Opinión

Dialogar, no eso que me enseñaron

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El otro día, mientras daba clases de Formación ética y ciudadana a chicos y chicas de trece años, me di cuenta de que los estaba engañando.

O mejor dicho, me estaba engañando a mí también.

Una estudiante me preguntó para qué sirve dialogar y yo le contesté “para llegar a un acuerdo”, convencida. Todos asintieron. ¿Cómo no iban a asentir? ¿No era eso lo que estaba esperando?

Automáticamente se me vino a la cabeza la reunión de consorcio (fallida) de la noche anterior. Dos vecinos terminaron yéndose, a las puteadas, del grupo de WhatsApp por pensar muy diferente en relación a cómo arreglar una medianera.

Entonces hago memoria y me doy cuenta que siempre me enseñaron que el objetivo de dialogar es “ponerse de acuerdo”. ¿Pero en qué mundo es eso posible? ¿Quién dijo que dialogar va de la mano del consenso? ¿Por qué confiamos tanto en el diálogo como herramienta pero después nos incomodamos ante el disenso?

La palabra latina (dialogus) de la cual proviene el término “diálogo”, tiene su origen en el griego. El diálogo es aquello que sucede a través del logos (razonamiento, argumentación, discurso, entre algunos de sus múltiples significados). 

Hoy en día, a primera vista, todos y todas estaríamos a favor del diálogo. El diálogo tiene buena prensa. ¿Pero qué quiere decir dialogar? ¿En qué pensamos cuando hablamos del diálogo? 

El diálogo, nos enseñaron, es un lugar de encuentro, de conversación entre dos (o más) personas que sostienen ideas. Un lugar en el cual, como consecuencia de ese encuentro, se llega a un acuerdo común.

Decimos que un diálogo “valió la pena” cuando se alcanza un consenso, o una suerte de postura en común o superadora entre dos puntos de vista. 

¿Pero por qué es tan difícil llegar a ese consenso? ¿Dónde está? ¿Por qué aprendemos que eso es dialogar y después es tan difícil de vivenciar? ¿Y si mejor ponemos en suspenso esa idea? ¿Y si dejamos de enseñarles a nuestros alumnos y alumnas (y a nosotros mismos) un diálogo imposible de llevar a cabo? 

Vivimos en una sociedad que funciona por el principio de lo mismo, del “todos somos iguales”. Sin embargo, ¿dónde está esa igualdad? 

Es más común ver desigualdad que igualdad. Es más común ver desacuerdos que acuerdos. Es más común encontrar diálogos en donde no hay consenso que unión. “La igualdad deviene, así, en desigualdad y en igualación, bajo la máscara de la integración pacífica”, plantea Balcarce en Derrida y tiene razón.

¿Y si el diálogo es, por el contrario, la ausencia de diálogo? ¿Es posible entablar un diálogo a partir de posiciones radicalmente opuestas? 

Para el filósofo Martín Buber, no alcanzaba con hablar con las personas -como hacemos casi todo el tiempo-, sino que lo que hay que hacer es dialogar. Cada ser humano tiene que aprender a respetar y a conocer a los demás. Y eso lo podemos hacer únicamente escuchando al otro o a la otra porque sólo así nos damos cuenta de lo que piensa y siente.

El diálogo como un “entre” en el medio del yo y el , que incluye a su vez los silencios y las miradas. El diálogo es como un juego de ajedrez, “todo el encanto del juego de ajedrez es que uno no sabe cuál va a ser la jugada del compañero. Me sorprendo por la jugada que hace”, dice Buber. Con el diálogo es lo mismo: me tengo que sorprender con lo que el otro me cuenta. 

¿Y si hay diálogos que no son más que desacuerdos? ¿Y si hay diálogos que culminan en esa tensión? ¿Qué hacemos con lo que nos enseñaron que era dialogar y los diálogos interrumpidos y fallidos cotidianos?

Tenemos que enseñar otra definición de diálogo y para eso tenemos que aprender otra definición de diálogo. Que no es espontánea, ni está dada. Aprender a dialogar como una práctica que se aprende trabajándola y que se afirma sobre malos entendidos y desacuerdos. 

Las palabras que usamos muchas veces son las mismas, pero no se entienden de la misma manera. Podemos acordar lo buena que es la “justicia”, el “amor” o la “libertad”. ¿Pero qué significa ser libres? ¿Cómo hay que amar? ¿En qué sentido deseamos?

Nos enseñaron en la escuela que el diálogo debería llevar siempre a la superación de los desacuerdos o, por lo menos, a una aceptación tolerable de los desacuerdos: la famosa idea del consenso.

Quizás es momento de que advenga otro tipo de diálogo. Quizás no tengamos que entendernos con las mismas palabras. Quizás tengamos que aclarar, explicitar, entender y valorar esos silencios o diferencias.

Quizás tengamos que dejar de enseñar el diálogo como un acuerdo anhelado. Cuánto más queremos alcanzar el consenso, más hacemos desaparecer la diferencia. 

Quizás el único diálogo posible sea el diálogo imposible, roto. Como dice Carlos Skliar, diálogos desobedientes. “Si el lenguaje no desobedeciera y si no es desobedecido el lenguaje, no habría filosofía, ni arte, ni amor, ni silencio, ni mundo, ni nada”.  

Quizás así deje de escuchar, cuando está por terminar la clase, “digamos esto así podemos ir al recreo”.

FS