“¡Ni muerta ni presa!” Cuentan que así amonestaba Jaime Durán Barba a un Mauricio Macri que todavía no había jugado su primer tiempo. El hijo de Franco jamás habría podido interrumpir la habitación de la Casa Rosada por el clan Kirchner si la libertad o la buena salud de Cristina Fernández hubieran sufrido algún provocado quebranto. En el escenario político de 2015, cuanto más vivaz y locuaz se manifestara la viuda y sucesora de Néstor, tanto mayor sería el presentismo en la jornada electoral, y tantos más votos llenarían las urnas cambiemitas. Los de aquel sector de clases medias del electorado cuyo decisivo estímulo para votar sin amor por Mauricio era que odiaba a Cristina, o aborrecía de ella. Tal era la doctrina, clara, firme, monolítica, aunque poco lisonjera. que al presidenciable argentino exponía su asesor de campaña ecuatoriano. Un programa que comulga con el dogma central de este catecismo parecen proveer, a los ojos de Jair Messias Bolsonaro, guía y plan suficientes para asegurarle la reelección en las presidenciales brasileñas del 2 de octubre.
Con Lula preso
Capitán del Ejército y diputado ultraderechista, Bolsonaro había multiplicado nacionalmente su popularidad por sus violencias en el recinto del Congreso en los meses de los escándalos de Petrobras y de la constructora Odebrecht, y del proceso de impeachment que llevó a la condena y exoneración de la presidenta Dilma Rousseff, y la accesión a su cargo de su vicepresidente, Michel Temer, de un partido derechista con el cual el Partido de los Trabajadores (PT), en el poder de 2003, labraba alianzas electorales.Caída la presidenta, entre clamores y marchas ciudadanas que denunciaban y pedían castigo por lo que entendían corrupción, la colusión del gobierno y las grandes empresas, y cartelización de la obra pública, el PT estaba desprestigiado en la opinión.
Al gobierno petista del Estado, con un Tesoro pauperizado por la caída de los precios internacionales de los productos que el país exporta, faltaba los recursos que necesitaba para que el progreso económico de unas clases medias que se sabían estancadas en aspiraciones postergadas, y que aun veían cómo erosionaban privilegios y también derechos. En años anteriores, esos recursos habían viabilizado el progresismo de una agenda de nuevos derechos y pagado, para masas atávicamente sumergidas bajo la línea de flotación de la pobreza, un ámbito de desarrollo perdurable en un medio ambiente respirable. (A diferencia de Bolivia y Ecuador, que lo enderezaron en primer lugar a infraestructura, a semejanza de la Argentina, Brasil del PT pagó cara la decisión finalmente fatal de convertir el superávit en gastos de cuenta corriente). Sólo la candidatura de Luiz Inácio 'Lula' da Silva, predecesor de Dilma por dos mandatos consecutivos, habría reunido la aprobación que necesitaba el PT para recuperar en las urnas el poder que le había despojado sin llamar a elecciones.
Nadie surfeaba mejor sobre las olas del tsunami brotado de ese golpe soft legislativo que el golpista Bolsonaro. El defensor del golpe militar de 1964 y el protagonista del sainete travestido de juicio político de agosto de 2016 pudo presentarse abiertamente como lo que era en las presidenciales de octubre de 2018, y ganarlas. Bolsonaro era, abiertamente, un candidato independiente, por fuera de los partidos. El autodesignado representante del 'hombre común', del buen cristiano, de la biblia, el buey y la bala, del hartazgo tóxico ante la agenda ideológico-social de la izquierda, con palabras y ademanes alternativamente glosolálico o familiero o masculino, de templete más o menos salomónico o de boteco aguardentoso o de churrascaria de espeto corrido a vontade. Sobre el telón de fondo una alevosa nostalgia o ilusión retrospectiva de los buenos viejos tiempos de pornochanchada de la larga, represiva, dictadura militar brasileña desarrollista de petróleo limpio y favela limpia, de Yaciretá y de Itaipú.
Bolsonaro no se engaña: para la avasalladora victoria que coronó la primera postulación presidencial de su vida un espaldarazo fue determinante. No bastaba con el protagonismo y el poder conferidos en 2016 por liderar la oratoria del impeachment. No bastaba con haber bajado a Dilma de la presidencia. En 2018 había que apartar a Lula de la candidatura presidencial. Para estar seguro de ganar, a Bolsonaro no le bastaba con el golpe soft de 2016. Para las elecciones de 2018 necesitaba también del lawfare. Resultó providencialmente oportuno que el juez federal Sérgio Moro hubiera condenado a tiempo a Lula y ya lo tuviera encarcelado antes de la primera vuelta de las presidenciales celebrada el 7 de octubre de 2018. El magistrado federal con sede en Curitiba, en el próspero estado sureño de Paraná, había sido el adalid y el rostro de la cruzada anti-corrupción del Lava Jato. Cuatro causas penales le abrió Moro a Lula, la dos más importantes por un departamento en la playa y por un terreno en provincias, lo declaró culpable y condenó a años de prisión. Desde luego, quedaba por añadidura despojado de sus derechos políticos.
