Gerardo Gandini contaba un chiste. Un pianista à la Bill Evans tocaba en un sótano ignoto. Y tenía un monito a su lado. Ricardo Piglia toma ese chiste en uno de sus cuentos, “El pianista”. También hay allí un músico que remeda a Evans y, claro, un lugar y una ciudad improbables. En “Alias Tristano”, otro cuento, Juan Sasturain habla de un pianista de jazz. Boliviano. Milton Paniagua, a quien todos apodaban, sin saber por qué, Tristano. Y habla Sasturain de unas pocas notas –como esas citas que Borges decía encontrar en una única edición de la Enciclopedia Británica, perdida en una librería de viejo de una lejana ciudad austral llamada Buenos Aires– donde Lennie Tristano, el músico que más influyó a una de las generaciones más influyentes del género, parecía tocar la chacarera “La Telesita”. Bill Evans, el verdadero, estuvo en la Argentina dos veces. Y se acercó sin saberlo a esos personajes de cuento –y de cuentos–.
Uno de esos relatos es el que narra magníficamente Joaquín Sánchez Mariño en un artículo publicado por el periódico La Nación el 1º de abril de 2018. Piglia había muerto un año antes y Gandini en 2013. Ambos habrían disfrutado las resonancias y los prestamos mutuos entre la fantasía y una realidad que no podría parecer más inventada: Bill Evans, el pianista blanco más admirado por los negros, el fundador no sólo de un estilo sino de una estética, el que había tocado en el disco más canonizado del jazz, el Kind of Blue de Miles Davis y el que había inventado el arte del trío junto con el contrabajista Scott LaFaro y el baterista Paul Motian, yendo a tocar un concierto en San Nicolás que nadie recuerda y donde el centro de atención había estado en la presentación de la Reina de la Primavera y sus princesas, que hoy niegan haber estado allí.
Pero el primer concierto en Buenos Aires, en el Cine-Teatro Gran Rex, no fue menos literario ni más ajeno al mito. Fue en 1973, el 24 de junio, y, como recuerdan Horacio Verbitsky (que también cita a Sánchez Mariño) en El Cohete a la luna y Santiago Giordano en Página/12, habían pasado tres días desde el regreso de Perón de su exilio español y desde la dramática jornada en Ezeiza. La presentación, casi secreta, fue un domingo a las 10 de la mañana. Y los pocos asistentes, muchos de ellos músicos, no hablaban de otra cosa que de un contrabajista que tocaba como jamás se había escuchado en estas tierras. Eddie Gomez, nacido en Puerto Rico en 1944, había tocado por primera vez con Evans a los 22 años y fue su colaborador habitual a partir de 1966. En 1968 el trío –esa célula básica del jazz– incorporó al baterista Jack DeJohnette y a fin de ese año lo remplazó Marty Morell.
En esa mañana porteña que se recuerda fría, más cercana a la reunión de una logia de iniciados que a un concierto, el grupo contaba con una estabilidad inusual de cinco años y un conocimiento profundo entre Evans y Gomez que se remontaba a ocho. Y aquello que ya había sido explicitado en el ejemplar conjunto con LaFaro y Motian entre 1959 y 1961 –el contrabajista murió en julio de ese año– aparecía nuevamente en estado de gracia. Una idea revolucionaria, en su aparente medio tono: un trío donde los papeles rotaban permanentemente y donde no había ni solistas ni acompañantes en estado puro. No se trataba de que Bill Evans no hubiera estado deslumbrante. Pero eso era lo esperable. Lo que casi nadie de los presentes había escuchado jamás en vivo era un contrabajista capaz de jugar en ese mismo nivel. De tomar la melodía, de ponerse al frente, de solear con tanta naturalidad con el arco como con los dedos, de jugar, finalmente, ese juego que al jazz más le gusta: el de tocar y escuchar al mismo tiempo.
La segunda visita fue seis años después. El estilo de Evans era más oscuro y, en alguna medida, su trío se había convertido en marca. Y, también, en una cierta rutina. El concierto en el Teatro San Martín estuvo muy lejos de ese posible tedio –que en muchas grabaciones tardías del pianista, que murió apenas un año después, es notable–. El grupo ya era otro. En el contrabajo estaba Marc Johnson, un joven brillante, de tan solo 25 años, que había debutado poco antes con la One O’Clock Lab Band de la Universidad de North Texas junto con el tecladista Lyle Mays, el luego célebre compañero de ruta del guitarrista Pat Metheny. Durante 1978 se habían alternado en la batería el legendario Philly Joe Jones y Eliot Zigmund. En enero del 79 entró Joe LaBarbera y ese grupo, el mismo del San Martín y de las ejemplares grabaciones de las actuaciones en París, en noviembre de ese año (Volumen 1 y 2) y en el Village Vanguard neoyorquino en junio de 1980, se mantendría unido hasta la muerte del pianista el 15 de septiembre (su último registro es de cinco días antes, en el Fats Domino de Nueva York). La cohesión y empatía es apenas el punto de partida. La actuación de Buenos Aires es ni más ni menos que una de las más inspiradas de la carrera de Evans.
