Oíd el ruido Opinión

La canción de Qatar: la multiculturalidad al palo

3 de diciembre de 2022 00:27 h

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Lo sabemos: hay canciones contra la guerra y el hambre, el antropoceno y las consecuencias del calentamiento global, el amor en todas sus formas y a favor de la igualdad de los géneros, las razas y especies. Lo que nunca habrá es una tematización crítica de un Mundial de fútbol, mucho menos en el petro certamen de Qatar. Rod Stewart rechazó participar de la velada, indignado por las políticas represivas de los anfitriones (malestar que no le impidió hinchar por Escocia en Argentina en el Mundial 78). Lo mismo hizo Dua Lipa. Y ya. Las estrellas también gozan del derecho humano a gritar gol. El ecumenismo mundialista nos deja igual algunos resquicios para escuchar pequeñas diferencias.

En principio digamos que la FIFA, como nunca antes, ha decidido cantarse a sí misma. ¿Qué otra cosa puede decirse de los temas oficiales? “Hayya Hayya” reunió a Trinidad Cardona, un cantante estadounidense que tiene dos madres, una de origen mexicano y la otra puertorriqueña, el nigeriano David Adedeji Adeleke (Davido), y la qatarí AISHA. La multiculturalidad al palo. “Esta canción simboliza hasta qué punto la música y el fútbol pueden conectar el mundo”, dijo Kay Madati, director de la División Comercial de la FIFA. “Hayya Hayya” expresa una suerte de deseo abstracto de ese todos al que convoca: “caminar el camino en cada calle”, ir a “todas” las discotecas sin perder el ritmo, y fiesta, qué fantástica la fiesta “ocho días a la semana”. Una FIFA dionisíaca que promete, a través de sus intérpretes, que “todo” todo va a salir bien “no importa lo que pase”. Una canción de consignas que podrían suscribir muchos partidos políticos: “sabes que estamos mejor juntos” o “el momento es ahora o nunca”. Davido recuerda que “la vida puede tener altibajos”, pero, llama al sinceramiento, “¿qué podés hacer vos, eh?”. Nada, o sí, algo: mirar los partidos.

“Dreamers”, la canción que abrió el certamen con un despliegue abrumador de tecnología (esa exaltación sonora del poder de la renta del carbono), le pertenece supuestamente Jeon Jung-koo, integrante del grupo por coreano BTS. La canción es una rescritura en tiempos de mayor barbarie de Imagine, de John Lennon. “Mira quiénes somos, somos los soñadores/ Hacemos que suceda, porque lo creemos”. En un punto, lo admito, leer a contrapelo estas letras es un ejercicio inútil. Nada podemos esperar, ni siquiera un fallido, porque todo es transparente. “Hacemos que suceda porque podemos verlo”, cantó el sosía asiático de Michael Jackson, acompañado por decenas de bailarines y con lentes de realidad virtual. “Respeto, oh, sí/ por los que pueden imaginar”.

