Damián Ríos trabajaba como editor en Interzona, era la primera época de esa editorial y le llegaban muchos inéditos. Una tarde me llamó y me dijo que quería que leyera una novela que era muy buena. Se llamaba En busca del calamar gigante. Me la pasó y la leí. Me gustó mucho. Interzona no la publicó. El autor -Carlos Busqued- la mandó al concurso de novela de Anagrama y ahí tuvo una mención y decidieron editarla pero con otro nombre: Bajo este sol tremendo. A mí me gustaba el nombre anterior, me parecía más enigmático y que daba más con el tono secreto de la novela. No es fácil ponerle un nombre a una novela. A veces los editores al modificar el nombre original la pegan, a veces no. Cuando Güiraldes le aconseja a Roberto Arlt que cambie La vida puerca -un título muy explícito- por El juguete rabioso, la pone en el ángulo. Es un título hermoso e inolvidable. Cuando Kerouac le aconseja a Burroughs que titule esas notas enfermizas que acumula en su pieza de Tanger como El almuerzo desnudo -ese momento en que todos vemos que hay en la punta de nuestros tenedores, es decir, nada- también acierta.
Pero se me vino a la cabeza el título elegido por Herralde para la novela de Busqued porque es sábado y hace varios días que venimos bajo una ola de calor infernal y parece que algo va a colapsar. Los pájaros gritan en un idioma extraño desde el comienzo del día y aletean alrededor de un sol rojo y tremendo que parece presagiar una distopía. Los pájaros parecen estar hablando sobre algo que es mejor no intentar entender. Entonces me llama V y me dice que agarremos el auto y salgamos para una casa en un bosque.
Creo que hay pocas cosas que me fascinen más que un bosque. Cuando era chico a mis padres le gustaba salir de la ciudad e ir a Ezeiza, a los bosques de Ezeiza, para hacer un asado y pasar el día. Tuve un amiguito que cuando se hizo más grande se fue con la madre a vivir a Córdoba y desde ahí me llamaba y me decía que estaba en medio de un bosque -no era verdad, en Córdoba no hay bosques- y me lo describía de manera genial, me decía que era un bosque pulenta y yo tenía ganas de dejar todo e ir para allá. Pero era chico y todavía no estaba preparado para el bosque mental de mi amigo ni para los bosques no domesticados del todo que después conocería.
El bosque puede ser un lugar hermoso y aterrador. Perderse en un bosque es terrible. Durante la segunda guerra mundial, el sargento Salinger tuvo que combatir en la frontera belga alemana, en el 44, en el así llamado bosque de Hüerten, un lugar de abetos altísimos, colocados casi uno al lado de otro que dificultaba el acceso y donde el regimiento de Salinger peleó meses anegado en el agua y la nieve soportando temperaturas bajísimas y quedando reducido a pocos hombres, casi zombies, cuando finalmente pudieron salir de ahí. La batalla de Hüerten quedó en la historia como una de las grandes demencias de la guerra mundial. Salinger salió de ahí con un colapso nervioso y sus consecuencias le duraron toda la vida.
Salinger escribió durante toda la guerra cada vez que pudo. Cuando finalmente volvió a Estados Unidos, tenía un cuento largo, una novelita, llamada El bosque invertido, la historia de Raymond Ford un poeta genial que está psicótico precisamente porque es poeta y es genial y que aniquila con su conducta la vida de su novia que lo idolatra. La novelita es una de las primeras tentativas de Salinger para explicar su mundo espiritual. “Un artista genial no crea, encuentra. Debajo de la tierra está el verdadero bosque. La vida social es pura apariencia, maya”. Pero los lectores de Cosmopolitan -la revista donde se publicó la novela- no la entendieron y llenaron el correo de cartas de rechazo. Salinger ya tenía el borrador de otra resaca de guerra: Un día perfecto para el pez banana y a este cuento le iba a ir mejor.
