, un pacto suicida encubierto, como el del capitán Ahab de Herman Melville, que se lleva puesta la ballena blanca más grande el mundo porque si él no puede matar a la ballena y la ballena no puede matarlo a él, que mejor solución (además de única) que la de hundirse juntos.
Imaginemos, ya al borde del delirio, no sólo que ese país kamikaze imposible existe en alguna dimensión sino que, además, tiene un vocero que no deja una sola mañana sin mancharla con su presencia aceitosa. Es un agresor presidencial y, como todo agresor, “sabe que el agredido será él”, y que cualquier palabra que pronuncie podría “ser invocada en su contra”. Su estado, aunque lo que se vea sean los artificios de la suficiencia y la arrogancia, y el estiramiento de palabras buscando un efecto ISER para escurrir en esa formita llena de perforaciones hasta la última gota de contenido, es un estado de temor, lo que “lo obligará a especiales desvelos”.
Para describir en profundidad la situación engañosa del agresor presidencial, y su modo de creer que le ha tocado el don de hablar de arriba hacia abajo descargando contrapicadas sobre lo “inferior”, implantemos aquí el verdadero hit de El arte de injuriar: “Tres reyes mandan en el poker y no significan nada en el truco”. No vaya a ser cosa que uno de estos días, esos tres tristes reyes aparezcan en un mazo de cartas españolas.
La extrapolación podría completarse vaticinando (está cantado) que, en un futuro inmediato, el agresor presidencial, tal como dictaminaron los dioses con Santos Chocaro (el personaje que Borges inventa mezclando frases de José Vargas Vila, Ángel Samblancat y Victor Hugo, según averiguó Aurelio Asiain en un artículo de Letras Libres), no va a “deshonrar el patíbulo” luego de haber “fatigado la infamia”. Su condena será estar vivo (para recibir el vuelto).
Sin embargo, el agresor presidencial del país kamikaze que por suerte no existe, ¿no?, porque ¿cómo va a haber un país kamizake?, tiene algo. A ese algo, al que no le encuentro la vuelta para nombrarlo de manera directa, lo llamaré provisoriamente “idiotez inteligente”. Surge de la idiotez, la idiotez es su raíz, pero despliega una inteligencia que, dicho sea de paso, no existiría como tal si no prendiera en la supuesta “inteligencia” de quienes la reciben.
El efecto de la maniobra sí puede describirse de manera directa. Se llama “hablar al pedo”, una conducta vinculada a dos debilidades humanas: 1) hablar; 2: hacerlo al pedo. Entre una y otra se clava la cuña de la especulación en forma de diálogo de sordos. Por ejemplo, si el agresor presidencial del país kamikaze dice, por ejemplo: “adoctrinamiento”, lo que quiere es que todo el universo de la lucha por la vida material se concentre en el nido donde el tero no pone el huevo. ¿Qué hacen los genios opositores? Se clavan de cabeza en ese nido, mientras ignoran el otro.
El extremo de la experiencia de “hablar al pedo” (lo que nunca podría ocurrir sin antes “escuchar al pedo”) es la discusión numerópata sobre los desaparecidos, el último clásico de la charla nacional. ¿Quién, con dos dedos de frente, puede prestarse a hablar en términos de cantidad sobre un asunto de calidad? Como si a las torturas, las desapariciones, los fusilamientos, los robos de bebés, las violaciones o el exilio les hicieran falta “hacer un número”. Ni que se estuviera discutiendo la inflación.
En esa confusión, creada con voluntad de montaje por quienes la propician, se mezclan los asuntos de naturaleza con los de grado, como si fuese posible mezclar el agua y el aceite. No habría que aceptar entregarse a discusiones sin antes hacer el esfuerzo (sobrehumano, porque el repertorio de provocaciones es casi infinito: una palabra, una provocación) de encuadrarlas en el género al que pertenecen. Hay que discriminar, seleccionar, jerarquizar. De lo contrario, va a pasar esta época sin que hayamos abierto verdaderamente la boca.
JJB/MF