Suelo negarme a sacarle el polvo a los libros de mi biblioteca porque me topo con sorpresas que se remontan a décadas atrás. Esquirlas de la prehistoria que suelen partir el alma. Un programa del cine Lorraine del año 1972 con La última película de Bogdanovich, el pétalo de una rosa que me regaló un admirador envuelto en una servilleta de un bar de Corrientes, dos entradas para ver Nada que ver con otra historia de Griselda Gambaro, números de teléfono de la capital que no iniciaban todavía con el consabido 4… Volver al tiempo perdido puede costar lágrimas. Pero, como perdí el hábito de llorar, me consuelo con un cigarrillo.
Hace algunos días me tocó en suerte el estante Beckett, autor que devoré durante mi pos adolescencia y cuyos libros no había vuelto a abrir en décadas. Estaban en uno de los más altos, más inaccesibles de mi biblioteca, hacinados debajo del polvo de los tiempos. Tenía buena compañía: Dostoevsky, Camus, Nabokov. Aunque para mí fue siempre el estante Becket. Bajé sus libros, los limpié cuidadosamente, me lavé las manos y al hojearlos me topé con esos subrayados frenéticos que no dejaban espacio sin garabatear con flechas, cruces, comentarios, signos de admiración, resaltados, líneas curvas o líneas rectas. Todos con la precaución del lápiz, como si alguna vez algún lector pudiera contar con la anuencia de borrarlos. Contrariamente a lo que suele suceder, no sentí repulsión o pudor. Esos subrayados me provocaban ternura por un lado, estremecimiento por el otro. No hablaban de Beckett. Hablaban de la persona que yo era entonces. Y también de la que soy ahora.
Escojo al azar subrayados de Relatos:
Y aquí me tenéis abocado sin remedio a los futuros… porque tengo demasiado miedo esta noche para escuchar cómo me pudro, para esperar las enormes palpitaciones rojas del corazón, las torsiones del intestino sin cura y para que se cumplan en mi cabeza los largos asesinatos, el asalto a murallas infranqueables, el amor con los cadáveres…
Todo es ruido, negra turba saturada que aun debe beber, mareada de helechos gigantes, brezo con simas en calma donde se ahoga el viento, mi vida y sus viejos estribillos…
¿Es el aire lo que todavía nos ahoga?
No puedo quedarme, no puedo irme, veamos qué ocurre
He cambiado tantas veces de refugio, a lo largo de mi desconcierto, que me sorprendo confundiendo antros y escombros. Pero fue siempre la misma ciudad Yo no conozco más que la ciudad de la infancia, he debido ver la otra pero sin lograr jamás creer en ella …
Oh, os voy a dar yo tiempos, cerdos de vuestro tiempo
“Cómo estás Galileo” escribiría en uno de sus primeros poemas (Whoroscope), “al fin nos movemos, dijiste, Porca Madona… eso no es moverse, es conmoverse”.
¿Qué me atraía a los veinte años de ese irlandés grosero y sublime? En esa época yo era un ser apolítico, eufemismo usado con frecuencia para designar a quienes son analfabetos en materia de bien común. Yo era eso en un país que no había salido del calvario de dictaduras cada vez más sangrientas, de la apuesta masiva por un líder que regresaba al país para salvarlo de su marasmo acompañado por un brujo que hechizaba a su mujer convertida luego en presidenta de la Nación.
En aquellos años, como decía Beckett refiriéndose a sí mismo… “Yo tenía escaso talento para la felicidad” (I had little talent for happiness). Tal vez le escapaba a la felicidad precisamente por el temor a la violencia de la realidad o de mi nula capacidad para entenderla o enfrentarla. ¿Era Beckett, entonces, la cueva donde esconderme, un abrigo desconsolado donde cómodamente instalarse, una manera de decirme que si yo no entendía el mundo, ese mundo no tenía sentido? Es probable, aunque la respuesta no explica por qué mi fascinación por Beckett está incólume mientras escribo estas líneas. Décadas después, precisamente cuando Beckett parece haber desaparecido de la escena.
Inclinada sobre sus libros rescatados del polvo reviví el estremecimiento causado por ese ritmo desesperado, a caballo entre el improperio y la aspiración de plasmar palabras en un bronce que nadie percibe, como la voz de un profeta en el desierto de su patria.