Ahora estamos en el bosque y V me presenta a R, el bañero de la playa ancha que crece cuando uno baja las dunas y sale del bosque. R me explica que el mar está muy picado. Al rato se nubla y empieza a lloviznar y nos metemos en la casilla que él tiene con unas sillas, una cocina y unas mesas precarias. Me dice que con sus amigos de la playa construyeron el techo de nuevo porque antes se llovía. Ahora por la lluvia y la niebla, parece que estuviéramos adentro de una botella repleta por el humo de nuestro aliento. R dice que va a cocinar un guiso precario. Me cuenta cómo hizo hace muchos años el curso para ser guardavidas y que le gusta la vida nómade. Unos meses en la playa trabajando y después tiene tiempo para hacer lo que quiere.
Después llegan M y H -amigos de la playa- y todos hablan de trabajos precarios, de vidas en presente. H por ejemplo -que tiene una remera de los redondos- me cuenta que mañana va a salir a pescar con un amigo, y que después venden la pesca del día en la playa. También me dice que estuvo en Cromañón y que se salvo porque otro amigo le dijo: ya estamos grandes, porque no nos ponemos atrás que en el pogo nos van a matar. Estuve sacando gente toda la noche, dice H.
R hace un guiso con carne que quedó de un asado que hizo el día anterior M, el más grande de todos en edad, unos setenta años llevados de manera impecable y que se ha metido en el mar bajo la lluvia y ahora fuma mientras habla de la época gloriosa de los sindicatos peronistas, en los setenta. La conversación va en random en la casilla mientras se hace el guiso y en el techo repiquetea la lluvia. Sabés que ayer vi a un gordito caminando por la playa y creí que era Juan, que caminaba hacia a mí. Eso me impresionó, dice M. Yo le digo que después de que alguien muere, aparece el doble, que eso pasa siempre. Asienten todos en silencio. R, mientras revuelve la olla para que no se pegue la cebolla ni se queme, dice: Juan era un cheto al que queríamos mucho, él se vino acá para escribir, pero cada vez que comíamos un asado yo le decía, borracho: vos sos un puto. Un día me dice un amigo en común que Juan se había ofendido porque yo le decía así y entonces le pedí disculpas. ¿Te las aceptó? Le pregunto. No, dice R. Todos nos reímos.
R habla como sintiendo cierto remordimiento: Lo que yo le quería decir es que él era de una clase social alta y sofisticada y que yo era un reo, pero para mí fue un honor escucharlo hablar, era un privilegio escuchar todo lo que sabía de libros. M dice: la gente deja la ciudad y se viene a escribir al bosque. Es inspirador. Yo les cuento que la tarde anterior salí solo, sin V y que me costó volver a la casa, porque me perdí en el bosque. Se debate si se puede o no perderse en un bosque tan chico. R dice que sí. Y cuenta que una tarde de mucho calor un mujer salió a las dunas, perdida y se murió deshidratada. La buscaron todo el día y él y un amigo guardavidas la encontraron tiesa, recostada en la arena, como si tomara sol.
Yo les digo que sabía que cerca de la casa de V había unos caballos y que de golpe, cuando ya andaba en círculos por el bosque, como una brújula enloquecida, sentí el ruido que hace la piel de caballo para espantar las moscas. Entonces pegué un relincho artificial y los caballos me contestaron de inmediato. Me apuré y llegué a la casa. Les digo que si no R me iba a encontrar tieso recostado en una duna. Se rien. Lo que me gusta de encontrarme con gente nueva es el anti casting. Nadie se parece.
Hace unos meses todos eran desconocidos para mí, ahora estamos acá, compartiendo una comida, en una casilla de bañero, bajo la llovizna del Atlántico, al lado de un bosque. R: es el Rana. H: es Hernán. M: es el Mariscal. Para nombrar a V voy a utilizar la descripción que da Thomas Pynchon en su novela V: “V es lo que son para el libertino unos muslos abiertos. Lo que es el vuelo de los pájaros migratorios para el ornitólogo, lo que es una tenaza para el ajustador, esa es la letra V”.
FC