No es una novedad el modo en que en las últimas décadas vienen disolviéndose los límites entre lo público y lo privado. Tampoco es nueva la inquietud que eso suscita en muchísimos autores que se han dispuesto a leer esas coordenadas epocales y sus consecuencias en lo que a la esfera pública se refiere. La incidencia de un tipo de tecnologías en las vidas contemporáneas, el modo en que el Yo se narra a sí mismo en las redes sociales y los efectos en la configuración de nuevas subjetividades son asuntos que vienen leyendo lúcidamente desde hace años autores como Paula Sibilia, Beatriz Sarlo, Christian Ferrer, Ingrid Sarchman, Margarita Martínez o Nicolás Mavrakis.
La intimidad mostrada, hecha espectáculo, lo está tomando todo; avanza imparable como el agua que atraviesa diques, se expande decidida como la lava de un volcán que arrasa todo lo que encuentra en su camino dejándolo reducido a cenizas.
A Sigmund Freud le resultaba singular -así lo dijo- que sus historiales clínicos fueran leídos como novelas breves. Ricardo Piglia nos recuerda que, para Manuel Puig, el inconsciente está estructurado como un folletín. En Other woman, de Woody Allen, Marion se pasa días enteros escuchando a través del respiradero de un departamento lo que sucede en el consultorio de su vecino psicoanalista.
Más allá de las diferencias de cada uno de estos recortes, lo que transcurre en la escena analítica suscitó siempre interés, curiosidad y fascinación entre aquellos que se regodean en esas prácticas activas que brindan muchas y diversas satisfacciones: espiar, mirar, contemplar. También ocurre que eso que pasa ahí, en ese lugar, en ese espacio inédito despierta, para aquellos que no son parte de esa escena, destellos de inquietud y una euforia por saber, no qué se dice, sino quién dijo qué cosa. Es habitual que familiares o amigos pregunten qué dijo el terapeuta acerca de determinado problema o, incluso, si “hablaste de mí en análisis” (como si hablar en análisis fuera hablar de otros y no hablar de lo que los otros son para uno). En definitiva: no es poco habitual la intromisión de terceros en ese espacio y resulta bastante trabajoso defenderlo de esos avances. Casi tan trabajoso como hacerlo con la intromisión de la familia y los amigos en los asuntos de las parejas. Es que sí, lo que pasa en un espacio analítico es bastante parecido a lo que pasa en cualquier otra relación amorosa. Y lo sabemos por la literatura, pero también por la cultura de masas: los secretos de alcoba son fascinantes.
Los “profesionales psi” no son indiferentes a estos efectos de fascinación. Quizás ahí haya una clave para entender los motivos que llevan a algunos de ellos, una y otra vez, a la obscenidad -en el sentido del fuera de la escena- de hablar de los pacientes en redes sociales o en revistas de difusión masiva. Amparados en que están “hablando de la clínica”, no hacen sino hablar de sí mismos, no hacen sino un streap tease en el que van desnudando siempre a otro (ellos ya estaban desnudos desde antes, como el Rey). Hablar en ese fuera de escena de los pacientes es menos un quehacer clínico que un método con visos vejatorios, ese método, “el verdugueo”, que tan agudamente leyó Ricardo Strafacce en La escuela neolacaniana de Buenos Aires.
La intimidad que se produce en un análisis es única y no llega a ser regulable por un código profesional. La intimidad inédita de un análisis se preserva en una decisión: es un gesto ético. Se trata, quizás, de una ética de la intimidad. Por eso me gusta muchísimo la posición de Jean Allouch en la transmisión: “cuando escribo algo a propósito de [Kenzaburo] Oé, claro que tengo presente algunas cosas que pude oír del diván, pero de eso me callo”. Porque en épocas de la llamada “ideología de la transparencia”, el psicoanálisis, sigue Allouch, es el único lugar donde se puede decir algo a alguien “con la seguridad de que él no se lo va a repetir a nadie”.
El espacio analítico es el último reducto para preservar la intimidad de lo que ahí se dice. Entonces callar no es no hablar, sino no hacer ruido, no hacer de eso que pasa en un análisis bullicio, rumores, chisme, espectáculo. Y eso también alcanza a los pacientes.
Las redes sociales se vienen constituyendo como una usina productora de objetos narrables. A la estetización habitual del padecimiento, ahora se agrega la mostración espectacular de lo que pasa en las “sesiones”. ¿O, quizás, de lo que no pasa? Porque no pasa, se narra en las redes sociales. Pero también de este otro modo: si algo podía llegar a pasar, la mostración lo inhibe, lo aplasta, lo agobia. Me pregunto si mostrar en las redes sociales algo de esa escena íntima que es el análisis no será quitarle potencia, neutralizar los posibles efectos del decir. Son acaso modos de domesticar, degradar, aplanar, aplastar, asfixiar cualquier posibilidad de que se extraigan consecuencias de un decir. Es mirar las nuevas olas sin querer ser parte del mar. Alan Pauls ya lo había advertido en relación con los sueños. Hace veinte años escribió: “el sueño, que Freud hizo nacer como una trama de hilos múltiples, se ha vuelto estampa, cristal plástico, estereotipo. Una superficie sin ‘otro lado’, menos atormentada, sin duda, pero también más inocua (...), el sueño, hoy, nos convierte a todos en artistas imaginativos, de un buen gusto un poco escolar pero intachable”. Se cuentan los sueños en las redes sociales como si no fuéramos, según nos advirtió Freud, responsables morales de su contenido.
Hay un punto en que la experiencia analítica es inenarrable, indecible, porque las palabras que ahí se pronuncian nos torturan, porque arden, porque incomodan, porque inquietan, porque insisten, porque se precipitan incansables. Contar públicamente lo que (no) sucede en esa intimidad es hacer de las palabras algo vano, vacuo; pero además es sacarse de encima cualquier afectación para que todo siga siendo igual, lo mismo. En un análisis las palabras queman porque son dichas en la intimidad del fuego del amor de transferencia. Arrojarlas sin más al espacio público es dejarlas reducidas a cenizas, esas de las que ya no va a renacer nada.