Imposible no emocionarse con las elecciones para la constituyente chilena. Contra todo pronóstico, las mujeres (ellas fueron las que dieron el puntapié inicial) y los varones chilenos que inundaron las calles en los últimos años, desafiando una y otra vez la barbarie de la policía, finalmente consiguieron lo que antes parecía imposible: el derecho a dejar de vivir bajo la Constitución que les impuso un dictador antes de irse. Nada menos.
A regañadientes, la derecha se vio forzada a conceder una constituyente de rasgos inéditos, con paridad de género y cupo para pueblos originarios, grandes logros del feminismo y de la lucha de los mapuches. Los herederos de Pinochet se tomaron de todos modos sus resguardos. Primero fue el de un plebiscito en 2020 para ver si la ciudadanía aprobaba el inicio del proceso constituyente; hicieron campaña por el rechazo, pero perdieron. Les quedaba la regla de mayoría calificada de dos tercios para aprobar cualquier artículo del nuevo texto, lo que –esperaban– les daría un poder de veto incluso siendo minoría. Y además pesaba la amenaza de que, si la constituyente se reunía y no alcanzaba acuerdos, quedaría en vigor la Constitución antigua, lo que era una buena carta de presión. Todo estaba dispuesto para que la derecha pudiese garantizar un nuevo texto que no tuviese nada de nuevo.
Las elecciones de este mes dieron a Chile la posibilidad de sortear también ese retén: la derecha no alcanzó el tercio esperado. La amplia victoria de la izquierda, el predominio de candidatos independientes sin compromisos con los partidos tradicionales, la gravitación de las mujeres y la presencia de referentes indígenas anuncian la posibilidad de redactar un texto verdaderamente en sintonía con los intereses de la mayoría. Si lo logran, tendrán que superar todavía un último retén: el plebiscito de salida que debe refrendar el nuevo texto.
La democracia encorsetada
Más allá de la emoción y las expectativas, debería llamar nuestra atención la carrera de resistencia y obstáculos que están teniendo que correr los chilenos y chilenas para arribar a algo tan simple como poder decidir las reglas según las cuales quieren vivir. Como si el autogobierno no fuese lo esperable, sino un resultado al que eventualmente se llega o no por una combinación de luchas tenaces y una carambola de suerte. Si las elecciones hubiesen sido unos meses antes, con menor deterioro, el gobierno de Piñera quizás hubiese alcanzado ese tercio que arañó y hoy seguirían con la sartén agarrada por el mango. Como si la “normalidad” no debiese ser el autogobierno y la democracia, sino instituciones impuestas y manejadas por minorías privilegiadas.
Volvamos un poco hacia atrás, a la historia que desembocó en esta rara oportunidad de decidir de verdad. La Constitución actualmente en vigencia en Chile fue aprobada en 1980. La convocatoria a redactarla fue completamente ilegítima: fue el dictador Augusto Pinochet el que decidió que la Constitución previa había caducado, quien convocó a una comisión especial que redactó la nueva y quien le dio aprobación formal (luego de un plebiscito igualmente ilegítimo y amañado). Fue la Constitución de una dictadura militar. Con algunas modificaciones, esa carta totalmente ilegítima es la que rigió por cuarenta años. La “normalidad” chilena, su vida institucional hasta hace poco ordenada, su proverbial apego a las normas, se fundan en la adherencia a una Constitución sin embargo 100% ilegítima.
Ilegítima y, además, surgida de la violencia. Pinochet había llegado al poder en 1973, tras un golpe militar motorizado por las fuerzas armadas, las clases altas y la CIA, cuyo fin fue interrumpir el camino hacia el socialismo que la sociedad chilena había decidido, de manera democrática y constitucional, con la elección de Salvador Allende en 1970. Fue una de las dictaduras más sangrientas de la región, que además dejó instalado uno de los primeros modelos neoliberales del mundo. Su legado fue ese orden institucional de base ilegítima y una economía no menos ordenada, basada en la desigualdad y la exclusión que los y las chilenas encuentran hoy intolerable. No son pocos los que sienten, en Chile, que la democracia que tuvieron desde 1990 fue la continuación de la dictadura por otros medios. “No son 30 pesos, son 30 años” fue el eslogan más conocido de las manifestaciones recientes.
Vayamos un poco más atrás. Como la encrucijada actual, también el triunfo de Allende de 1970 fue resultado de una combinatoria de luchas sociales anteriores y un golpe de suerte. Allende alcanzó la presidencia sin mayoría de votos, con una exigua primera minoría a la que llegó gracias a que sus contrincantes fueron a las elecciones divididos. De acuerdo al sistema electoral chileno, el Congreso debió elegir entonces entre los dos candidatos más votados y allí Allende obtuvo un triunfo abrumador. Aunque fue un gobierno perfectamente legítimo, desde el mismo día de su elección se pusieron en marcha las conspiraciones que poco después concluirían con su derrocamiento. La desestabilización de la economía fue uno de sus componentes centrales. No se podía permitir que prosperara una vía democrática al socialismo que podría haber animado a muchos otros países. Dicho en otros términos, lo que se llamaba entonces “democracia” era, en verdad, apenas el derecho a optar entre una gama de opciones aceptables para los poderosos.
Si vamos incluso más atrás, la Constitución que regía por entonces en Chile había sido aprobada en 1925. De inspiración liberal, también ésta había sido redactada, como la de Pinochet, por una comisión designada por el gobierno, sin ninguna participación popular. Así escrito, el texto fue refrendado ese año por un plebiscito en el que no votaron ni las mujeres ni los pobres (los analfabetos, que eran cerca de la mitad de la población, no estaban habilitados para participar). Del universo empadronado para votar, además, se abstuvo la mayoría. Con una población de casi 4 millones de personas, la Constitución fue aprobada con apenas 127.000 votos.
Instituciones de/contra la democracia
El recorrido de Chile no es una excepción. También la Argentina se rigió durante décadas por un texto surgido de una constituyente ilegítimamente convocada por una dictadura en 1957, para cuyas elecciones se impidió la participación del partido entonces más representativo. Esa Constitución rigió hasta 1994: 37 años de vida institucional fundada en un acto legalmente nulo nacido de la violencia política y el privilegio de clase. Y no es atenuante que el texto de 1957 retomara el de la Constitución de 1853: tampoco ella había sido redactada o aprobada con demasiada participación popular. La reforma de 1994, debe recordarse, nació de un pacto de cúpulas partidarias que estableció de antemano sobre qué cosas podría introducir reformas la nueva constituyente y sobre qué cosas no (el núcleo liberal de la de 1853, además, debía ser copiado y pegado intacto). En fin, tampoco nuestra Constitución actual nace de un ejercicio libre de soberanía popular.
En lo que también se parecen el Chile actual y la Argentina es en que buena parte de los avances democráticos sustantivos que han conseguido han venido menos del “normal” funcionamiento de sus instituciones que del vigor de una política callejera animada por movimientos sociales que, con frecuencia, han debido desafiarlas y desbordarlas. La incongruencia que muestra la historia de nuestras instituciones, el papel que han desempeñado de ser tanto canal como corset de la soberanía popular, es un buen recordatorio de los obstáculos que aún enfrentamos para llegar a algo que se parezca a una democracia real.
EA