Fatiga explicar una vez más que nuestra universidad es la columna vertebral del país democrático y el diferencial intelectual argentino en el mundo. Fruto del reformismo yrigoyenista y la gratuidad peronista, exigimos desde entonces que no se aborde como un privilegio, sino un derecho que tiene al pueblo como sujeto colectivo. Algo heredamos de los líderes al entender que el conocimiento no debe constituir el patrimonio de una minoría de favorecidos, ni la enseñanza fundarse en la discriminación del saber. Siempre con-viene saber de dónde se-viene.
Con continuidades y rupturas, aquello que otrora moldearon los jesuitas en América Latina alcanzó en el extremo del actual conurbano bonaerense el mejor legado: “Nuestras universidades son la voz de los que no tienen voz”, supo enseñar el célebre Halperin Donghi. Tanto más, próximo a cumplirse los 75 años del Decreto nº 29.337 que eliminó el arancelamiento -que tantas veces se olvida u oculta- y permitió duplicar los universitarios antes de las bombas del ‘55. Claro que lo epocal tampoco puede omitir la dinamitación por vía de la proscripción y los regímenes de facto, que a partir de los “bastones largos” concluyeron en el pasado ignominioso de la última dictadura cívico-militar y su siniestro resultado de miles de estudiantes hasta hoy desaparecidos.
Las tradicionales como Córdoba, Buenos Aires, luego La Plata, después el Litoral y Cuyo, que en algún momento fueron las únicas universidades en el país hasta el año 1965, junto con las del Nordeste y la del Sur, también Rosario en 1968, y las oleadas de los ’70 y los ‘90, sumadas a las más recientes, permiten alcanzar a la fecha un número superior a las 60 unidades de producción y aplicación de saberes extendidos en todo el territorio del país.
Mucho se aprendió desde entonces sobre los límites del formateo convencional a base de un modelo meramente profesionalista, con una mirada liberal individualista por parte de los graduados, sumado el elitismo aislacionista de la institución. Tantas veces también fue advertido el aparato de colonización científica que actúa en función de una dependencia cultural que impide el desarrollo de un proyecto de nación al servicio de toda la sociedad, centralmente de los sectores que sufren mayor postergación.
De contrario, gubernamentalmente hoy se enaltece la mercantilización en clave de capitalismo académico, de una universidad en favor de los meros y coyunturales intereses de mercado, donde la educación aparece identificada como objeto transable, en lugar de un bien público de interés estratégico, de valor y utilidad para las mayorías, en especial, se insiste, los más vulnerados.
Si no queremos adaptarnos a la pérdida del sistema educativo en manos de un burdo esquema transnacional de sociedad excluyente, propio del “fascismo financiero” que censura Boaventura de Sousa Santos, el destino de la universidad debe enmarcarse en esta contraposición. Así como en 1918 la clase media de origen inmigrante vino a controvertir la universidad de la oligarquía al servicio de los lazos coloniales exportadores de materias primas, a partir de 1949 en función de un proyecto nacional se llegó a ligar a más sectores populares para agregar conocimiento específico a las cadenas de valor de la producción.
Hoy, frente a la vuelta de la financierización económica y la reprimarización exportadora fundada en el consenso de commodities, se impone reinventar el interés soberano del conocimiento desde una estrategia global de poder basada en aquellas cuestiones nucleares del país y su sociedad. A ese fin, conviene empezar por afinar el oído de modo de escuchar los sonidos (aunque también el grito) de quienes necesitan aprender y emplear los conocimientos que podemos y debemos producir. Se trata de aquellos actores de una nueva subjetividad popular que una vez más reavivan el conflicto contra la concentración de la riqueza y el privilegio del saber, luego, el invariable destino colonial que los expulsa como remanente descarte dentro del 70% de excluidos. Para ello se requiere la elaboración del más alto nivel de conocimiento y de aplicación en buena cantidad en favor de un modelo esencialmente productivo de matriz diversificada que demanda inclusión social. La universidad debe favorecer que sus resultados sean convertidos en herramientas reales de transformación en articulación necesaria con las organizaciones comunitarias, los movimientos sociales y los territorios, cuyo rol es determinante en un contexto de catástrofe vincular como el actual.
De donde deriva como interrogante ¿Cuál es la agenda en favor de las mayorías de Medicina, sino es la Salud? ¿Cuál la de Derecho, sino la Justicia? Sin embargo, no pocas veces nos tropezamos con la reproducción de la desigualdad por vía del propio ámbito del conocimiento. Conviene reparar en el concepto de brecha 90/10 originado en Organización Mundial de la Salud, y así extenderlo a otras disciplinas: el 90% de la investigación en salud se dirige a las afecciones del 10 % de la población, y el restante 10 % a las enfermedades del 90 % del conjunto. Baste también como versión de esta brecha en lo jurídico la enseñanza de un Derecho cubierto con el velo de una pretendida “neutralidad”, o de un sistema judicial con su retórica discursiva de imparcialidad que consagra los intereses de minorías hegemónicas y conduce al desamparo legal al grueso de la sociedad.
Una vez más, si la universidad es emancipación ¿Cómo se aborda en las aulas de sus facultades, por ejemplo, el modelo extractivista y sus consecuencias de quita de soberanía, aumento de la desigualdad, desterritorialización de comunidades y contaminación del ambiente? En definitiva, siempre el desafío será inclusión o exclusión o, en otras palabras, progreso o regresión en la realización de los derechos. Cuantos más habitantes conozcan y aprendan, más instrumentos tendrán para obtener sus derechos y reclamar inclusión, lo que decididamente pone en peligro al diseño de país del descarte y sus mentores. Como desde la Reforma del ‘18 hasta el presente, la ampliación del acceso a la universidad de las mayorías populares avanza enfrentando proyectos que reniegan del destino del pueblo de la nación.
Por ello el deterioro de las condiciones hacia donde actualmente se arrastra a nuestras universidades debe ser inmediatamente conjurado. Expresamos con multitudes en abril pasado “Ganar la calle para no perder el aula”, condición necesaria, nunca suficiente frente a la “igualdad de oportunidades” y la “gratuidad y equidad de la educación pública estatal” consagradas en la letra de la Constitución Nacional. Este texto convoca al deber ineludible del judicial, sino abjura de su compromiso y fidelidad expresados a una superlegalidad jerárquica que cumplió 30 años. De allí la eventualidad de la judicialización del anunciado veto a la aprobación del indispensable financiamiento por parte del Congreso, que clausurará la actuación de los legisladores, tanto como un DNU. Nadie puede sostener seriamente que un veto -como el indulto- pueda configurar una forma de poder más intocable que una ley, si el dictado del acto administrativo se sustrae a la obligación republicana de dar razones fundadas y sobradas frente a la sociedad.
Cuidado que a los fines de la fundamentación debida no alcanza con invocar a “degenerados fiscales” ni proclamar “adoctrinamientos”, “disonancias cognitivas” o “lavado de cerebros”. Tanto más cuando cualquiera advierte que no se trata sólo de ahogamiento financiero para la grilla más paupérrima del continente –¡En una detracción presupuestaria en la previsión del próximo ejercicio del orden de casi el 50%!–, sino que grotescamente se camufla como topo destructor del estado nada menos quien por imperio constitucional devino hace ya meses en “el jefe supremo de la Nación, jefe de gobierno y responsable político de la administración general del país”. ¿Qué hacer del futuro cuando el desconocimiento se hace gestión y se instaura la gestión del desconocimiento? Batallar o sucumbir, que no es opción.
Alejandro Slokar es Profesor Titular UBA/UNLP