Ambas canciones mechan dosis de orientalismo y melismas africanos, pero, en rigor, ponen en escena el rotundo agotamiento de la llamada world music. El término, dijo The Guardian en 2016 es “defectuoso y problemático”, razones por las cuales ha muerto en vida. “La categoría world recuerda a uno de esos mapas medievales en los que todos los detalles de Europa y la Tierra Santa están claramente marcados, pero el resto del planeta está lleno de fronteras borrosas o sin marcar, dibujos de gente con dos cabezas y advertencias de que aquí hay monstruos”, señala Elijah Wald en Global minstrels. Voices of world music. Es decir: una manera de nombrar a todas las tradiciones que no fueran centrales y que se ven a sí mismas dotadas de un patrón de universalidad. Todo comenzó a fines de los ochenta cuando Paul Simon, Peter Gabriel, Talking Heads y Ry Coder, entre otros, se zambulleron en las músicas de la alteridad, con distinto grado de respeto y admiración. Fueron, a partir de ese momento, traductores de esos otros que, a la postre, ganaron una cuotita del mercado internacional. Los cánticos religiosos de Nusrat Fateh Ali Khan “aparecieron como música atmosférica en películas de gran presupuesto”, recuerda Wald. El propio David Byrne, líder de Talking Heads, fue uno de los primeros en despegarse de aquello que había en parte propiciado. Ya en 1999 escribió un artículo en The New York Times titulado “I Hate World Music”. El cantante, guitarrista y compositor argumentaba que escuchar música de otras culturas, “dejarla entrar”, permite cambiar nuestra visión del mundo y reducir lo que una vez fue exótico en parte de nosotros mismos. Pero la world music ha significado lo contrario: un “distanciamiento” entre “nosotros” y “ellos” revestido de una falsa amalgama como la que se ha visto en el estadio qatarí. En definitiva, añadió entonces Byrne, se ha tratado de una “forma demasiado sutil de reafirmar la hegemonía de la cultura pop occidental” que “recluye en guetos la mayor parte de la música del mundo. ¡Un movimiento audaz y audaz, Hombre Blanco!”.

 ¿Qué diría hoy cuando las estrellas del pop indio cantan una mezcla de canciones de la corte antigua y Madonna, los grupos árabes combinan chirimías y pistas rítmicas tecno?  Dicho con palabras de Wald: debajo de la world music subyace muchas veces “una visión miope y eurocéntrica del mundo, en el mejor de los casos ignorante y en el peor racista y colonialista”. Alcanza con ver a Jeon Jung-koo y compararlo con Park Jiha una multiinstrumentista y compositora coreana que emplea una variedad de instrumentos musicales tradicionales, incluidos el piri, el yanggeum y el saenghwang, para, desde ahí, relacionarse con el patrimonio musical de Occidente.

Desde ya que a los curadores de la FIFA les tiene sin cuidado estas cuestiones. Qatar 2022 nos ofrece por el momento otros detalles que vale la pena comentar. Antes de su primer partido en la Copa, la selección de Irán se abstuvo de cantar el himno, con los brazos cruzados sobre los hombros. Esas bocas cerradas expresaron su solidaridad con la protesta social que sacude a ese país, con un desgarrador número de víctimas fatales. Pocas semanas antes del certamen, el cantante iraní Shervin Hajipur se había sumado a la sublevación contra el régimen teocrático con una canción en Instagram. El 29 de setiembre fue detenido por agentes de policía en Teherán. Antes de ser eliminada de las redes sociales el mismo día, “Hajipur”, que alude a la atroz muerte de la joven Mahsa Amini en manos de la policía moral iraní, había sido visitada 40 millones de veces (extraña definición: las canciones ya no se escuchan, se visitan como un parque temático). 

Alemania se ha ido sorpresivamente del Mundial, pero queda de esa selección un gesto que se conecta con el de los jugadores iraníes: callar. En el caso de los germanos, pusieron en escena la imposibilidad de pronunciarse a favor de la campaña One Love por orden de la FIFA. Hablando sobre esa postura, entrenador, Hansi Flick, dijo: “fue una señal, un mensaje que queríamos enviar. Queríamos transmitir el mensaje de que la FIFA nos está silenciando”. Añadió la Federación Alemana: “queríamos que nuestra voz se escuchara”. Los derechos humanos, añadió, no son negociables: “Negarnos el brazalete es lo mismo que negarnos una voz”. 

