La errática, acaso indescifrable, estrategia política del gobierno viró la semana pasada de la euforia intransigente a las apretadas desnudas. El jueves, el ministro de Economía afirmó que recortará todas las partidas de las provincias si no se aprueba la ley ómnibus. El viernes, en una reunión de gabinete, el presidente de la Nación habría dicho lo mismo a su estilo: “Los voy a fundir a todos” (frase que los likes del Twitter presidencial parecen confirmar). En este contexto de amenazas para nada veladas, el vocero presidencial anunció que el Ejecutivo le propondrá al procurador general de la Nación la creación de una fiscalía especializada en investigar la corrupción de funcionarios públicos, “especialmente en los casos de enriquecimiento político e incrementos patrimoniales no justificados”. El vocero puso especial énfasis en que esta fiscalía investigaría a funcionarios tanto federales como provinciales.
El zorro pierde el pelo pero no las mañas: como ya varios notaron, el proyecto es o bien redundante o bien imposible. Si la fiscalía busca investigar a los funcionarios nacionales, el gobierno busca reinventar la rueda de la Procuraduría de Investigaciones Administrativas, que existe desde la década de 1960. Si es cierto, en cambio, que el gobierno busca investigar a funcionarios provinciales y municipales, descubrirá rápidamente que no podrá hacerlo: en nuestra organización federal, los delitos que afectan administraciones provinciales, y no al erario nacional, deben ser investigados por los fiscales y jueces de sus provincias. Éste y otros problemas técnicos, en cualquier caso, pasan a un segundo plano: el momento del anuncio de la creación de la fiscalía y sus potenciales investigados parecen revelar al inviable proyecto gubernamental más como otra amenaza contra mandatarios provinciales no colaborativos que como una preocupación legal. Esta persistente voluntad amedrentadora es lo que aparece a simple vista. Sin embargo, bajo la superficie se revelan tendencias ideológicas más profundas.
En una segunda capa de análisis nos encontramos con una estrategia frecuentemente utilizada por el gobierno: acusar de corruptos a quienes simplemente están en desacuerdo. Ya ante el tratamiento del decreto de necesidad y urgencia de los 366 artículos, el Presidente señaló, en varias ocasiones, que los legisladores que se oponen en realidad hacen tiempo mientras esperan coimas. La creación de la fiscalía especializada en corrupción, con especial competencia sobre funcionarios provinciales, contiene un mensaje similar. Lo que se trasluce es que los gobernadores también son, en la jerga gubernamental, “casta chorra”, lo que será evidente si se los investiga.
En esto no hay sólo una amenaza; hay también un mensaje al público: los que se interponen entre las ideas de la libertad y su materialización no son más que delincuentes que se mueven por intereses personales. Estas acusaciones —para las que, naturalmente, jamás se presentan pruebas o siquiera indicios concretos— obturan cualquier debate. Con los ladrones no se discute, se los apresa. La disputa ya no es política sino moral; ya no importa qué hacer con el plazo mínimo de los alquileres, el precio de los libros o la protección de los glaciares, sino que todo es tan simple como optar entre buenos y malos. ¿O acaso usted está a favor del robo?
Con los ladrones no se discute, se los apresa. No es política sino moral; no importan el plazo mínimo de los alquileres, el precio de los libros o la protección de los glaciares. Es simple: optar entre buenos y malos. ¿O acaso usted está a favor del robo?
La oposición entre buenos y malos —en la que los políticos en general, naturalmente, ocupan el lugar de los malos— alcanza intensidades cómicas. En ocasiones, el Presidente ha llegado a plantear que está esperando la respuesta de “la política” a sus propuestas. El Presidente, entonces, no es un político, es un outsider que, en un sacrificio altruista, decide meter sus pies en el barro de la política para salvarnos a todos de ella. El resto —legisladores, gobernadores, jueces, hasta académicos o artistas— no son más que parias que viven de lo público. Cualquier reserva que planteen es —a no engañarse— miedo a perder sus privilegios.
Así llegamos, finalmente, al núcleo de la cuestión. Debajo de las acusaciones de corrupción dirigidas contra determinados grupos de políticos, según la necesidad del día, yace una impugnación más general y más fuerte: la política en sí es corrupta. Como explica Martin Gurri en La rebelión del público, “no se puede condenar a los políticos durante demasiado tiempo sin que se haga necesario cuestionar la legitimidad del sistema que los produce”. Parafraseando al Presidente, cuestionar la legitimidad del sistema político en general es, en todo tiempo y todo lugar, un fenómeno populista. Ninguna sociedad compleja puede organizarse sin lo que llamamos política; nuestro deseo de que sea mejor de lo que es en la decepcionante realidad no puede llevarnos a negar un hecho tan inevitable. La antipolítica, como es obvio, es también política (más precisamente, mala política).
Estas diatribas selectivas contra la política en momentos de crisis desde ya no son nuevas, ni lo son sus consecuencias. En 1915, un joven periodista italiano escribía que estaba “firmemente convencido de que para la salud de Italia hace falta fusilar —sí, fusilar— por la espalda una docena de diputados y encerrar de por vida al menos a un par de ex ministros”. “No sólo eso —decía—: creo, con fe cada vez más profunda, que el Parlamento en Italia es el forúnculo pestífero que envenena la sangre de la Nación. Hay que extirparlo”. Siete años después, cumplió su promesa.
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