LOS CUADERNOS DE OTOÑO

Un austero agente secreto

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Somos el alimento preferido del tiempo. Y la forma que tiene de cazarnos es sencilla, nos muestra el pasado y el futuro, y nos encandila como el cazador a la liebre. La idea de futuro supongo que sirve para las cuotas de las tarjetas de crédito y para generar esperanza y miedo. El pasado es nostalgia, ese veneno letal. A veces logramos salir de ese restaurant tan concurrido, pero es costoso. Leer a Alberto Girri es una de las formas de entrar en el tiempo presente, fuera de la rueda del samsara,  para poder atisbar pedazos de eternidad.

Alberto Girri formó parte de la generación del 40. Una generación que estaba fascinada con la poesía romántica española y elegíaca. Los primeros poemas de Girri tienen esa marca, pero ya hay algo en ellos que no se deja domesticar, como si estuvieran mal calibrados: es la voz extraña que va a crecer después y que lo va a convertir en uno de los más grandes poetas de todos los tiempos.

El cazador es hábil: pone la trampa, a veces es una hipoteca, un matrimonio desgraciado, la cuenta del colegio de los nenes o la maldita repetición de los ritos de los padres. La necesidad de posesión, el deseo de fama, trascendencia, un auto en cuotas. La musculatura del Ego. Una vez Ricardo Zelarayán me contó que fue a entrevistar a Girri. Y que por debajo de unas cortinas se veían un par de zapatos. ¿Y qué tiene eso?, le dije. ¡Que había alguien detrás de la cortina, escuchándonos! Me gritó (Zelarayán era sordo y, a veces, gritaba). Está anécdota ahora me hace reir, pero habla bastante de la retórica que siguió a Girri a lo largo de su vida. La generación del sesenta, que trataba de hacer la revolución a como dé lugar, pensaba que Girri -que traducía del inglés y le vendía sus manuscritos a la Universidad de Princeton- era un agente de la CIA. Ja ja ja.

Con amigas y amigos con los que hacíamos una revistita de poesía fuimos una vez al Centro de Estudios Brasileños a escuchar una charla que dio Alberto Girri. El poeta era un hombre de piel tostada y llevaba esa tarde de otoño un impermeable. Parecía un austero agente secreto. Lo que dijo me maravilló. Tiempo después supe que Girri vivía de forma muy ascética, en un pequeño departamento frente a la plaza San Martín, que se levantaba metódicamente todos los días a la misma hora -muy temprano- y escribía un poema por día. No le gustaba que le dijeran poeta, él decía que era un hacedor de poemas. Había publicado más de cuarenta libros, no tenía hijos. El tostado no era artificial -como el de Mariano Closs- sino que se debía al sol que tomaba en la plaza San Martín. Un buda proletario bajo el árbol de la iluminación, rodeado de oficinistas que comían en sus tuppers, apurados,  el almuerzo.

¿Cual es el tiempo que se pierde cuando leemos a Proust? Él puede dedicarle miles de páginas a narrar cómo lo afectó que la madre subiera o no a darle el beso de las buenas noches. Si Proust estuviera en una comida con nosotros, le diríamos: pará, resumí, no tenemos toda la noche para escucharte. Pero el tiempo que se pierde es el que él te pide: que salgas de tu tiempo mortal, para entrar en el tiempo mítico donde sucede el poema. Lo mismo pasa cuando te enfrentás a la poesía de Alberto Girri. Una poesía asintáctica, austera, casi sin metáforas, ni comparativos, ningún lugar donde agarrarse para bajar la escalera tranquilo.

En los poemas de Girri vemos la destrucción del yo, la búsqueda de la palabra esencial. Instrucciones mentales, un mensaje que nos llega desde otro planeta y que nosotros recibimos con poca frecuencia y nitidez en nuestra pobre radio spika. Algunos poemas parecen construidos con palabras al azar y puestas en un ordenador para que este aparato electrónico arme al poema en su metálica impersonalidad. Sin embargo, cuando logramos entrar en la frecuencia del poema, presenciamos el nacimiento de las palabras, la potencia del vacío que nos invade. Un poema de Girri empieza describiendo una escena de playa -nos damos cuenta de esto después de leerlo tres veces- y de golpe decide hablar sobre los graznidos de los pájaros, pero en vez de poner una metáfora o un comparativo para realzar a los graznidos, dice: esos graznidos… son graznidos. Y la potencia de la palabra graznido nos sacude la cabeza.

Cuando leo en la clase un poema de Girri, tenemos que hacer, cada dos o tres versos, el minuto que piden en el básquet para ver cómo seguimos.

Estoy en la clase de la mañana dando los poemas de Monodias, uno de los grandes libros de Girri. Tiene un epígrafe anónimo (yo pienso que es de Girri y que lo ponga como anónimo es un gesto más de esa búsqueda de impersonalidad) dice así: “¿A qué atiendes, al texto o al que lee? Atiende al texto!”. Pienso en las veces en que escuché recitar a un poeta que leía muy bien un poema. Después cuando sometía al poema a una lectura interior, no me gustaba. Es decir que la oratoria del que lo recitaba estaba funcionando como conductor, lo que a veces sucede en algunas películas donde, desde la música, se resaltan emociones o estados, para sugestionar al espectador, lo que marca que la imagen no logra potencia por sí sola, fracasa. El único poema que vale la pena es el que podemos leer con los ojos de la mente. Recordemos que durante miles de año la gente sólo leía en voz alta. Y que en algún momento alguien decidió leer para adentro, tal vez porque lo que leía era algo que no debía escucharse y escapaba así al panóptico de control de la iglesia, o donde estuviera encarnado el poder en la época en que nuestro lector silencioso leyera.

Cuando leo en la clase un poema de Girri, tenemos que hacer, cada dos o tres versos, el minuto que piden en el básquet para ver cómo seguimos. Leo tres párrafos y veo las caras de desconcierto y hacemos minuto. Y así vamos avanzando. La repetición mántrica, la variación de leer diferentes poemas uno atrás de otro, hace que empecemos a escuchar de otra manera. Al quinto poema diferente -con tres o cuatro lecturas de cada uno- estamos atrapados por Girri. El otro día pregunté qué habían soñado. Algunos contaron sus sueños. Después leí varias veces el poema de Girri titulado “Como sueño que nos despierta”, la parte final es extraordinaria: “La quimera de estar homologándolo todo/ entrar limpios/ en el día, expuestos/ en la condición de estelas de piedra/ sin ninguna gastada leyenda/ y a partir de nuestra boca/ hablar sin rodeos, entonar /sutras por lo que fuimos”. ¿Cómo a alguien se le ocurre poner la palabra “homologándolo” en un poema seco, cómo a alguien se le ocurre invertir la forma de la frase: “sin ninguna gastada leyenda en la condición de estelas de piedra”, por la del revés: “en la condición de estelas de piedra/sin ninguna gastada leyenda”? ¿Cómo? Las preguntas vienen porque estamos atendiendo al que lee. ¡Ahora ya lo sabés: atendé al texto!

FC