2020 y 2021. Dos años que fueron uno y que fueron miles. Dos años que hoy se nos hacen empastados, apelmazados, ensimismados, enchastrados, plomíferos, cansados, aplastados.
2020 y 2021. Dos años que fueron uno y que fueron miles. Dos años de pandemia que es la misma y que nunca es igual a sí misma.
2020 y 2021. Dos años que fueron uno y que fueron miles. Dos años de pandemia, esa que reforzó los hierros de la montaña rusa que suele ser una vida. Esos hierros de la montaña rusa se sintieron más, los hierros de la montaña rusa se fueron despintando, ajando, cachando; los hierros de la montaña rusa se fueron pronunciando y esos mecanismos que estaban destinados a que el carrito se deslizara, vertiginosa pero dócilmente, para que el vértigo tuviera por fin un punto de llegada y de culminación, se atascaron, se atascan, se demoraron, se demoran. Y entonces quedamos un poco suspendidos y el vértigo se estira, no termina. O estamos en la subida de la montaña rusa, a sabiendas que la bajada es inminente, pero la bajada nunca llega y entonces somos un poco “víctimas de la espera”. Esos hierros de la montaña rusa empezaron a sentirse un poco en la espalda, otro poco en la nuca y bastante en el alma, esa que también es parte del cuerpo, y nuestros cuerpos se afectaron y no durmieron y dolieron y se entumecieron y se fastidiaron y se desencajaron y se alteraron y se hicieron más extraños que nunca, se extrañaron hasta el paroxismo, se nos hizo extraña la vida, el mundo, el cuerpo.
Y en este poema de Clara Muschietti está todo eso:
Ah, es que perdí
ese velo con el que ves
el mundo en una versión admisible.
Ah, es que es imposible asimilar
tantos datos sobre la realidad.
Ah, me pesa el cuerpo porque no puedo terminar de creer en lo invisible.
2020 y 2021. Dos años que fueron uno y que fueron miles. Dos años que cambiaron el mundo y que cambiaron nuestro mundo. Y pienso en los que se murieron antes de este nuevo mundo y no quiero que no estén acá, hoy. Y pienso en los que se murieron en este mundo nuevo. Y son muchos y los duelos también se atascan, aprietan. Un mundo nuevo: acaso eso es lo que uno hace cada vez que se muere alguien que queremos. Hacemos un mundo nuevo en el que alguien nos falta, un mundo nuevo en el que le hacemos lugar a la falta, en el que hacemos encajar esa falta, ese mundo agujereado ahora es nuestro mundo nuevo. Pero el trabajo es inmenso y la inmensidad es inabarcable. Porque hay que hacer ese mundo en un mundo que tampoco está más. Una especie de mamushka de duelos. Y estamos cansados, muy cansados. Y estamos un poco, mucho, un poco, bastante, mucho, poco, rotos. Vir/ginia Cano dice, hablando del duelo, “tengo el cuerpo estallado porque no hay cuerpo vivo que no esté un poco muerto, que no se haya roto y deshecho mil veces, como todos sus muertxs, como todxs sus vivxs; porque estar vivo se parece bastante a estar un poco muerto, porque lxs muertxs insisten en jamás morirse del todo (...)”.
Dos años que fueron uno y que fueron miles. Dos años que cambiaron el mundo y que cambiaron nuestro mundo. Y pienso en los que se murieron antes de este nuevo mundo y no quiero que no estén acá, hoy.
2020 y 2021. Dos años que fueron uno y que fueron miles. Dos años en los que nos agarra miedo pero también nos sorprende la felicidad, esa que creíamos que nos estaba vedada. Las muertes se acumulan pero también se dispersan, porque sin esa pequeña dispersión no sería posible la vida. Y cuando lloramos ya no sabemos por qué lloramos, pero también nos damos cuenta de que tampoco antes importaba por qué llorábamos. ¿Qué importa el por qué?, tampoco importa el después (“Después, qué importa del después/Toda mi vida es el ayer/ que me detiene en el pasado”). Frente a la tosquedad de la muerte, nos sostenemos de la sutileza de algunos gestos.
2020 y 2021. Dos años que fueron uno y que fueron miles. Como las Mil lianas que nos tira generosamente Agustina Larrea cada viernes, esas mil lianas son, como dice ella: “un montón de cosas de las que aferrarse en medio del desconcierto”, justamente. También son un refugio. Los refugios en estos años son pequeños y parecen apocados frente a la estridencia de la muerte. Pero entonces también son refugios que nos cobijan más, aunque esporádicos, efímeros, movedizos, ahí están, funcionan. La intensidad de cada pequeño espacio, de cada pequeño momento en que nos sentimos un poco más a salvo se hace también más profunda, oscura y prístina a la vez, dulce-amarga, como el Eros de Carson, bittersweet, esa palabra que no existe en castellano pero que describe este tiempo. Porque la alternancia entre momentos amargos y dulces se desdibuja, y entonces estamos alegres y tristes, sórdidos y triviales, felices e infelices, contentos y deprimidos, insomnes y adormecidos, tranquilos e inquietos; lloramos y reímos, todo al mismo tiempo, desprolijo también. Todo al mismo tiempo. ¿Acaso hay que elegir? ¿Acaso no hay lugar para todo junto? Un día dije que estaba feliz y triste al mismo tiempo y mi amiga Florencia Angilletta dibujó una imagen perfecta: el helado de dos gustos, como esos de Mc Donald’s, distribuidos en cantidades iguales en el mismo contenedor en el que no se tocan.