Ahora bien, lectora, lector, imaginan, se atreven a imaginar, solo eso, un gesto similar de la selección argentina, pongamos, por ejemplo, hacer apenas una mímica del himno, en rechazo a la existencia de un 50% de los niños de este país sumergidos en la pobreza o la calamidad del extractivismo. Sería imposible por numerosos motivos, y no solo por los propios condicionamientos que la FIFA y los anfitriones han impuesto. Nos obligaría, además, a construir perfiles de jugadores de fantasía que ni siquiera aceptaría el mundo virtual. Pero, por otra parte, ya lo sabemos esto también, el Mundial se presenta como la mejor oportunidad para cantar el himno, un canto en comunión que borra jerarquías, enconos, capaz de juntar a Cristian Ritondo y Cecilia Moreau, los copitos y Máximo Kirchner, el dirigente que se viste con el buzo de Racing Club y no cesa en sus metáforas futbolísiticas para hablar de economía. El canto sin letra, esa emulación de la parte introductoria de la canción patria, ha pasado de las tribunas a los rituales políticos. En el reciente acto de La Plata de Cristina Kirchner, el animador Pedro Rosemblat llamó a la militancia a entonarlo con espíritu tribunero porque, ante todo, la patria no es el otro, sino la pelota. 

Tenemos ahí un problemita. Esto de cantar sin letra tiene un antecedente inquietante: la “Melodía oficial” del Mundial 78. La dictadura, con su culto a la ley del más fuerte, no tuvo mejor idea que encomendársela a Ennio Morricone. La inscripción de Morricone en “la gesta deportiva sin igual” tensaba los lazos siempre problemáticos entre dinero y trabajo musical. Por un puñado de dólares, la película que marcó en 1964 su alianza con Sergio Leone y la creación de lo que se conocería como el sonido western en el cine, irrumpía como único justificativo para dejar su firma de autor “por encargo” en esa Argentina que azoraba a muchos italianos. Ese año, el 71, Morricone había compuesto la música de Sacco y Vanzetti. La película de Giuliano Montaldo sintonizó como pocas con el clima de politización global al contar la historia de dos anarquistas de origen italiano, Nicola y Bartolomeo, que deben enfrentar en los Estados Unidos acusaciones de robo a mano armada y asesinato. Aunque durante el juicio queda en claro la inocencia, las autoridades políticas norteamericanas quieren convertirlos en una suerte de chivo expiatorio para desencadenar la represión contra los anarquistas. Ellos fueron ejecutados a pesar de las movilizaciones y el clamor social, que incluyó en sus ruegos a Albert Einstein,Marie Curie, Bernard Shaw y Miguel de Unamuno. 

Ellos murieron en la silla eléctrica hace casi un siglo, el 23 de agosto de 1927. Montaldo convirtió la película en un fresco de la lucha de clases (“la sociedad está construida sobre la violencia”, dice Vanzetti) y a sus personajes en emblemas. Morricone decidió que la canción en la que se resume el martirio de los anarquistas la cantara Joan Baez. Comienza con una passacaglia en el órgano y la guitarra que se extiende hasta que entra esa voz inconfundible, y la banda. A modo de plegaria, o de mantra, Baez repite una y otra vez los versos: “Esto es para ustedes, Nicola y Bart/ por siempre estarán en nuestros corazones/ el verdadero y último momento les pertenece/ esa agonía es su triunfo”. No hay espacio para decir otra cosa a lo largo de esos casi tres minutos que estallan en la palabra “triunfo”. Solo queda cantar cada vez más fuerte. En 1978, Morricone repitió el procedimiento compositivo, aunque pasó por alto un detalle: en vez de “de la agonía del triunfo” del filme, en Argentina triunfaba la agonía. El canto sin texto, tarareo significante que devino en 1978 himno estatal sin palabras (porque entre otras cosas la Letra no regía, la voz se ha devorado al texto en un país donde la nuda vida arrastra grilletes a pocas cuadras del estadio) y va creciendo a medida que transcurre el tiempo.  Del canto solista se pasa al coro de lo mismo, heterofonía de la unanimidad que, en la mitad de la canción, cede su paso a los bronces: es la sonoridad castrense la que ocupa el centro del tema y le impone finalmente el tono. Cuando vuelve la voz, las voces, la marcha ya no es la misma. El actual “oh oh oh oh oh oh oh” que simula en las gargantas el remate de la introducción del himno es el hijo no deseado de aquella melodía oficial.

AG