Los cuadernos de otoño

Consejos a un joven poeta

17 de abril de 2021 01:50 h

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Todas las cosas que después te van a romper la cabeza, al principio no te gustan, te desacomodan. Me acuerdo que vi a Sumo en un local muy chico de la avenida Córdoba. Y me espantaron. Cantaban en inglés, el cantante era pelado y estaba enfundado en un overall, la baterista era una mujer: era una puesta en escena que trabajaba contra mi masculinidad, mi percepción básica y letal de lo que debía ser una banda de rock argentino. Sumo –como Witold Gombrowicz- siempre fue aurático. Los discos capturan sólo en parte la potencia de la banda en vivo. Como a Jesús, a Sumo había que verlo cuando tocaba en el sermón de la montaña. Sin Luca, la banda nunca puede volver, o si lo hace, es desde lugares inesperados. 

Una noche viendo una obra de teatro de Lola Arias que se llama, creo, Campo Minado, interpretada por un grupo de excombatientes argentinos y británicos, observé, estupefacto y emocionado, cómo volvía Sumo. Sobre el final de la obra, los excombatientes –ingleses y argentinos- arman una banda de rock y cantan una canción redentora. 

Estaba pensando en Sumo porque mi hija repetía como mantra el estribillo de La rubia tarada: Oh mamá/Papá/y/mamá. Y pensé en mis padres, en la forma en que ellos resolvían ese momento clave en que tenían que darme sus consejos para una vida digna. Mi mamá era más escueta: me decía, por ejemplo, que no pensara mucho, que pensar era muy malo. Creía, sin conocerlo, como Jiddu Krishnamurti, que el pensamiento es dolor. Ella era pura praxis. Y no veía nada bueno en la especulación. Cuando entré a Filosofía se sintió devastada. 

Mi padre, en cambio, se tomaba muy en serio eso de darme consejos. Cuando mis calzoncillos empezaron a aparecer manchados, me dijo: “Hijo, la masturbación es peligrosa porque te podés quedar sin espermatozoides”. Como se ve, mi papá tenía la misma información científica que suelen tener los editoriales de Viviana Canosa. Yo, que estaba en una etapa existencialista, le dije que no me importaba porque no pensaba traer hijos al mundo. Pero “es un buen tipo mi viejo” no se amedrentaba. Así como Flaubert buscaba la palabra justa, él esperaba el momento justo. 

Y ese día vino cuando Patricia Alejandra Fraga, mi novia, me dejó por Huguito de Felice. Un día trágico para la humanidad. Fue en el recinto hostil de un boliche, arrobados por la música disco. No pude dormir en toda la noche y al otro día me desperté y me encerré en mi cuarto a escuchar una y otra vez en el winco un tema de Vox Dei que se llama Canción para una mujer que no está. Mi mamá, como Kierkegaard, se preocupó por la repetición del disco y le dijo a mi papá que subiera para aconsejarme. Yo estaba en una silla, tirado, él se sentó en mi cama. Me preguntó qué me había pasado. Le conté. Me dijo que él a los treinta años se encontró en un baile con su primera novia. Me dijo que ella cuando lo vio se quedó impactada y que a pesar de que habían pasado muchos años, ella no lo había olvidado porque él la había “desvirgado”. Esa palabra, dicha entre padre e hijo, me impactó. Me pareció una palabra vulgar y agresiva. Yo era virgen. Después me dijo que la chica en cuestión se había hecho prostituta. Otro cross a la mandíbula. Después me dijo que decidió irse con ella y la hermana y poner en Mar del Plata una verdulería. Me dijo que pensaba que la chica  iba a dejar el “oficio” por el amor. Yo no entendía a dónde quería llegar mi papá. Después me dijo que la chica siguió saliendo con hombres y él la descubrió y cayó enfermo y que si no fuera por la hermana de la chica, que lo cuidó, se hubiera muerto. Después me dijo que la hermana le confesó que no era la hermana mayor sino la madre. A esa altura del relato yo temblaba. Después me dijo que se recuperó, cerró la verdulería y salió a buscar a un caballo que tenía, que se llamaba Corto. Corto, Corto, gritaba llamándolo. Me dijo que la verdulería quedaba delante de un descampado y que alguien le avisó que al caballo lo habían agarrado los que vivían en la villa y se lo habían comido. Hizo silencio. “Entonces hice mi bolsito y volví para la capital, tenía 35 años, hijo, y pensaba quedarme soltero para siempre. Y justo ahí, conocí a tu madre y fui feliz”. Y me agregó. “Dejá que a tu novia la pruebe otra gente”. Cuando se fue de mi cuarto, yo estaba aniquilado. Decidí que nunca más iba a dejar que mi papá me diera consejos. 

La madre de William Faulkner, cuando se estaba muriendo, le preguntó a su hijo si en el cielo iba a tener la mala suerte de volver a ver a su esposo, ya que éste no le agradaba. “No si no querés”, le dijo Bill. El novelista también le dijo que, tal vez, al morir, uno se convierta en ondas de radio. En ese caso, Mauro Viale podría seguir transmitiendo ese periodismo de mierda que hizo durante tanto tiempo, y quizá sólo lo escuchen los perros, que tienen oído absoluto. Al final de Sargent Pepper's, de los Beatles, hay una frecuencia de sonido que hace ladrar a los canes y que nosotros no escuchamos. 

Mi mamá murió a los 40 años, hace mucho. Mi papá el año pasado, con más de 90.