Ambas presentaciones fueron grabadas para sí por quien fue el sonidista, el admirado Carlos Melero. Y las dos fueron publicadas, con una mezcla muy precaria, por los sellos Yellow Note y Jazz Lab. Melero realizó por su parte una edición “para los amigos” patrocinada por otra logia secreta, la de la disquería Minton’s, en la histórica galería del Teatro Apolo donde alguna vez se presentó a Manal y al nuevo sello Mandioca. Nunca había habido hasta ahora una edición que les hiciera justicia. Nuevamente Minton’s estuvo en el centro, junto con uno de sus habitués, el periodista Roque Di Pietro, e hizo de nexo entre las grabaciones de Melero y el sello discográfico Resonance, el que más –y mejor– ha hecho por el rescate de grabaciones perdidas del jazz –entre ellas varias de Evans, algunas de Getz (una de ellas con João Gilberto) y una notable de la orquesta de Thad Jones y Mel Lewis en el pico de su trayectoria–.
El primer acierto de la suntuosa publicación de dos álbumes dobles (en LPs y en CDs), con numerosas fotos y abundantes notas de los músicos que allí tocaron, de grandes pianistas actuales como Richie Beirach y Enrico Pieranunzi y del periodista argentino Claudio Parisi, cuyo Grandes del jazz internacional en Argentina editó recientemente El Gourmet Musical, es, en el caso de la grabación de 1973 –editada con el nombre de Morning Glory–, no haberle tenido miedo al soplido de cinta original. Haber intentado borrarlo –algo así como agregarle brazos a la Venus de Milo– hubiera significado la pérdida de información musical valiosa: los matices, la relación entre los planos y eso tan esquivo a lo que, a falta de definiciones mejores, se llama fantasma del sonido. Eso que sin estar del todo y sin que pueda ser percibido conscientemente en toda su magnitud, hace que un sonido sea el que es. La grabación de 1979 –el título del álbum es Inner Spirit– es totalmente diferente.
Seis años era mucho tiempo en una Argentina sumamente atrasada en lo tecnológico a comienzos de los setenta y, ya en el final de esa década, con el dólar barato de Martínez de Hoz en el medio. Y si la toma ya era buena, la restauración ha logrado que esa vieja grabación sea mucho más que un documento. De hecho, para cualquier oyente desprevenido podría tratarse de un registro reciente. Y obviamente extraordinario. Eso sí, estos álbumes sólo se consiguen en sus lujosas presentaciones físicas o a través de Apple Music o ITunes. Ni Tidal ni Spotify tienen por ahora acceso a ellos.
Diarios
La idea de obra quedó fijada, de alguna manera, por las pinacotecas renacentistas. O, en todo caso, a partir de ellas empezó a hablarse de “una obra” y de “la Obra” como cosas distintas. Y hay obras que se resisten a cualquier definición; que mutan todos los días y en las que los fragmentos pueden configurar también universos. En la literatura el mejor ejemplo tal vez sea César Aira y un cosmos inabarcable en el que la Obra es, sencillamente, la que el lector seleccione (y tal vez las maneras en que la seleccione). En la música argentina, un talentosísimo –y también inclasificable– pianista y autor llamado Esteban Insinger compone, desde hace años, sus diarios. Pero en su caso se trata de algo literal: una composición por día. En dos páginas de la plataforma Bandcamp se agrupan sus piezas de 2021 y de lo que va de 2022. Hay algunas muy breves. Otras no tanto. Pueden escucharse al azar, sin pensar en las fechas, pueden imaginarse conexiones entre algunas de ellas y la propia vida de quien escucha, se puede tratar de desentrañar si las composiciones de los viernes, o de los días con luna llena o de los muy ventosos tienen alguna característica que las distinga de otras. En cualquier caso es una aventura. Y sumamente grata.
Muchas “Nada”
El tango “Nada” fue compuesto en 1944 por el bandoneonista José Dames (autor también de “Fuimos”, otra de las piezas más bellas del género) y el letrista uruguayo Horacio Sanguinetti, cuyo apellido real era Basterre. Ese mismo año lo grabaron, con apenas unas semanas de diferencia, la orquesta de Carlos Di Sarli con un joven -casi adolescente– Alberto Podestá como cantante y, con la voz de Raúl Iriarte, el conjunto de Miguel Caló.
Su letra recuerda al poema de Heinrich Heine “El doble maligno” –y a la canción que Schubert escribió sobre él–. En ambos textos un hombre llega hasta la casa vacía de quien fue su amada. Goyeneche lo cantó de manera ejemplar en 1980, con la orquesta de Osvaldo Berlingieri y Julio Sosa lo interpretó de manera memorable con la de Leopoldo Federico –aunque con un arreglo bastante cursi– en 1964 y como cierre del último disco que llegó a grabar, El firulete.
En 1998 el dúo del violinista Damián Bolotín y la pianista Sonia Posetti registró una bellísima versión instrumental.
Pero tal vez la interpretación menos previsible (y una de las mejores, sin duda) sea la que Caetano Veloso grabó en vivo en su homenaje a Giulietta Masina y Federico Fellini, con una excelente traducción propia de la letra y la música llevada con sutileza hacia el lado del samba.
DF