Historias

El color y el idioma de la bandera argentina

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La discusión sobre los motivos que llevaron al coronel Manuel Belgrano a elegir el celeste y el blanco para adornar el estandarte que izó en las barrancas del Paraná a fines de febrero de 1812 es antigua pero, muchas veces, superficial y poco productiva. Algunos autores que tienen en alta estima a la Iglesia de Roma han afirmado que, al optar por esta combinación cromática, Belgrano estaba rindiendo homenaje a “los colores del manto de la Virgen de Luján”. El argumento sirve, ante todo, para enfatizar la imbricación entre el culto católico y nuestra nación. Primero católicos, luego argentinos. El catolicismo como suelo de nuestra cultura, como viga maestra de la patria.

También dominados por la ideología o por el simple desconocimiento, otros espíritus más libres a veces sugieren que los colores del cielo y del mar constituyeron la principal fuente de inspiración del héroe de Salta y Tucumán. Esto último llama la atención porque, en tiempos de Belgrano, esa Argentina todavía en ciernes era un país mediterráneo, que miraba hacia el interior del continente. Todas sus aguas, comenzando por los caudalosos ríos que recorren su litoral, eran dulces y amarronadas. Tenía un río color de león, el Río de la Plata, pero todavía no soñaba con una Mar del Plata. El océano no desempeñó ningún papel en la representación del país colonial o decimonónico. El mar estaba ausente de su imaginación territorial. Allí no estaba la patria.

Otras visiones también nacidas de la fantasía o el ensueño hacen foco en el sol de 32 rayos que adorna el centro de la bandera nacional. Invocando el argumento de que ese sol representa a Inti, el dios incaico, nos invitan a reconocer otro linaje. Ese Sol de Mayo revelaría la presencia de la nación morena –la esencial, la verdadera, la que yace por debajo de una capa de barniz importado– en el momento mismo del nacimiento de la patria. Lo cierto es que, ausente de la enseña izada por Belgrano en febrero de 1812, el sol recién apareció, de manera intermitente, en las banderas posteriores a 1818. Es curioso es que la imagen del sol de 32 rayos guarde poca relación con la iconografía incaica o andina, que prefería otras maneras de retratar a su divinidad. También aquí estamos en presencia de una apropiación muy libre, de una invención.

Los historiadores que se han interrogado con alguna seriedad sobre nuestra enseña avanzan por otra senda. Sugieren que los colores elegidos por Belgrano remiten a los de la monarquía borbónica, más específicamente a los de la Orden de Carlos III. Una rápida mirada al retrato de La familia de Carlos IV, pintado por Goya entre 1800 y 1801, hoy alojado en la Sala Goya del Museo del Prado, en Madrid, es suficiente para despejar toda duda y para mostrar que, en lo que a la bandera nacional se refiere, la elección de Belgrano no tenía nada de original (ni de revolucionaria).

En efecto, en el retrato de Francisco de Goya puede observarse que todos los varones de la familia real, comenzando por el monarca y su heredero, el futuro Fernando VII, lucen una banda celeste y blanca sobre su pecho. Los colores de esa banda tienen la misma disposición y la misma tonalidad cromática de nuestra divisa nacional. ¿Los reyes de España con la bandera argentina ya en 1800? En todo caso, los futuros argentinos apropiándose de un símbolo del Antiguo Régimen. En esta imagen se condensa mucho de la ambigüedad de ese momento. El estandarte que los seguidores del gobierno de Buenos Aires eligieron para distinguirse, a la vez que ponía de relieve la existencia de una nueva identidad política, todavía en construcción, reenviaba a su condición de súbditos de la monarquía.

José Carlos Chiaramonte, que ha hecho importantes contribuciones a la comprensión de ese período, agrega un elemento más a la interpretación que asocia nuestra bandera con la dinastía Borbón. Al arroparse con los colores del rey, el coronel Belgrano ­­­–cuya admiración por la monarquía constitucional como sistema de gobierno es conocida–, también le estaba enviando un mensaje al Consejo de Regencia de España e Indias, es decir, a la institución que, luego de que Carlos IV y su hijo Fernando VII fueran hechos prisioneros por las tropas francesas que invadieron España en 1808, y tras la disolución de la Junta Suprema de Sevilla, aspiró a regir los destinos del imperio americano. El mensaje de Belgrano hacia ese endeble remedo de Estado sostenido por el poder naval británico y hacia sus seguidores americanos puede resumirse así: “somos súbditos del rey preso, no de ese Consejo de Regencia que dice hablar en su nombre. A ese Consejo, constituido sin el consentimiento del monarca, no le debemos obediencia”.

