“La eternidad interpreta imperturbablemente en el infinito las mismas representaciones”. Encerrado en el Fuerte de Taureau desde 1870, el revolucionario francés Louis-Auguste Blanqui reflexiona sobre la infinita duplicidad de los mundos. Cada hombre posee “un número sin fin de dobles que viven su vida, absolutamente tal como él mismo la vive”. Siempre puede haber sutiles bifurcaciones, y es así, escribe Blanqui en La eternidad a través de los astros, tal vez los ingleses “han perdido muchas veces la batalla de Waterloo” en algunos globos mientras que “Bonaparte no logra siempre la victoria de Marengo”. Siguiendo ese razonamiento, en algún remotísimo multiverso, sus Beatles incorporaron a Billy Preston como tecladista y se mantuvieron unidos un año más, hasta 1971.
Get Back, el maravilloso documental de casi ocho horas sobre los fab four de Peter Jackson que acaba de estrenarse, y que vi con enorme fruición, supone un giro adicional respecto a la idea de Blanqui que fascinó a lectores tan disímiles como Jorge Luis Borges y Walter Benjamin: la realidad alternativa ya no está en lejanas galaxias, se reconstruye en una isla de edición. Todo un mundo paralelo puede revelarse a través de los descartes documentales.
Y si bien se puede contar de otra manera el final de Los Beatles, ¿qué podemos decir sobre su recepción en Argentina? Si vamos en busca de lo dicho a medias, lo desechado o insólito, podemos armar, también, una historia diferente. Digamos primero que la disolución del grupo se experimentó como un episodio remoto. Para acortar distancias, Daniel Ripoll, el director de la naciente Pelo se tomó un avión para “averiguar” de cuerpo presente “las causas” de la ruptura. “Por primera vez una revista argentina penetraba en el mitificado, infranqueable recinto” de los estudios Apple, “lamentablemente para comprobar que Los Beatles están más separados de lo que uno cree”. Ese llegar tarde estableció por varios años un modo de diálogo con la música inglesa.
“Llegan Los Beatles”, se anunció el 8 de julio de 1964. Iban a actuar en El show de la risa de Canal 9 y ya, desde el vamos, la posibilidad de contar con ellos tenía algo de humorada. En rigor eran unos incógnitos Beetles (escarabajos) que trasegaban las noches de un club de Miami. Todo fue un chasco, como tan bien se cuenta en el documental El día que Los Beatles vinieron a la Argentina, realizado hace seis años por Fernando Pérez. Entre esos Beetles y los verdaderos Beatles se traza sin embargo y desde entrada una zona de ambigüedad que llega a los propios discos de los músicos originales. La industria decide bautizarlos Los Grillos: el 9 de agosto de 1963 comenzó a circular “Para ti”, que, en rigor, era “From Me To You”. A fin de ese año se conoció el simple con “Ámame” (“Love me do”) y, del otro lado, “Por favor, yo (Please please me)”. Cuenta el investigador Julián Delgado que un ignoto adolescente, Luis Alberto Spinetta, descubrió al grupo rebautizado como ortóptero (¡ni siquiera escarabajos, a la sazón coleópteros!) gracias a un disc jockey del club Estudiantes del Norte.
La beatlemania, que estremecía a Occidente, rivalizó en Argentina con otro asedio, el de la música ligera italiana, con Rita Pavone y Domenico Modugno. La otra trinchera contra la “invasión inglesa” la levantó Palito Ortega, como contamos en Un muchacho como aquel. Una historia política cantada por el Rey, que escribimos con Pablo Alabarces y acaba de ser publicado por Gourmet Musical. La película Un rey en Londres, de Aníbal Uset, estrenada el 11 de octubre de 1966, pone en escena esa situación. John, Paul, George y Ringo son en la pantalla encarnaciones musicales del coronel William Carr Beresford, quien había encabezado el ataque contra Buenos Aires en abril de 1806 (la pintura del pintor francés Charles Fouqueray, en la que el invasor entrega sus armas, formó desde 1909 parte de las imágenes de los escolares argentinos). Sobre el final del filme, se rescribe la historia del concierto de 1963 en el Teatro del Príncipe de Gales que consolidó a Los Beatles como fenómeno de dimensiones insospechadas. El cuarteto canta “She Loves You” y Ortega, a un costado del escenario, observa la situación junto a Graciela Borges. La canción finaliza. No habrá “Twist and Shout” y, por lo tanto, ningún pedido de sacudir las joyas nobiliarias y de la realeza porque el único rey monarca existente proviene de Argentina. “And now Palitouu Ortega”, se anuncia. El tucumano se cruza, por astucia de Uset, con dobles de los anteriores ocupantes. Ellos parecen reconocer su inferioridad con hidalguía. De hecho, “Lennon”, ese “John”, se detiene frente al visitante y le extiende la mano.
