Nacido en Texas en 1946, muerto en Texas este martes, Kenneth Starr estudió derecho en Duke University y fue nombrado juez federal por el republicano Ronald Reagan en 1983. Llegaría a la fama en la década siguiente, cuando un panel de tres magistrados lo designó fiscal especial encargado de investigar los negocios en especulación inmobiliaria del matrimonio Clinton en plena carrera política ascendente, cuando Bill era gobernador en Arkansas y Hillary una exitosa abogada. La investigación y los poderes de Starr crecían y crecían, y acompañaron a la pareja de abogados provinciales hasta los años de la Casa Blanca. El fiscal investigó los trucos de la defensa del ahora presidente demócrata en una proceso abierto por la demanda de Paula Jones, empleada estadual, que acusaba de acoso sexual a Bill. La reputación primero local, después nacional del fiscal especial Starr se volvió global cuando la investigación se centró en Monica Lewinsky, pasante en la Casa Blanca, sobre cuyo vestido azul el Presidente había eyaculado en la Oficina Oval, y después mentido y negado el hecho ante un Grand Jury.
Sobre el llamado Monicagate, el fiscal Starr escribió un meticuloso pero ágil informe de 445 páginas, que fue presentado al Congreso, y al público, en 1998. La argumentación concluía en un pedido de juicio político para Bill Clinton. Establecía 11 causales que a los ojos de la acusación hacían merecedor al presidente demócrata de condena y exoneración por el Senado, que entre otros delitos debía encontrarlo culpable de perjurio, obstrucción de la Justicia y abuso de poder. El juicio político se abrió en el Capitolio, pero finalmente faltaron los votos senatoriales para que el impeachment se hiciera efectivo.
No velas a tus muertos
El juicio pasó, pero el Informe quedó. A finales del siglo XX, como a principios de este, a veces oíamos hablar de una disminución del valor o de la relevancia de la novela como género, disminuida por el cine, la televisión, las redes o Netflix. El Informe del fiscal Starr pareció una desmentida, difícil de refutar, a las noticias de agonía de la palabra escrita. Si la novela había muerto, lo novelesco, y hasta lo novelesco literario, daban pruebas de supervivencia en cada página.
Como si la narrativa de ficción se refugiara en textos legales, un género cuyos autores son letrados que profesionalmente sospechan de las novelas. Cuando Domingo Faustino Sarmiento enterró a Dalmacio Vélez Sarsfield, al presidente le gustó destacar en su elogio fúnebre que el sabio jurista, consumado estilista y codificador civil argentino de 1869 nunca en su vida había leído ni una sola novela. No las leía, pero acaso las escribió. En cada artículo del Código Civil sobre matrimonio, sobre prendas e hipotecas, sobre legitimidades o herencias hay toda una novela decimonónica, cada una con su diferente familia infeliz.
En 1998, ningún film de Hollywood, ningún escabroso talk-show y, por supuesto, ningún texto literario, había sido tan esperado en EEUU y más allá como los cuatro centenares y medio de páginas del Informe del fiscal especial Kenneth Starr sobre el Sexgate del presidente Bill Clinton.
Corazón tan blanco
Si la investigación de Starr arrojaba alguna certeza, era que el Fiscal Especial no era inocente. Quería que disfrutáramos de su narración. Su destreza, su dedicación, para darle al Informe la forma de la novela decimonónica de adulterio, resultaban evidentes, y exitosas. Las novelas de adulterio del siglo XIX llevan por título el nombre de las protagonistas caídas. Madame Bovary y Therèse Raquin de los franceses Gustave Flaubert y Émile Zola, Effi Briest del alemán Theodor Fontane, Anna Karenina del conde ruso León Tolstoi, Sister Carrie del norteamericano Theodore Dreiser: historias de distraídos varones adúlteros y de mujeres enamoradas, de calculadores poderosos y de perdedoras apasionadas. También la novela de Starr se dejaba resumir en un solo tóxico nombre femenino: el de la judía Monica Lewinsky.
Estas narrativas novelescas son pródigas en detalles deliberadamente simbólicos. Como la becaria Monica Lewinsky, la provinciana normanda Emma Bovary se lleva a la boca la pipa de su amante y fuma sus cigarros. Las protagonistas ya saben -en esto insisten los novelistas, todos varones- que tanto affaire extramarital conduce al fracaso, a la enfermedad, a la muerte, al suicidio: el destino que toca a quienes amenazan el orden social. Sin ningún motivo, Starr nos cuenta que Monica pensaba en irse a otra ciudad, a otro país, como Sister Carrie, que huye a la canadiense Montreal desde Washington. Como en estas grandes novelas de adulterio, el efecto que Starr persigue es doble, y dúplice: castigar debidamente a los culpables, pero también crear simpatía hacia ellos: en definitiva, acaba por convertir en banal lo que el autor quería presentar sólo como ilegal.
Rascacielos y campanarios, magnicidas y dictadores
El Informe fue un éxito mundial, y ocupó todas las tapas de los diarios, salvo en China y en el Vaticano. Pero fue precisamente del Estado más pequeño de la tierra desde donde, dos semanas atrás, se hizo público otro texto disciplinario y novelesco: la encíclica Ratio et Fides, una obra maestra del catolicismo polaco. Juan Pablo II había cometido, con un éxito kitsch digno de su compatriota Henryk Sienkiewicz, el Premio Nobel autor de Quo Vadis?, una fábula afín a las que en el siglo XIX consumaron el inglés Charles Dickens en Tiempos difíciles y el español Benito Pérez Galdós en tantas novelas. El Pontífice narra los peligros de una razón ciega, positivista, preocupada por los hechos y fríamente desdeñosa de la fantasía, de todo cuanto está más allá de sus poderes. Los extravíos de la razón son interesantes, insistía el Pontífice que había perdido los intestinos perforados por las balas de Ali Agca, el desequilibrado magnicida turco manipulado por los servicios secretos búlgaros. Son más interesantes, incluso, que las vidas de quienes siempre permanecieron en el rebaño y nunca los probaron. Al final de la Encíclica del Pontífice de Roma, como al final del Informe del Acusador de Washington, la verdad de fe corrige y completa la verdad de razón, los ateos abjuran de su herejía y los judíos se convierten.
El fiscal Starr y el papa Juan Pablo II escribían novelas del siglo XIX, de un subgénero insuperable: pornografía para puritanos, extravíos coronados por una exaltación del castigo. En los últimos meses de 2022, los titulares de diarios y medios publican cada día episodios de un género novelesco por excelencia de la literatura latinoamericana del siglo XX, la novela de dictador, encarnada en el cada mañana más sombrío autócrata del Kremlin, el presidente ruso Vladimir Putin. Y aun la sombra terrible del dictador Augusto Pinochet fue invocada para explicar el fracaso del Apruebo en el plebiscito constitucional chileno del 4 de septiembre.
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