Como sabemos, en los años que siguieron a 1812 los caminos de los patriotas de Buenos Aires y los del Estado español terminaron de separarse. En 1814 Napoleón fue derrotado y los Borbones retornaron a Madrid. Cuando el rey Fernando VII, el Deseado, accedió al trono, siguió luciendo, orgulloso, la banda celeste y blanca. Así lo vemos retratado, por ejemplo, en otra conocida pintura de Vicente López Portaña de 1814. Para entonces, sin embargo, la reconciliación entre Fernando VII y sus díscolos súbditos americanos que enarbolaban la bandera celeste y blanca se había vuelto imposible. En 1816, con la Declaración de Independencia de la Provincias Unidas, se produjo la ruptura definitiva. La campaña de San Martín a Chile y luego al Perú y el pronunciamiento de Riego, que hundió a España en la guerra civil, terminaron de consagrarla.

Debieron pasar muchas décadas para que las heridas abiertas en 1810 terminaran de cicatrizar. Recién en 1863 el Estado español se avino a reconocer que la bandera celeste y blanca representaba a un Estado independiente, y entonces comenzaron las relaciones diplomáticas regulares entre ambos países. En la República Argentina, sin embargo, las estrofas del himno nacional que eran más agresivas hacia España (las que denunciaban a los “tigres sedientos de sangre”) continuaron entonándose en los actos públicos oficiales hasta la década de 1890.

Recién hacia el 1900 vino una reconciliación sentida y sincera con España y su monarquía, empujada por un giro hispanista más amplio de la elite dirigente y, más importante, de los argentinos del común. El hecho de que para entonces la inmigración española hubiera alcanzado envergadura, y que el país tuviera una enorme colectividad peninsular –junto a la de Cuba, la más grande fuera de Europa–, seguramente contribuyó a fortalecer el hispanismo y el sentimiento de empatía con lo que comenzaba a llamarse la Madre Patria. La intensidad de ese lazo se observa en el entusiasmo despertado por la visita de la Infanta Isabel en mayo de 1910, cuando una enorme multitud (cerca de un quinto de la población de Buenos Aires) peregrinó hasta el puerto para recibir a la nieta de Fernando VII. En lo que atañe a la historia de la bandera nacional, sin embargo, el movimiento fue en otra dirección. La iniciativa se trasladó de España a Italia. Y la novedad pasó del color a la música.

Los grupos gobernantes de la era liberal suelen ser descriptos como francófilos y anglófilos. Sin embargo, París y Londres no fueron las únicas mecas que sedujeron a los argentinos de ese tiempo. La alta cultura también tuvo otros faros. Los amantes de la música tenían la mirada y los oídos clavados en Alemania y, sobre todo, en Italia. Una de las joyas de la nueva Buenos Aires, el Teatro Colón, tuvo esta última marca. Además de llevar el nombre de un genovés, el teatro inaugurado en 1908 fue diseñado, construido y dirigido por italianos.

Para darle brillo a su primera temporada, el gobierno nacional encargó una ópera de tema patriótico. Como no podía ser de otra manera, la comisión recayó en dos figuras consagradas de la lírica italiana, el compositor Ettore Panizza y el libretista Luigi Illica. Panizza había nacido en el seno de la colectividad italiana de Buenos Aires, pero toda su vida profesional se había desarrollado en el Viejo Continente. Illica, autor de grandes éxitos como Tosca y Madame Butterfly, era completamente ajeno a la Argentina. Tan poco familiarizado estaba Illica con nuestra historia que recibió la ayuda de Héctor C. Quesada, una figura del alto mundo social porteño, para encuadrar su libreto dentro de un relato que, como requería su contrato, debía celebrar la gesta de la Revolución de Mayo. Así nació Aurora, compuesta en Milán hacia 1906.

Aurora fue estrenada en el Teatro Colón de Buenos Aires el 5 de septiembre de 1908, bajo la batuta de Panizza y con el también italiano Amedeo Bassi, “el tenor de los estrenos”, como voz principal. La primera ópera patriótica “argentina” fue muy aplaudida por manos enguantadas, a punto tal que su aria principal conquistó el primer bis que registra el primer coliseo porteño. Todos los que pasamos por la escuela argentina conocemos el aria de esta ópera verista, que aquí puede escucharse en la primera grabación que se conserva, de 1909, en la voz del tenor español Florencio Constantino.

En estos versos podemos ver expresada la idea de que nuestra bandera tiene el “colore azzurro del mare” (por cierto, un juicio más apropiado para las aguas del Mediterráneo que para las verdosas del Atlántico Sur). La letra del aria dice así:  

Alta pel cielo, un’aquila guerriera

ardita s’erge in volo trionfale

Ha un’ala azzurra, del color del mare

ha un’ala azzurra, del color del cielo

Così nell’alta aurora irradiale

il rostro d’or punta di freccia appare

porpora il teso collo e forma stelo

l’ali son drappo e l’aquila è bandiera

È la bandiera del Paese mio

nata dal sole; e ce l’ha data Iddio!  