Más allá de lo bizarro del trucaje, la película ofrece una certeza: ese 66, “Yellow submarine”, llega al quinto lugar de los simples más vendidos, desplazando a Ortega un puesto abajo con “Mamita…mamá”. Pero a lo largo del año, Palito trepa en los charts con seis canciones frente a dos más de los Beatles, “Help”, conocida como “Socorro” y “Eight days a week”, llamada “Ocho días en la semana”. Y “Let it be” se tradujo “Déjalo ser” en el simple que salió a la venta en 1970. Las películas del cuarteto eran presentadas en la televisión, con su correspondiente doblaje como Anochecer de un día agitado y Socorro. La “castellanización” de Los Beatles buscó, al menos a través de los títulos, acercar canciones que fascinaban por su melodismo y su renovada textura, pero que en general no se comprendían porque el inglés, más allá del empeño de las profesoras de la escuela primaria, no tenía ni por asomo la familiaridad de este presente global.
Hay al respecto, una viñeta extraordinaria de Mafalda que explica esa estructura de sentimiento alrededor de Los Beatles. Ella escucha en la radio “I´m looking trough you” (circuló en este país como “Mirando a través de ti”) y comienza a bailar. Su amigo, Manolito, masculla con desagrado el nombre del cuarteto. “¿Cómo pueden gustarte si no entendés lo que dicen?”, quiere saber, y recibe una respuesta que lo deja en silencio mientras, de fondo, sigue sonando la música: “A medio mundo le gustan los perros, y hasta el día de hoy nadie sabe qué quiere decir guau”. Emilio del Guercio lo confirma en la biografía sobre Spinetta de Sergio Marchi: “Nosotros no sabíamos qué decían las letras, por ahí enganchábamos una partecita”. Teníamos, por lo tanto, una música deseada y, al mismo tiempo, provista de una zona enigmática, un lado oscuro de la luna de la educación sentimental. El aprendizaje fue, no obstante, virtuoso.
Todos los debates sobre el sentido de pertenencia en el rock en un país de escasa divulgación del inglés nos devuelven a los grillos iniciales y sus parodias. En esa manera de nominar se puede, desde el presente, trazar una continuidad a través de las imitaciones fonéticas. Había siempre en el oyente, sea músico o melómano, un canto aproximativo, del que surgían palabras verificables, una suerte de analogía de los signos capturados en el aire, tan cercanos como aquello que podía separar a los Beatles de los Beetles. Se cantaba lo que se podía y se escuchaba -tal vez- otro tanto. Pedro Saborido, el guionista de Peter Capusotto y sus videos, así como el mismo actor, Diego Capussotto, se educaron en ese tipo de jerga que afianzó un aspecto inescrutable de las canciones. “Ahora hay alguien que las canta como vos”, se dice en Peter Capusotto y sus videos sobre Roberto Quenedi. Su disco Canciones cantadas en un inglés de mierda incluye una versión de Angie, de Los Rolling Stones. “Anlli, Anlli, uilai souplaillu desde ruawnrin somblat”.
Así y todo, el fenómeno beatle dejó su marca: en agosto de 1967 Sgt.Pepper llegó al primer puesto de los más vendidos. El 68, año de politizaciones planetarias, sucedió lo contrario. A The White album no le fue bien (los fab four solo la pegaron acá con el simple de “Hey, Jude”, pero lo que arrasa es “La Balsa”, de Los Gatos) y eso quizá explica la lejanía frente a una polémica de varios meses en Europa y Estados Unidos. Recordemos. La cara cuatro del disco doble se abre con el canto de John: “Decís que querés una revolución/okey, vos sabes/ Todos queremos cambiar el mundo/ Me decís que es evolución/ ok, vos sabes/todos queremos cambiar el mundo/ Pero cuando hablas de la destrucción/ Sabé que no podés contar conmigo”.
Todavía ceñido a un programa que renegaría y volvería a abrazar, el beatle proponía además: “mejor liberá tu mente/ pero si vas a llevar carteles del camarada Mao/ No vas a hacerlo con nadie de ninguna manera”. Un desplante a chinoistas y guevaristas. Parte de la contracultura se enojó y consideró que Mick Jagger era el verdadero rebelde con “Street fighting man”. Fue entonces que Lennon grabó una “Revolution” también “alternativa”. Como le señaló el mismo autor: “Hubo dos versiones de esa canción pero la izquierda underground solo recogió la que dice ´count me out (no cuenten conmigo)`. La versión original dice ´count me in´too (pueden contar conmigo)`; grabé ambas porque no estaba seguro. Hubo una tercera versión que era justamente abstracta, música concreta, diferentes clases de loops, gente gritando. Pensé que estaba pintando un cuadro de la revolución, pero cometí un error”. Sutilezas. Opacidad. No se ajustaban a las urgencias de los chicos de posguerra en las sociedades opulentas y, a la vez, sus ecos no llegaban a un país como Argentina, donde la radicalización política dejaba afuera a los Beatles en cualquiera de sus versiones.