Lástima la traducción, pensé como pensaba décadas atrás. Hoy tengo los textos originales en inglés y es casi milagroso que esa cadencia de voz que clama en el desierto se haya colado a través de la a veces ininteligible jerigonza de las traducciones españolas. Tiempo después, mucho tiempo después, supe que ese ritmo beckettiano había abrevado en los salmos, sobre todo de la Biblia anglicana que su madre le leía sin parar. Me subyugaba la transmisión de esa voz antigua que desde un paisaje arcaico no deja de articular, una y otra vez el sinsentido en forma de bla bla. Como si fuera el rezo de un mendigo, un payaso, un miserable suicidado por la sociedad.
La escritura de Beckett es una búsqueda del silencio. Es la impavidez de decir que ya no hay nada que decir, nada que narrar, nada que pensar
La interpretación de Beckett suele pecar de solemne. Sin ir más lejos, la justificación del premio Nobel otorgado en 1969 describe una escritura que… “renovando las formas de la novela y el drama, adquiere su grandeza a partir de la indigencia moral del hombre moderno”. ¿Cuál sería esa indigencia moral que caracteriza al ser humano en una época y no en otra? Es cierto que el de Beckett construye un mundo sin dios, sin rumbo, desangelado, donde todo está detenido. Pero va mucho más allá de esa moralina a la que los suecos suelen recurrir cuando quieren enaltecer el premio. Al dejar muy atrás la moral burguesa, los textos de Beckett constituyen una reducción al grado cero de la escritura, una puesta en abismo por excelencia: de la acción, de la palabra, del movimiento, del sentido.
La escritura de Beckett es una búsqueda del silencio. Es la impavidez de decir que ya no hay nada que decir, nada que narrar, nada que pensar. Un exceso de interpretación dedujo que se trataba de la misma atmósfera de existencialismo sartreano signado por las consecuencias de la posguerra. Pero Beckett no viene de allí. Luego de muerto Joyce, su gran maestro, Beckett comprendería en un acto famoso de revelación, citado a medias en La última cinta, que su método de trabajo ya no sería agregar elementos, sino quitarlos, reducirlos hasta la nada, como una escritura que no llena la página en blanco, sino que la vacía. El trabajo del autor consiste en regresarla a su estado original: la nada, la angustia del origen, el balbuceo de cabezas parlantes cuyos cuerpos han sido enterrados bajo cemento hasta el cuello, como la Winnie de Los días felices. Metáforas de la inanición, ausencia radical de deseo. Porque no hay deseo cuando nada tiene sentido. Eso fue Beckett entonces, eso es hoy. Por eso sigue vigente y, me animaría a decir, más que nunca. Ante la cháchara cultural, mediática y política, mejor escribir. Escribir desde el silencio pegando alaridos.
Si bien soy la misma persona que a los veinte años buscaba refugio en Beckett, mi situación de entonces era diferente a la actual. Yo venía de una tortuosa adolescencia llena de libros con los cuales pretendía borrar la explosión de mi cuerpo en la pubertad. Comencé a leer a Beckett con quien tamizaba mi incomprensión política a través de la propia desaparición de una escena concebida como realidad y me resultaba incomprensible, violenta, expulsiva. Tal vez, leer a Beckett fue ese refugio que busca explicaciones radicales con el fin de realizar un gran escape. O una gran desaparición.
¿Por qué está desaparecido hoy? Le pregunto a mi amigo Rubén Szuchmacher a quien suelo pedirle ayuda para desovillar mis entuertos existenciales. No está desaparecido, responde Rubén. Beckett no está desaparecido así como tampoco está desaparecido Brecht. Citó a Borges, aunque no lo dijo: así como todos alguna vez somos aristotélicos o platónicos, todos somos alguna vez en la vida beckettianos o brechtianos.
Quedaba claro: Szuchmacher, hijo de un trabajador ex comunista nacido en Polonia no podía estar más que del lado de Brecht. Y yo, perteneciente a una familia liberal pequeño burguesa en ascenso no podía sino ampararme en Beckett. Tuve suerte: a lo largo de los años pude incorporar a los dos.
GM