Prendo la radio como de costumbre y en el segundo programa mañanero el periodista entrevista a un hombre que integra la guardia de la selva colombiana, que se refiere al reciente hallazgo de cuatro hermanitxs indígenas que estaban perdidos en la selva después de un accidente aéreo. Cayó la avioneta en la que viajaban, murieron los tres adultos que iban a bordo y se salvaron los cuatro niñxs de 13, 9, 4 y 1 año. Sobrevivieron en la selva a lo largo de cuarenta días, cuando fueron encontrados por rescatistas indígenas que los estaban buscando. El periodista le hace preguntas bastante básicas y obvias a las que el hombre al otro lado de la línea responde con elegancia absoluta. Que seguramente él, siendo de la ciudad, no habría sobrevivido ni un día en la selva, que qué peligros pueden esperarse, que qué habría que hacer, si quedarse quieto o caminar. El guardián al otro lado de la línea responde con parsimonia y entusiasmo. Dice que es probable que el espíritu de la selva haya protegido a esos niñxs. Dice que el espíritu de su madre, que murió en el accidente, los protegió. Dice que las comunidades de la región elevaron rezos para mantener protegidos a los niñxs también. Me emociona oír otra cosmogonía en la radio que transmite desde Palermo, en la que en general hablan políticos, con un sentido común de capitalismo y ciudad aplastante. Oír que alguien se refiera a la fuerza protectora del espíritu y de la selva en un horario central y que nadie lo tome para la chacota me da esperanza y alegría. Cuenta, también, que cuando los rescatistas dieron con los niños, primero no estaban seguros de que fueran ellos, porque habían estado sufriendo alucinaciones luego de días en la selva. Que lo que los hizo acercarse fue el llanto de la bebé Cristin. Y que antes de sacarlos del lugar del hallazgo, hicieron un ritual en el que quemaron inciensos “para traer a los menores de la oscuridad a la luz”.
A años luz del heroísmo y belleza del rescate en la selva, me quedo por primera vez afuera de mi casa. Tomo la mochila de mi hijo Ramón para depositarla junto a él en manos de su papá y cierro la puerta detrás de mí, con la llave puesta del lado de adentro. Me doy cuenta en el acto de lo que acaba de pasar y entro en pánico. Bueno en realidad pánico no llega a ser pero sí un no puedo creer que me esté pasando esto, ya lo dije: a años luz de sobrevivir de un accidente aéreo en plena selva colombiana. Me comunico con Germán a través de la puerta de vidrio, la puerta de esa llave por supuesto también ha quedado en la seguridad infranqueable de mi casa. Es sábado a la tarde. Se me ocurre ir a tocarle el timbre al hombre que vive en la planta baja al fondo, el papá de Diego, como lo conocíamos hasta entonces. Diego fue, durante muchos años, el inquilino que vivió arriba nuestro, con Sombrita, una border collie muy bonita. Este año, Diego se fue a vivir a otro lugar y hace un par de meses nomás murió su mamá, la mujer de el papá de Diego, el hombre al que ahora le golpeamos la puerta. Entreabre para ver quién es, su perrito nuevo anunció nuestra presencia, le explicamos la situación, para empezar nos presta una llave de la puerta del edificio. Germán despacha el taxi y se suma a este grupo de tareas que se propone: volver a ingresar al departamento. Entonces, el segundo gesto de el papá de Diego, que lo va a bautizar: nos presta una tarjeta ya cortada y modificada para abrir puertas. En la tarjeta dice Ricardo. Listo. El resto de la tarde gastaré su nombre en cada uno de los agradecimientos. La tarjeta de Ricardo no funciona, mandamos a Ramón a tocarle la puerta, Ramón sube con alambre, hacemos caer la llave al piso para intentar sacarla por debajo de la puerta, sube Ricardo, trae consigo una radiografía para seguir intentando (¿será de cuando enviudó?) y unos panes calentitos recién horneados por él mismo entre servilletas. La radiografía tampoco funciona, le dice vení conmigo chango a Ramón y van a buscar un destornillador para meter por debajo de la puerta y ver si se puede agrandar un poco ese espacio como para que las llaves con llavero puedan salir. A todo esto, yo tenía cita con una poeta a la que iba a comentarle un texto. Ni bien sucedió el episodio de las llaves le escribí para avisarle y que se abstuviera pero de repente ya estaba en nuestro pasillo, dispuesta a compartir la misión. Ninguno de los recursos artesanales funcionó. Terminamos llamando al cerrajero que por suerte en este contexto de hiperinflación, no estaba tan desmedidamente inlfacionado. Para esperar a que llegara, fuimos al bar de la esquina a tomar una merienda: Ramón, su papá, la poeta y yo: una comitiva improbable. La poeta me menciona que esto que está pasando bien se lo podemos atribuir a Plutón en acuario, que seguirá rigiendo hasta octubre. Ahora leo que hasta el año 2043. Y a mí que me parecía mucho octubre. Finalmente el trámite del cerrajero no dura más que dos segundos. Tiene unos fierritos preparados para la ocasión que abren la puerta en un segundo. Listo, mi casa vuelve a ser mía, pero con un par de pesos menos. La poeta se ha quedado y finalmente es momento de nuestro encuentro literario. Lo de cerrar cosas con llaves, qué estupidez: cuidar tanto lo propio que se vuelve inaccesible hasta para una misma.