Es interesante recordar el fragmento de La hora de los hornos, la película con la que Fernando Solanas obtiene en 1968 el Gran Premio de la Crítica en la Muestra Internacional de Nuevo Cine de Pesaro. “Se enseña a pensar en inglés”, sentencia una voz en off en esa primera parte de La hora de los hornos. “Para el neocolonialismo, los mass comunication son más eficaces que el napalm, un ejército de psicólogos, sociólogos, analistas motivacionales, publics relations, tratan de dividir y enfrentar las organizaciones sindicales, políticas y estudiantiles”, explica de un modo que podía ser aprobado, con sus matices, por todas las variantes de izquierda y el nacionalismo. Se muestra entonces una disquería. Fundido a negro. “Las movilizaciones populares son silenciadas o difamadas. Sus dirigentes calumniados. Filmes, revistas, audiciones, periódicos, intentan despolitizar al pueblo, sembrar el escepticismo, la evasión, se desarrolla el prejuicio y el complejo por lo nativo”. La música norteamericana de fondo. Unos pibes buscan un disco en las bateas. Fondo negro, y en letras grandes: LOS MEDIOS DE INFORMACIÓN Y DIFUSIÓN ESTÁN CONTROLADOS POR LA CÍA. La música continúa. LA CENSURA Y LA REPRESIÓN IDEOLOGICA SON TOTALES. LO REAL, LO VERDADERO, LO RACIONAL AL IGUAL QUE EL PUEBLO, AL MARGEN DE LA LEY. La siguiente escena tiene lugar en una muestra de arte moderno. ARTISTAS E INTELECTUALES SON INTEGRADOS AL SISTEMA. La música existente se funde con “Sgt. Pepper's Lonely Hearts Club Band”. Habla una chica: “All you need is love. I´m a beatle girl”, dice, a lo que un joven añade: “no nos consideramos ciudadanos de un país sino del mundo”, y un tercero, “humildad, paz y amor”. Se suceden los emblemas, símbolos e imágenes (Batman, Superman, el mago Mandrake, Coca-cola, Vietnam, Kennedy). LA MONSTRUOSIDAD SE VISTE DE BELLEZA.
La película concluye con un entierro en el altiplano, acompañado por una baguala que inexorablemente lleva a Bolivia. Y sobre otro fondo negro: “¿Cuál es la única opción que queda al latinoamericano? Elegir con su rebelión su propia vida, su propia muerte”. El cuerpo semidesnudo del Che exhibido en la escuelita de La Higuera después de su asesinato establece la vara moral de la época. El final tiene la imagen crística de Guevara. La percusión afrocubana ha reemplazado a Los Beatles como fondo, forma y mandato (escuchar es definirse políticamente). El crescendo se propone anunciar la inminente victoria de los condenados de la tierra.
Hubo, no obstante, una muy secreta relación entre el mundo beatle y la subjetividad insurreccional. La historia me la contaron en La Habana, en 1997. Ernesto Guevara había sido derrotado política y militarmente en el Congo. No retornó a la isla. Arribó en cambio a una Praga gris. Llegó en marzo de 1966 de la mano de Ulises Estrada, un hombre de confianza de “Barbarroja”, como se conocía al viceministro del Interior cubano Manuel Piñeiro Losada. Fue tan sigilosa su llegada que las autoridades checas nunca se enteraron. En Praga, el Che enfrentó el invierno en una virtual reclusión. Fueron días tristes y solitarios. Vivió aislado. Para distraerlo, Estrada le regaló un disco que, al principio, rechazó con vehemencia. Ese disco, según la memoria de Estrada, era Revolver. Pero la conjetura no resiste: el LP se editó en agosto de 1966. Estrada se equivocaba: el disco en cuestión debe haber sido Rubber Soul y la canción de marras fue, sin duda, “Nowhere man”. El Che la escuchó una y otra vez porque pareció ser escrita para él: “He’s a real Nowhere Man/ sitting in his Nowhere Land”.
En 1969, el año del Cordobazo, Abbey road es uno de los discos más vendidos de diciembre. Sandro lo sigue como una sombra. La separación del grupo más extraordinario posible acompañará el giro de los consumidores: otras referencias comenzarán a poblar las tímidas discotecas. Los Beatles ya habían dejado su profunda huella musical en el Río de la Plata: Los Shakers, primero, y luego Almendra. Si Blanqui finalmente tiene razón, si están en lo cierto los físicos cuánticos, en algunos otros mundos sería justicia poética que ellos, especialmente los uruguayos, que hasta tocaban mucho mejor que John, Paul, George y Ringo, fueran la fuente de inspiración de cuatro chicos de Liverpool.
AG