2020 y 2021. Dos años que fueron uno y que fueron miles. Como las miles de veces en las que dejamos de hacernos los distraídos y pudimos volver sobre las escenas que nos dañaron e irnos, por fin, de ahí. Y entonces casi todo se puso en cuestión, casi todo se tensionó un poco. Casi nada quedó intocado: la amistad, el amor, la familia, el trabajo, el cuerpo, el sueño, el analista. Todo eso fue atravesado por la zozobra. Y la pandemia viene siendo una especie de tamiz que se sacude. Y en cada movimiento queda lo que de verdad nos importa, y se cuela aquello que no importaba tanto como creíamos. Y lloramos de nuevo, pero también reímos, una vez más, otra vez.
2020 y 2021. Dos años que fueron uno y que fueron miles. Como las miles de veces que amamos, cojemos, escribimos, nos emborrachamos, leemos, bailamos, reímos, dormimos, nos angustiamos, nos enamoramos, tenemos hijos, nos casamos, nos divorciamos, nos mudamos, apostamos, arriesgamos, jugamos, disfrutamos. Porque también disfrutamos. Y porque los momentos agradables quedaron impregnados del perfume de lo amable. Lo amable y lo horrible. Lo bello y lo triste. Así, todo el tiempo. ¿Qué tiempo? The time is out of joint. O cursed spite, That ever I was born to set it right!, dice Hamlet. Pero no, no nos esforcemos por acomodarlo. El tiempo, o bien se empasta, se estira, se repite a sí mismo o bien se precipita, se acelera y todo se juega en un instante.
2020 y 2021. Dos años que fueron uno y fueron miles. Como las miles de veces en las que creemos que nada volverá a ser como antes. Y como las miles de veces en las que creemos que todo volverá a ser como siempre.
2020 y 2021. Dos años que fueron uno y que fueron miles. Como las miles de veces que lloramos pero también como las miles de carcajadas que acontecieron.
2020 y 2021. La pandemia no es una guerra y en general no me gusta el optimismo -eso no quiere decir que me guste el pesimismo-. Pero aún así no puedo evitar transcribir el final de La transitoriedad, un texto de Freud al que volví apenas comenzó la pandemia:
“Sabemos que el duelo, por doloroso que pueda ser, expira de manera espontánea. Cuando acaba de renunciar a todo lo perdido, se ha devorado también a sí mismo, y entonces nuestra libido queda de nuevo libre para, si todavía somos jóvenes y capaces de vida, sustituirnos los objetos perdidos por otros nuevos que sean, en lo posible, tanto o más apreciables. Cabe esperar que con las pérdidas de esta guerra no suceda de otro modo. Con sólo que se supere el duelo, se probará que nuestro alto aprecio por los bienes de la cultura no ha sufrido menoscabo por la experiencia de su fragilidad. Lo construiremos todo de nuevo, todo lo que la guerra ha destruido, y quizá sobre un fundamento más sólido y más duraderamente que antes”.
2020 y 2021. Dos años que fueron uno y que fueron miles. Como las miles de palabras que leímos y que escribimos. Vuelvo sobre algunos subrayados de los que me acuerdo. Empecé este año leyendo Los Llanos, de Federico Falco, y leo una pregunta que insiste: “¿Cómo escribir una historia entre los escombros de una historia?”. Hacia el final de 2021 leo Se vive y se traduce, de Laura Wittner, y subrayo: “se puede seguir traduciendo mientras se llora”. También leo Oslo, de Martín Caamaño: “Pero esta noche Manuela no tiene presagios. Milton tampoco. Los dos unidos por un único e implacable zumbido. La música del vértigo. Los oráculos borroneados por la prepotencia de la velocidad, que es también la fuerza del futuro. Ellos viven el futuro. No necesitan desentrañarlo, lo miran de frente. Y, debido a su fugacidad, como es propio de su generación, ni siquiera se hacen cargo de lo que ven. Solo siguen adelante”. Y también leo “Saltando en la cama elástica”, un poema de Fabián Casas, que en un momento dice: “Pero la ecuación es sencilla: deberíamos saber/ que nuestros actos son inútiles/ y después ejecutarlos como si tuvieran sentido”. Y más tarde: “Lloviznaba y la noche parecía una bolsa de plástico transparente a la que alguien llenaba con su aliento. Fue hermoso: todos deberían rendirse alguna vez”. Y también leo a Louise Glück y subrayo una porción de “El pasado”: “Las cuerdas ceden. La hamaca/ se balancea en el viento, atada/ firmemente entre dos pinos./ Huele el aire. Es el olor del pino blanco./ Es la voz de mi madre lo que escuchas/ o se trata tan solo del ruido de los árboles/ cuando los roza el aire/ porque ¿qué sonido haría si rozara la nada?”.
2020 y 2021. Dos años que son uno y que son miles, miles de años en los que nos balanceamos, como el elefante en la tela de araña. Anoche, por primera vez en toda mi vida, me fui a dormir aunque había una araña en la habitación. Algo se apacigua. Un rato.
Siempre me gustaron más las hamacas que las montañas rusas.
AK