La verdad de las consecuencias

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No siempre es claro de qué se está hablando cuando se habla de feminismo punitivista. Las teóricas, profesionales y militantes que estudian el tema son algunas de las poquísimas personas que utilizan el término de manera relativamente precisa: ellas se refieren a la doctrina de que la solución a la violencia sexual radica en el endurecimiento de las penas, y también a cierta cultura que propone al castigo en general (sea un castigo penal o un castigo social) como la respuesta más legítima y efectiva ante todas las formas de violencia contra las mujeres. En el uso coloquial, en cambio, el giro “feminismo punitivista” a veces se utiliza solamente para cargar contra cualquier forma de denuncia, como si la respuesta correcta (“no punitivista”) ante una situación de violencia fuera callarse la boca y esperar nadie sabe bien qué; como si la crítica al punitivismo no fuera (como yo creo que es) un discurso sobre derechos, medios y fines sino solamente una excusa renovada para llamar al silencio.

Creo que la discusión social sobre feminismo punitivista a veces olvida poner al tema en un contexto que excede por mucho al feminismo; en otras palabras, que el feminismo no vive en un frasco y que si aparece en diversos sectores sociales algo que se parece bastante a un hambre de venganza es porque se trata de una tendencia que va más allá de los debates de género. Lo pensé estas semanas a partir del escándalo de los “vacunados VIP” y las diferentes preguntas que aparecieron en relación a cuál debería ser el castigo, tanto para quienes orquestaron el sistema como para quienes se beneficiaron de él. Para algunos, la renuncia pedida al ahora ex ministro de Salud Ginés González García ya era suficiente como para que pasáramos a otra cosa; para otros, hay un caso de corrupción; y para otros, la palabra “corrupción” y las herramientas de las que dispone el sistema judicial para perseguirla no alcanzan para nombrar la gravedad de lo que se hizo, en un presente en el cual la vacunación parece una de las discusiones sobre derechos humanos más cruciales a nivel global. Leí también personas que se preguntaron si hacía falta publicar las listas de personas vacunadas, violando así el secreto médico, y otras que pensaban que esa privacidad es un derecho que se pierde cuando las vacunas se obtuvieron de manera irregular: me pareció interesante, en relación con esta última pregunta, que es una de las primeras veces que veo circular de forma casi explícita la idea de la vergüenza pública como un castigo posible, un concepto que definitivamente está a la base de la práctica del escrache pero que pocas veces se conversa en voz alta en esos términos.

 No soy abogada, ni experta en garantías penales; y sé que ni siquiera los expertos tienen del todo claro qué se debe hacer, ni frente a este hecho ni frente a los casos de violencia de género y femicidio que semana a semana nos hacen sentir que nada funciona y nada cambia. Pero el castigo me parece uno de los problemas filosóficos más insolubles de la historia del pensamiento, y me interesan mucho los sentidos comunes que circulan en torno de ese concepto tan opaco, cómo cambian con el tiempo, las circunstancias y a lo largo de distintos grupos sociales. El lenguaje de la indignación es nostálgico: se habla mucho en estos días de “pactos sociales rotos”, como si hubiera un pasado mitológico, un Jardín del Edén en el que el Estado sí se ocupaba muy bien de la violencia y la impunidad. Es bastante obvio, sin embargo, que la imagen del pacto social roto no tiene necesariamente un interés epistémico sino que es sobre todo emotiva: nadie sostiene necesariamente que ese lazo alguna vez haya sido sólido, pero queremos hablar de algo roto, de una ruina, aunque sea una ruina falsa como esas que los nobles europeos armaban en sus jardines en el siglo XVIII. Así de emotivos e inciertos son la mayoría de nuestros pensamientos sobre el castigo. No es un tema de formación, o de claridad conceptual: se trata de un problema auténticamente oscuro, en el que no alcanza con intentar separar los conceptos para que en efecto queden separados.

En teoría conozco las dos grandes ramas de justificaciones del castigo, y hasta creo que puedo explicarlas en pocas palabras: para la perspectiva consecuencialista, el castigo se justifica por sus consecuencias positivas (por ejemplo, porque tiene el efecto de disuadir ciertas conductas); desde una perspectiva deontológica, en cambio, la justificación del castigo reside en el merecimiento, en el hecho de que las personas que han roto las normas deben moralmente pagar algún tipo de costo. Quienes criticamos el punitivismo solemos hacer presión sobre la primera perspectiva: mostramos evidencia de que el endurecimiento de las penas o la baja de la edad de imputabilidad no necesariamente tiene las consecuencias positivas que algunos esperan que tengan, y de que incluso puede, en el cálculo final, tener más consecuencias negativas. Sobre el segundo punto se escribe, también, en términos de derechos que no pueden quitarse a nadie, pero a veces es demasiado difícil hablar: ¿Quién se merece qué? ¿Que alguien se merezca el infierno significa que el Estado tiene el derecho o incluso la obligación de dárselo? ¿Quién tiene, de verdad, la regla de la proporcionalidad de la pena? Son esas preguntas como el mecanismo del ascensor, en el que mejor no pensar demasiado porque si nos detenemos las chances de que se caiga son mucho más altas de lo que preferimos saber.

