Sus ropas visten lo irreal … / te desvisten
María Gabriela Epumer
Casi como una historia bíblica, todo lo que está pasando estos días en torno a la difusión del control de visitas a la Residencia de Olivos ocurre con alguien borrada en la foto. Borrada en el relato, en la defensa, diluida detrás de la generalización, aunque las redes sociales, los medios, los memes sí la señalaron con nombre y apellido. La escritora Paula Puebla lo sintetizó en un tuit: “Del enorme apoyo a Flor Peña lo que queda es el grandísimo silencio por Sofía Pacchi”. Sofía Pacchi es la otra, quien es menos referida y no aparece en los apoyos, defensas, comunicados. Esa distinción en las coberturas mediáticas para las víctimas de femicidios entre “buenas” y “malas” víctimas –entre la “abanderada angelical” y la “fanática de los boliches”, entre Ángeles Rawson y Melina Romero– vuelve a producir una gramática diferencial: entre quien puede ser defendida –incluso desde el Estado mismo– y quien ni siquiera puede ser nombrada. Nos olvidamos de la otra. De la que quedó acordonada en el “gato”. No tuvo palabra, no fue entrevistada en ningún lado, no tiene followers: no la conocíamos antes de la difusión de los registros.
Olivos: casa y trabajo. Aquello que tienen en común las dictaduras y las democracias, de CKF a Macri: que todos durmieron bajo el mismo techo, usaron el mismo baño, tomaron agua de la misma canilla. En su extraordinaria investigación, Soledad Vallejos analiza la Residencia como “la intimidad de una presidencia requiere de mucha gente”. Un capítulo destinado a “entradas y salidas” señala que, a diferencia de Casa de gobierno, “el espacio de la Residencia permite otro control: quién entra, quién sale, a dónde va, a quién puede ver” y “la única excepción son las visitas reservadas, casi secretas, que llegan por el túnel que cruza por debajo de las vías y une el parque de la Residencia con la Avenida del Libertador”. Mientras el país estallaba, una mudadora fue a Olivos a desarmar las pertenencias de la familia De la Rúa (Inés Pertiné tuvo su propio 2001); otro presidente, Menem, había expulsado a su esposa del lugar por decreto. ¿Y Perón? Perón tenía ¡un tigre!
Olivos, mil Olivos. Las visitas. A partir del conocimiento de las del juez Borinsky a Olivos, de sus encuentros de paddle cuando Macri era presidente (y se había negado a difundir estos mismos registros), la ONG “Poder Ciudadano” dio a conocer las listas de ingresos y egresos, que incluían los de la presidencia de Alberto. En plena pandemia y con la circulación restringida por las medidas del ASPO, los nombres mostraron la heterodoxia misma de la Argentina, desde Eduardo Van der Kooy a Ricardo Forster. La pandemia regía con demasiada igualdad ante una sociedad enormemente segmentada. A la aspiración de que el presidente sea “uno más”, con la frente al sol, se le superponía la “ventaja”, el “vip”, que resuena desde una parte de la vacunación, y un mantra desde entonces: que la clase política haga la fila.
Sobre esta torsión, la difusión de los registros entró en la máquina de hacer grietas. Aunque del conjunto de lo discutible sobre los encuentros presidenciales se produjo un recorte sobre las mujeres en la traducción de “escándalos sexuales”, como si lo único que ciertas mujeres pudieran ir a hacer con un presidente fuera sexo oral. Lo que pasó después no tendría por qué leerse como una exigencia más a la demanda del repudio sino como la mostración de los límites sexuales de nuestra época. Tan fuerte sonó la “condena” como la “defensa” de Florencia Peña mientras un silencio atronador cayó sobre otras, sobre Sofía Pacchi –casi como el silencio ante Milagros Maylin–. Qué es lo más indefendible e inmostrable, aún en 2021. Una chica, un corpiño.
Gatillar la diferencia
Tan contra el vidrio queda expuesta la diferencia entre mujeres y varones –nada más “democrático” que la acusación de “puta”, las “sospechas” sobre el algo habrán hecho– como las mil diferencias que hay entre las mujeres. “Interseccionalidad”, nombrar el cruce del género con la sociedad, implica las activaciones de los capitales disponibles, hasta el capital del archivo fotográfico: quien tiene fotos vestida de colegiala, en la cama, la chica de la revista “Hombre” y quien tiene otras fotos en el archivo, con los hijos, con el pañuelo verde, con una casa preciosa. Cuando las mujeres tocan lo público se activan discursos morales del sexo –apenas las multitudes llegaron al poder con la Ley Sáenz Peña, Carriego eternizó ese pasaje “la costurerita que dio aquel mal paso”, una imagen-fuerza que atravesó el siglo XX– a la vez que en el deseo, en la narrativa, siempre hay otra. De la diferencia a las diferencias. (Esa película de Woody Allen Another woman: llevamos encima las vidas que no vivimos.) Las mujeres son las otras son las otras son las otras, como en un juego de mamushkas.