Por cerca de cuatro décadas, Aurora siempre se entonó en italiano. Sus acordes no sólo se escucharon en los teatros de la gran ciudad ubicada en la margen derecha del Río de la Plata. Las creaciones musicales de figuras como Panizza e Illica tenían abiertas las puertas de las grandes salas de conciertos del Atlántico Norte. Aurora parece haber sido bastante popular entre los amantes de la lírica. James Joyce, que conocía de ópera, y que quizás la escuchó en el teatro Verdi de Trieste, la menciona en el episodio 15 de su Ulises.

El clima nacionalista imperante en la Argentina de las décadas centrales del siglo abrió el camino para una traducción al castellano, que finalmente vio la luz en 1943. El trabajo fue realizado por Josué Quesada (hijo del asesor de Illica) y Angel Pettita. Aurora se cantó por primera vez en la lengua de Cervantes en la función de gala del Colón del 9 de julio de 1945, ante una platea repleta de uniformes militares. La celebración patria contó con la presencia del general Edelmiro J. Farrel, a cargo de la primera magistratura, y el coronel Juan Domingo Perón, vicepresidente. Esto es lo que los jefes de la Revolución de Junio escucharon:

Alta en el cielo, un águila guerrera

audaz se eleva a vuelo triunfal

azul un ala, del color del cielo

azul un ala, del color del mar

Así en la alta aurora irradial

punta de flecha el áureo rostro imita

y forma estela al purpurado cuello

el ala es paño, el águila es bandera

Es la bandera de la Patria mía

del sol nacida que me ha dado Dios.

es la bandera de la Patria mía

del sol nacida que me ha dado Dios

Este experimento de traducción, poblado de extraños neologismos (“aurora irradial”), parece haberle gustado a los ocupantes de la Casa Rosada. Tanto es así que, muy poco después, el gobierno militar estableció que el aria de Aurora, rebautizada como Saludo a la Bandera, fuese de interpretación obligatoria en escuelas y actos oficiales al momento de izarse el pabellón nacional. Que el Saludo a la Bandera de Aurora sobreviviera al derrocamiento de Perón en 1955 sugiere que, aunque difícil de entonar para voces poco educadas, esa canción también le agradaba a muchos argentinos.

Medio siglo más tarde, Aurora seduce menos. En nuestras ceremonias patrióticas ya no se escuchan con tanta frecuencia esos versos retorcidos. El Saludo a la Bandera de Panizza e Illica queda como recuerdo de un tiempo más jerárquico y marcial, más autoritario y más católico. Hoy dominan canciones patrias más fáciles de entonar y, a la vez, más en sintonía con valores contemporáneos como la tolerancia y el respeto a la diversidad. En la escuela donde se educaron mis hijos, cuyo patio frecuenté en las últimas dos décadas, se entona Sube, sube, sube, el canto patriótico compuesto por Víctor Heredia, embellecido por la voz extraordinaria de Mercedes Sosa. Pese a que el mar y el cielo están presentes en ambas composiciones, entre ellas hay un abismo conceptual. Allí donde Illica imaginaba a nuestra enseña como un “aquila guerriera” (¿un águila, en Argentina?), Heredia prefiere verla como una “bandera del amor”.

Otras instituciones educativas menos proclives a innovar que las preferidas por los padres progresistas se inclinan, de todos modos, por himnos patrióticos más cordiales que el marcial Aurora, esto es, más capaces de transmitir la idea de que los estudiantes no son futuros soldados de la Nación sino niños y adolescentes que se preparan para integrarse a una comunidad ciudadana. Entre ellos se destaca el Saludo a la Bandera de Leopoldo Corretjer, cuyos versos dicen: 

Salve, Argentina, bandera de la patria

jirón del cielo en donde impera el sol.

Tú, la más noble, la más gloriosa y santa

el firmamento, su color te dio

Yo te saludo, bandera de mi Patria

sublime enseña de libertad y honor.

Jurando amarte, como así defenderte

mientras palpite mi fiel corazón.

Mientras palpite mi fiel corazón.

Conviene notar que, al igual que Illica, el autor de este antiguo y todavía hoy apreciado Saludo a la Bandera (aquí puede escucharse en la interpretación de Fabiana Cantilo) también es extranjero. Leopoldo Corretjer creció y se educó en Cataluña, y se radicó en nuestro país cuando ya tenía un cierto renombre en el campo de la música. Corretjer es, además, el creador del Himno a Sarmiento, que sigue entonándose en las escuelas de nuestro país cada 11 de septiembre.