En el balotaje del 28 de octubre de 2018, Bolsonaro derrotó a su contrincante con el 58% de los votos. La candidatura petista había sido decidida por Lula. Del académico Fernando Haddad, ex ministro de Educación, ex alcalde de San Pablo, en el Nordeste, bastión del PT, pocos votantes habían podido retener el nombre de este correligionario del que nada sabían.
Y con Lula libre
Al mirar en el espejo de la historia la imagen de las elecciones que ganó en 2018, Bolsonaro infiere que, para ganarle nuevamente la presidencia al PT, tiene que poder ver en el azogue, en este 2022, la consabida imagen especular: idéntica, pero al revés. En el octubre de cuatro años atrás, nada mejor para derrotar en última vuelta al candidato de gallos y medianoche del PT que un Lula a la sombra. Acusado por un arcangélico y evangélico ministerio público y encarcelado por una magistratura que no le hacía ascos a ensuciarse cuando limpiaba con manguera a presión. En el octubre venidero, en cambio, para ganarle otra vez el balotaje al PT y ahora retener la presidencia, nada parece mejor a Bolsonaro que el duelo con un Lula libre, rehabilitado y candidato.
Cuando en 2021 el Supremo Tribunal Federal (STF) declaró nulo todo lo actuado por Moro en las causas que le siguió a Lula, determinando que había actuado a la vez como juez y parte, como magistrado y como fiscal acusatorio, dando de antemano por prejuzgada y consumada la culpabilidad de Lula, en el bando de Bolsonaro celebraron. La inocencia declarada de Lula debilitaba las posibilidades de Moro, aliado de Bolsonaro en su campaña electoral, y su primer ministro de Justicia, para después abandonar el cargo, lograr importantes apoyos en su propia candidatura presidencial para este octubre. De hecho, la presentó, y la retiró.
Tanto más influye, en este sentido, lo ocurrido esta semana. El Comité de Derechos Humanos de las Naciones Unidas (ONU) determinó la parcialidad del juez Moro contra Lula en el marco de la Operación Lava Jato. La decisión del Comité, declarada después de seis años años de analizar el caso en Ginebra, responde a la denuncia presentada por la defensa del ex presidente en 2016. Los abogados denunciaron al Estado brasileño por no intentar frenar acciones que consideraron abuso de poder por parte del ex juez Moro y los fiscales del Lava Jato. El Comité se basó entre otros argumentos y pruebas jurídicas en el cumplimiento del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos (OHCHR) del que Brasil es signatario desde 1992 cuando el país ratificó el protocolo que reconoce la competencia del Consejo para examinar comunicaciones de personas que aleguen ser víctima de violación de sus derechos.
Para Bolsonaro, es aun mucho mejor -al menos, él está convencido de que es así- tener como rival directamente a Lula. A sus 76 años, el fundador del PT está judicialmente rehabilitado de los procesos arbitrarios instruidos por Moro, pero no se ha esfumado de la opinión pública opositora la convicción de que en sus dos períodos y en el de Dilma creció la impunidad de la corrupción. Lula es el cantado rival de Bolsonaro en el balotaje. Desde que proclamó su candidatura, las encuestas dan consistentemente a Lula como el ganador. Pero la distancia entre los dos también ha disminuido consistentemente. Esta semana contaba con el 49% de intención de voto, según la encuesta Ipec.
Según la derecha de Bolsonaro, la pandemia se ha ido, Río festeja en abril sus carnavales otra vez, y la guerra de Ucrania puede acabar significando un boom para el agronegocio brasileño. Sólo Lula candidato puede ser acicate con intensidad bastante como para consolidar en el electorado un bloque antipetista que a nadie detesta más que, precisamente, al propio Lula. Una masa de votantes a la que le importe mucho derrotarlo, que le importe muchísimo frustrar que el primer presidente obrero del país regrese a Brasilia para gobernar. Y que entonces no faltará a cita electoral. Para votar contra Lula. Es decir, a favor de Bolsonaro.
AGB