Esta semana también veo Is this fate?, un documental de la directora Helga Reidemeister en un ciclo de cine feminista alemán. Es una película en blanco y negro, de 1979, en Berlín occidental. La protagonista es una mujer de 48 años, Irene Rakowitz, madre de 4 hijes y divorciada. Sus hijxs también hablan en la película, sobre todo las tres mujeres. Desde el principio quedo hipnotizada por el menor que es una suerte de alter ego de Ramón en los setentas. Una de las particularidades del documental es que la directora está constantemente dialogando con ellos, desde detrás de cámara. Se escucha su voz, más baja que las de los que están en plano, parecería no estar microfoneada, lo que también es raro, si sabe que va a hablar. Entonces pasa esa cosa extrañísima que es la familia desplegándose frente a la cámara en situaciones más o menos cotidianas, hablando siempre, mientras la directora va interviniendo o conduciendo la situación a través de preguntas o comentarios, a los que la familia en plano reacciona, mirando detrás de cámara, no es una escena que dejó así, es gran parte del documental. Y sin embargo todo funciona. Me rompe bastante la cabeza, no sabía que se pudiera hacer algo así. Las dos mejores escenas para mí están al principio y al final de la película. En la primera el niño llora mientras come. En realidad, están comiendo, su hermana mayor, su mamá y él. Conversan, la cosa escala, la madre dice que no le gustan las armas y que el padre se las fomenta, el niño objeta, la madre se pone muy vehemente y le habla mal, aunque tenga razón. El niño se pone a llorar y apoya su cabeza sobre la mesa junto al plato. La directora no deja de filmar. Por el contrario, hace preguntas. Sobre el final de la película hay una secuencia larga en la que Irene, la madre, está planchando. Detrás de ella, por una ventana, vemos el resto de esa mole de edificio en la que viven. Habla con su hija de 15, Assi. Assi es la única que a lo largo de toda la película mostró empatía con la mamá. Irene habla de su trabajo, de todo el trabajo que hizo por esos cuatro hijxs, sin reconocimiento, sin remuneración.
¿Acaso no he trabajado mi vida entera? ¿Sólo cuenta como trabajo si salgo todas las semanas a las 7 hs, me instalo en una oficina y vuelvo a casa a las 18hs ? ¿Solo eso es trabajo? ¿Acaso no he trabajado? Tomando en consideración que he trabajado toda mi vida, ¿por qué ahora tengo que vivir de las migajas de la asistencia social? ¿No hice más que eso en mi vida? ¿Por qué nuestro trabajo no vale nada? Criamos niños, mantenemos la casa, nos encargamos de las necesidades del esposo. Hacemos esto y aquello, ¡por nada, por nada! Y si nos divorciamos nos quedamos sin nada, sin nada en lo absoluto. Entonces ni siquiera tenemos derecho a la miserable pensión que habríamos tenido cuando nuestros esposos se retiraran. Si trabajáramos como empleadas haríamos un trabajo parecido, ni siquiera, sería exactamente el mismo trabajo que hago en mi propia casa. Pero en ese caso me darían seguro social, un sueldo, vacaciones pagas y un bono navideño. Hasta podría quedarme con algo de ropa que mi empleadora ya no quiera. Y a los 60 años podría retirarme. Así son las cosas. ¿Y aquí? Aquí soy una sirvienta y no recibo nada por ello. “El amor por la familia y los hijos es el bien más grande”. Y eso tiene que satisfacerte, eso te hace un ser humano. Pero mi billetera está vacía. Y aquí estoy a los 48 años, sintiéndome inútil y gastada. Ustedes se fueron, se van a ir. Mis dos hijas mayores se fueron. Y la madre… A los 48 años estás desgastada y te dejan sin nada.“
Afuera, detrás de ellas en plano, atardece sobre el monoblock. A medida que la luz de afuera se va, en el vidrio aparece el reflejo del equipo de rodaje: la directora que pregunta, alguien con la cámara, un boom.
RP