Hay revoluciones extrañas. Atípicas. Que no pregonan la revolución. Que no parecen enfrentarse a nada. Que son hasta amables y que, incluso, parecen gustarle a casi todo el mundo –salvo a algunos revolucionarios, claro–. La de Pat Metheny es de esa clase. Nadie, a priori, lo consideraría un revolucionario y, sin embargo, muy pocos han cambiado tanto un género como él lo hizo con el jazz. Y la primera gran enmienda fue, precisamente, invertir el peso de la prueba.
Si la idea de complejidad –y de dificultad– está asociada a la del valor del arte, en general, y del jazz en particular, en el caso de Metheny fue desplazada por completo del campo de la escucha a la de la composición y la ejecución. Una definición sencilla podría resumir su música como la más difícil de componer y ejecutar y la más fácil de escuchar.
Toda la técnica, la velocidad, el conocimiento profundo de la armonía, un detalle extremo –hasta manierista– en los arreglos, el manejo de las tensiones, la superposición de patrones rítmicos –en parte heredada del minimalismo de compositores como Philip Glass y Steve Reich– derivan siempre hacia lo fluido. Todo parece, siempre, llevar de manera natural –e inevitable– a lo que sigue. Salvo en dos o tres discos más claramente experimentales, toda la complejidad está puesta al servicio de que la escucha sea sencilla. Que nada la obture. Que nunca se trabe.
Ayer se publicó, en todas las plataformas, Dream Box (caja de sueños y, también, en la jerga de los músicos estadounidenses, la caja acústica de la guitarra eléctrica), su último disco. Un álbum, según cuenta, que no fue planificado como tal. Una selección de nueve grabaciones de él solo, registradas a lo largo de algunos años, que había olvidado en su computadora y que tocó una sola vez en su vida: esa. “Mi amigo Charlie Haden me aconsejó una vez que todos los días grabara algo”, cuenta. Algo así como un diario, o el lado B (o el Dr Hyde, o simplemente el fantasma) de su carrera. “The Waves Are Not The Ocean”, el tema que abre el disco es de una intimidad apabullante. Una melodía, un contracanto tímido, algunas pequeñas pinceladas de otras voces, una cuerda apenas estirada en un momento. Se trata de matices, de pequeños trazos, en lo más parecido a una confesión a solas que la música que puede ofrecer. La segunda pieza, “From the Mountains”, asombra también con su sencillez. Una melodía y un simple acompañamiento. Y el viejo y buen encanto de un solista capaz de un desarrollo melódico a gran escala, donde la primera nota se une a la última en una línea de una lógica –y de una belleza– únicas. La totalidad de los temas corresponde a baladas, no todas propias, allí está “Mañana de carnaval”, de Luis Bonfá, o “I Fall in Love To Easily”, de Jule Styne, grabado por Frank Sinatra en 1944 pero asociado de manera indeleble con Chet Baker. El gesto de conversación consigo mismo sigue siendo el mismo.
El prodigioso sentido melódico es una de las marcas de fábrica de Metheny. Hay otras: las estructuras asimétricas, con secciones de distintas dimensiones, aplicando enseñanzas de Ornette Coleman en un campo aparentemente ajeno al pensamiento del saxofonista; la novedad de la utilización del rasguido del country y el folk en el contexto del jazz. Y sobre todo, un gesto omnívoro, en que caben tanto las tradiciones rurales como el bop, la improvisación libre, la música popular de Brasil, el populismo modernista a la Aaron Copland, los ritmos del centro y el norte de Africa, el minimalismo y hasta la música estandarizada de la industria del cine y la televisión. Un gran garage (norte) americano, para tomar el título de sus segundo disco con cuarteto publicado en 1980 por el sello ECM, el mismo que se publicitaba con el slogan: “el más bello sonido próximo al silencio”.
Su debut como solista, a los 21 años y luego de participar en tres discos excelentes con el grupo del vibrafonista Gary Burton –Dreams So Real. Passengers y Ring, había sido en 1976 con uno de los mejores discos en trío que se hayan grabado jamás –Bright Size Life, junto con Jaco Pastorius y Bob Moses–.
As Falls Wichita, Wichita Falls, de 1981, en dúo con el tecladista Lyle Mays, y Still Life (Talking), de 1987, y Letter fron Home, de dos años después, posiblemente los álbumes más populares de una discografía riquísima, en la que caben tanto los encuentros con David Bowie (en el tema “This is Not America”, parte de la música para el film The Falcon and the Snowman), con Milton Nascimento, en Encontros e despedidas, o con Ornette Coleman, en Song X, los tríos “típicos” como Rejoincing, con Haden y Billy Higgins, su Unity Band y sus proyectos con Brad Mehldau. Dream Box corona, por ahora, unos cincuenta años de música. Una historia de revoluciones gentiles.
DF