El argumento presentado en los párrafos anteriores pude sintetizarse con esta frase: los argentinos hemos abrazado una bandera que evoca los colores de la monarquía y luego la hemos acompañado de una canción imaginada por extranjeros. ¿Qué concluir de esta peculiar historia de creación de símbolos patrióticos? A esta altura, la idea de que las culturas nacionales contienen elementos heterogéneos, que muchas veces son silenciados o incluso son objeto de represión, no debería sorprender a nadie. El núcleo del argumento lo sugirió hace tiempo Ernest Renan en un célebre ensayo sobre “¿qué es una nación?”. Renan observó que una nación “es un alma, un principio espiritual”, que se construye a partir de “la posesión en común de un rico legado de recuerdos”. Pero forjar una nación, agrega el autor de la Vida de Jesús, también requiere callar y aplastar diferencias, demanda silencios y olvidos. Afirma Renan: “el olvido y, yo diría incluso, el error histórico son un factor esencial de la creación de una nación”.

Los argentinos hemos abrazado una bandera que evoca los colores de la monarquía y luego la hemos acompañado de una canción imaginada por extranjeros.

El caso que estamos considerando, sin embargo, nos obliga a ir un paso más allá de Renan. La peculiar odisea de la bandera argentina nos sugiere que no estamos ante la historia de un país que poseía un sólido núcleo identitario ­­­–un “alma” organizado en torno a la “posesión en común de un rico legado de recuerdos”– que, en cada una de las instancias en que se fue tallando su destino de nación, debió entrar en contacto e interactuar con algunos elementos heterogéneos. Más bien, nos revela que todo el conjunto, desde el comienzo, estuvo afectado por la presencia, en posiciones muy visibles y muy centrales, de esos cuerpos extraños.

Esta es la historia que cuenta la saga de la bandera monárquica y la canción italiana. Y esto es así porque la Argentina es un ejemplo notable de una nación cuya unidad se forjó gracias al despliegue de un proceso de cambio económico-social y de un proyecto de futuro más que de un pasado común. Fue, sabemos, uno de los países que más inmigrantes recibió a lo largo de su historia (europeos pero también americanos), y uno de los que menos recursos propios tenía a mano para procesar ese torrente de novedades. Sin duda, la inclusión de esos elementos tuvo su costado violento y excluyente, que Renan y sus discípulos siempre nos obligan a recordar. Pero esta premisa es insuficiente para abordar la singular historia de nuestra bandera. Para encarar esta tarea también debemos apoyarnos en una valiosa enseñanza de Michel Foucault. En un formidable ensayo sobre Nietzche y la historia, Foucault nos advirtió que, para entender ciertos fenómenos, más que recurrir al pasado en busca de esencias o identidades ya cristalizadas, a veces es mejor admitir que el núcleo mismo del objeto que nos proponemos comprender ha sido “construido pieza por pieza a partir de figuras que le eran extrañas”.

Recordar este argumento antigenealógico para aproximarnos al proceso de formación de los símbolos patrióticos de nuestra nación es importante porque, de tanto en tanto, debemos lidiar con discursos y políticas que, en nombre de nuestras supuestas verdaderas tradiciones nacionales (por ejemplo, la Argentina católica), o de una forma particular de narrar su historia (por ejemplo, la Argentina hija de Europa, o su contracara, el país de corazón americano y mestizo), o invocando (y por ende reservándose el derecho de definir) el interés del pueblo o la nación, aspiran a imponer su ley a una sociedad compleja y plural. La historia de la enseña nacional –de esa enseña elaborada con elementos extraños– impugna la legitimidad de todas estas pretensiones y esto, a su vez, abre el camino para concebir visiones más incluyentes y más abiertas sobre el pasado pero también sobre presente y el futuro de nuestra comunidad.

Entre otras muchas enseñanzas, la historia de esta bandera hecha con incrustaciones y retazos cuestiona la idea de que existe un alma nacional, o un intérprete privilegiado de nuestro destino. Al igual que su enseña nacional, la Argentina es mucho más que la suma de los distintos elementos que a lo largo del tiempo le fueron dando forma. Y esto nos reafirma que si la Argentina existió y existe es porque, además de un pasado signado por glorias tanto como por miserias, por heroísmos y exclusiones, nuestro país también estuvo –y, confío, todavía está– animado por ideas de futuro capaces de cobijar, en pie de igualdad, a “todos los hombres y mujeres que quieran habitar en el suelo argentino”. Sobre esta divisa se erige la idea de Argentina como una comunidad integrada por todos los que, de todas las maneras posibles (incluso de aquellas que no nos agradan) se sienten argentinos. O, para decirlo con las palabras de una de las figuras centrales de nuestra cultura –de un escritor cuya prosa siempre fue mucho más generosa que su política– “Nadie es la patria, pero todos lo somos”.