Ante la lógica de que una mujer en una audiencia es una petera, con audacia Florencia Peña replicó: “Yo soy petera y no creo que ningún hombre de los que me ataca no quiera que le hagan un pete”. De la moral no se sale con más moral. No se trata, entonces, de discutir que pasó o no en cada visita sino qué se activa en esas acusaciones y en esas retóricas. Cuáles son los matices y las condiciones de enunciación. Por qué es más fácil, más disponible, más en la boca de tantos y tantas la defensa de una famosa que la de una desconocida. Todas son putas pero unas son más putas que otras.
Quiénes pueden subir fotos en pose frente al espejo, mostrando la rutina de sentadillas, o bebotear cuando reciben la vacuna. Incluso en versiones más “recatadas” persisten formas del uso del cuerpo. Una foto en redes que cosecha likes o comentarios como “hermosa”, “divina”, “bomba”. Las mujeres de clase (media) vamos de paseo al capital erótico. Aquello que parece más “blando” en la sexualidad (¿quién podría cuestionar un cargo en una universidad, en el Estado, o en el Conicet por subir fotos en malla mientras se lee un libro?) sólo exhibe la diferenciación del capital erótico entre tener ese capital entre otros capitales (la difusión de estos registros y el cierre de listas, por ejemplo, organizan esta tensión) y sólo tener –o tener en forma mayoritaria– el capital erótico, sumado a la ejecución esférica del sexo (actrices porno para los sábados a las diez de la noche). Y la clase como viaje al interior de la clase (son disímiles los capitales de mujeres casadas, solteras, divorciadas, madres, no madres). El “empoderamiento sexual” (“me visto como quiero”, “no uso corpiño”, “me autopercibo puta” –o “putita” como inmortalizó Babasónicos–) choca con esa posibilidad dentro de una circulación de clase y el énfasis en “clase” no es nada más la plata en la billetera –donde empieza la clase– sino el conjunto de prácticas y modos de subjetivación que la abrochan. Las educativas (Pacchi “sólo terminó el secundario”), las institucionales (¿qué sellos tiene detrás?), las amistades (¿qué otros circuitos de nombres se activan para bancarla?).
“¿Yo tengo que salir a aclarar que no soy el gato del Presidente?” Florencia Peña tiene una irreverencia que descoloca, a las vez que sus capitales traccionan apoyos que no son equivalentes a los de Pacchi. Una doble vara adentro de otra doble vara. Discutir la libertad sexual es discutir todo lo que hay tener para tener libertad sexual. Desarmar la operación moral de la lectura del cuerpo o de la ropa (que usar animal print no te convierte en puta) tanto como la necesidad de la demarcación (el gato no soy yo), cuyo subtítulo es el gato es la otra. La distancia entre el “empoderamiento sexual” y el gato. Que a las mujeres nos pregunten con quién nos acostamos para acceder a tal o cual escena no tiene por qué ser sólo respondido con una pretendida asepsia del sexo, donde en el sexo sólo hay sexo y nada más. Al prejuicio de que se llega por sexo ¿por qué responder con el prejuicio de sacar el sexo de la discusión? (Susú Pecoraro en Tacos altos y Susú Pecoraro en Camila.) Porque una cosa es el sexo violento y apasionado adentro del paquete de la pareja, por “decisión” y por placer, por gusto, y otra cosa es el deseo sexual a secas, ese animal corretón, esa conversación salvaje. Una cosa es una mujer que se acuesta por amor y otra cosa es una mujer que se acuesta por un cargo, por un empujoncito, por sobrevivencia, por ambición, por refugio, por estatus, por poder. Porque sí.
Carolina Spataro y Carolina Justo von Lurzer han propuesto con sagacidad las retóricas que interpelan a las mujeres en los medios como “tontas o víctimas”. Sofía Pacchi no cuadra dentro de esos modos: no hay exhibición de biblioteca, ni historia de vida, ni redención personal, algo. Sólo le cabe la racialización en los modos de mirar. El título del excelente libro de Marisa Tarantino señala: Ni víctimas ni criminales: trabajadoras sexuales. Pero incluso en la fascinación con la que las mujeres nos venimos acercando al mundo de las “putas”, a la sexualización, por momentos encubre los accesos de clase de la “putez”. No todas las putas son nuestro objeto de estudio. La putez del llano, de lo común. ¿Bancamos a las putas sólo cuando se nos parecen, cuando hablan nuestros códigos, cuando son putas y feministas? Está la sexualización habilitada hasta por Instagram, donde nos podemos sacar fotos mostrando las gambas, y están “los gatos”. ¿Qué hacemos con las “malas víctimas” que no tienen los pasaportes de clase (media)? Es una chica en corpiño. Una paria. A Sofía Pacchi la seguimos buscando en Internet y la palabra que hay para rodearla es ésta: “gato”. Nada más.
FA