Lo terrible, creo, es que a veces parece que esa es la discusión que la opinión pública tiene en el inconsciente; no es la de la utilidad de la pena, no la de su posibilidad de evitar la violencia o la corrupción, sino la del equilibrio cósmico. Hasta las personas que nos pensamos progresistas podemos sorprendernos deseando que un castigo cierre una herida social, como si esa fuera su función, y como si las personas pudieran ser medios para fines sociales, como si valiera la pena sacrificar a algunos para que otros puedan seguir creyendo en la ley y el orden. No me extraña, tampoco, que en los tiempos que vivimos estas formas de pensar ganen fuerza: cuanto más caótico parece el mundo, cuantas más catástrofes fuera de nuestro control nos toca enfrentar, más necesitamos que alguien nos diga que el mundo se equilibra, que al final ganan los buenos (el lado en el que, por supuesto, todos nos ubicamos a nosotros mismos), que para los vivos y los injustos habrá consecuencias.

Más allá de los vacunados VIP, en las últimas semanas, a partir del caso de Úrsula y también del de Guadalupe (dos femicidios con denuncias previas), el debate sobre el rol del Estado volvió al centro de la escena. La cuestión del endurecimiento de las penas apareció en los medios e incluso en proyectos de ley, pero lo que me llamó la atención, positivamente, es que lo que tomó centralidad fue la pregunta por la utilidad de los mecanismos actuales para proteger a las víctimas de violencia. Varias abogadas salieron en medios y redes sociales explicando las limitaciones de las perimetrales, por ejemplo, y el foco fue puesto ahí: en la protección, y no solo en el castigo. Criticar al punitivismo no implica reivindicar una fuga del Estado, ni la justicia por mano propia, ni la huida a internet como el espacio donde fogonear una justicia descentralizada al alcance de la mano. No es que nadie tenga escondida la fórmula mágica para bajar la violencia de género y no la esté contando, pero que estas pequeñas construcciones de conocimiento feminista puedan circular y, tal vez, ir desplazando discursos enfocados más en la venganza que en la evidencia, es un paso valioso, y no solo para la conversación sobre violencia de género; es un aporte del feminismo a la conversación pública sobre la justicia.   

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Una pequeña post data, que me arruina el estilo y la cadencia de final, pero que no quiero dejar de hacer: algunos colegas me preguntaron si dedicaría esta columna de domingo a comentar la edición de la semana pasada, que contó con un insulto machista dedicado a la flamante ministra Carla Vizzotti y una extensa columna que comparaba a las feministas con los nazis. Quizás lo hubiera hecho si hubiese encontrado algo interesante para responder, o algo que ya no haya escrito (ya he escrito, incluso, específicamente sobre el modo en que los medios hablan de Carla Vizzotti); pero la verdad, son cosas que las feministas ya hemos contestado infinitas veces, que no forman parte de debates interesantes que estemos teniendo o que me parece que valga la pena difundir. Estoy un poco cansada de que gente sin argumentos y sin ganas de leer todo lo que ha corrido bajo el puente monopolice la agenda con sus agresiones a fuerza de escandalizar. Cuando pensaba en por qué no había que responder recordé algo que me dijo la filósofa Lauren Berlant, en una entrevista que ya cité en esta columna, cuando le pregunté qué había que hacer frente a las nuevas derechas, que le echan la culpa al feminismo y a las políticas de la identidad de todos los males del mundo: ella me dijo que en algún momento de su vida solía discutir con sus compañeros más conservadores de universidad, buscar los mejores argumentos para convencerlos, hasta que se dio cuenta de que era un gasto de energía sin sentido. Hay demasiado trabajo que hacer para perder tanto tiempo tratando de convencer a personas que han tenido muchas oportunidades de escuchar de renunciar a sus privilegios: evidentemente, no van a hacerlo. La política, me dijo Berlant, es un juego de agotamiento: no tenemos que convencerlos, tenemos que cansarlos. No se trata de ir y contestarles a ellos uno por uno; sino de trabajar para ser mejores nosotras, para ser más nosotras, y vencerlos solamente con el peso del futuro.

 TT