Funeral de Estado, el extraordinario documental del cineasta ucraniano Sergei Loznitsa, retrata la exequias del dictador soviético Joseph Stalin, muerto en marzo de 1953, a quien se atribuyen decenas de millones de muertes por ejecuciones y hambre, el alto precio que hizo pagar a la Unión Soviética para que lograra su industrialización. Se trata de un film hipnótico, de casi tres horas de duración que Loznitsa construyó en base al trabajo de centenares de camarógrafos desplegados en esos días en la vastedad de la URSS para dar testimonio de la despedida y glorificación de la figura de Stalin. El trabajo es una profunda inmersión en un mundo que ya no sólo no existe, sino que pocas veces estuvo visible, incluso, o mejor dicho sobre todo, a los ojos de sus contemporáneos. Es una obra maestra del cine documental, sobre la que los críticos han dado ya sobrados argumentos. Estrenada en el Festival Internacional de Venecia de 2019, antes de la pandemia, Funeral de Estado puede verse en la plataforma Mubi.
Loznitsa trabajó sobre más de 40 horas de material inédito en blanco y negro y color producido durante los tres días que duraron las exequias, que incluyeron la exposición del cadáver embalsamado de Stalin en el Salón de las Columnas del monumental Palacio de los Sindicatos, en el corazón de Moscú, y su inhumación en el mausoleo donde aún descansan los restos de Lenin (ya no los de Stalin, y tampoco está ya su nombre grabado en piedra) en la Plaza Roja.
Hay personajes a los que muchos verán por primera vez animados: Lavrenti Beria, por ejemplo, con sus característicos sobrero negro Fedora y lentes redondos de montura metálica, histórico jefe de los servicios secretos (NKVD) desde 1938, en los finales de la llamada Gran Purga stalinista. Beria iba a ser ejecutado por conspiración en diciembre de ese mismo año. También puede verse a Gueorgui Malenkov, hombre de confianza y quien sucedería a Stalin por un breve período, que murió apaciblemente en Moscú en 1988, pocos años antes del colapso de la Unión Soviética. A Viacheslav Mólotov, quien firmó el histórico pacto secreto de no agresión con la Alemania nazi en 1939, conocido como Pacto Molotov-Ribbentrop. Y a Nikita Kruschev, quien sería el líder de la URSS hasta mediados de los años 60. Entre las delegaciones extranjeras que participaron de las ceremonias sobresale el italiano Palmiro Togliatti, líder del entonces el mayor PCI, el mayor Partido Comunista de Occidente. Zhou Enlai, entonces primer ministro chino. Y Dolores Ibárruri Gómez, “La Pasionaria”, secretaria general del PC español y figura mítica del comunismo internacional, exiliada en Moscú de la España franquista.
El material producido nunca vio la luz, objeto del proceso de desestalinización impulsado por Kruschev que acabaría con el culto a la personalidad del dictador. Permaneció años oculto en el Archivo Nacional de Cine y Fotografía Documental de Krasnogorsk, en Moscú, hasta el rescate de Loznitsa.
El desfile de ciudadanos soviéticos es incesante a lo largo del film. El dolor es genuino en los rostros de muchos de ellos, desgarrados por la desaparición de su implacable “padrecito de acero”, como le gustaba hacerse llamar al líder georgiano. Otros rostros son apenas una mueca medrosa. La secuencia infinita confunde miles de rostros distintos, de múltiples etnias y nacionalidades asiáticas, en uno solo. Es en este sentido que va uno de los grandes hallazgos de Loznitsa. El cineasta ucraniano consigue reproducir en la pantalla el mecanismo más profundo y oculto del poder totalitario.
En Los Orígenes del totalitarismo, Hannah Arendt escribe sobre la singularidad del régimen totalitario, una invención política del siglo XX, y sus diferencias con otras formas de opresión tradicionales como la dictadura, el despotismo o la tiranía. Arendt sostiene que mientras éstas buscan impedir que los hombres se reúnan para evitar el surgimiento de poder alguno, los totalitarismos arrojan a los hombres a la calle para disolverlos, privándolos de la posibilidad de movimiento, de acción. El totalitarismo, para Arendt, funde, estrecha a los hombres de tal modo que destruye el espacio entre ellos, el espacio público. Los aprieta dentro de un “anillo de hierro”, un anillo de terror, que es la esencia misma de la dominación totalitaria y les arrebata el espacio vital de su libertad. Los oprime y los convierte en uno solo.
Dice Hannah Arendt: “Presionando a los hombres unos contra otros, el terror total destruye el espacio entre ellos; en comparación con las condiciones existentes dentro de su anillo de hierro, incluso el desierto de la tiranía parece como una garantía de libertad en cuanto que todavía supone algún tipo de espacio. El gobierno totalitario no restringe simplemente el libre albedrío y arrebata las libertades; tampoco ha logrado, al menos por lo que sabemos, arrancar de los corazones de los hombres el amor por la libertad. Destruye el único prerrequisito esencial de todas las libertades, que es simplemente la capacidad de movimiento, que no puede existir sin espacio”.
No he visto ninguna otra cosa que refleje mejor esta imagen de la opresión totalitaria como el lento oleaje de una multitud compacta de hombres y mujeres que miran trémulos a la cámara durante la despedida a Stalin en las heladas calles de Moscú. Una coreografía del terror que Arendt parece haber imaginado.
WC