Era fatal que en medio de la embriaguez deliciosa inducida por la tercera Copa no faltaran voces resentidas. A mis oídos las más chirriantes fueron las que, prensa, medios y redes mediante, acusaron a los atletas campeones del fútbol mundial, con abundancia de menciones ad hominem, de mostrarse rústicos y de ser intrínsecamente vulgares. Que los aludidos, una banda de muchachos dichosos en un momento supremo de sus vidas profesionales, no se hayan dado por tales no quita que la situación merezca ser comentada.
El uso de la palabra vulgar como peyorativo terminal es característico de sujetos resueltos a convencer al resto de poseer un gusto personal irreprochable y certero, garantía de su supuesta superioridad social. En realidad lo que manejan en materia de estilo es el surtido sucinto de prejuicios, estereotipos, y nociones dudosas de lo bello y lo feo que fundan y estructuran el gusto medio.
Falto de imaginación y de identidad propia el gusto medio se define por una ansiedad doble: por un lado, la que ritma su aspiración a anexionarse a la esfera elitista, que se le presenta como una suerte de espejismo brumoso pero deseable; por otra vía, la urgencia permanente de distanciarse para bien distinguirse de la intensidad del gusto popular. Pero ocurre que en el campo de las predilecciones estéticas, la índole elitista y la índole popular, ambas dotadas de una fuerte impronta propia, no aparecen, bien al contrario de lo que el gusto medio profesa, como puntos enfrentados sino como extremos complementarios; en diversas ocasiones llegan a coincidir e incluso a fusionarse.
La alpargata es un ejemplo ideal de las coincidencias entre chic y pop, sofisticación y campechanía. Calzado rural y luego obrero, práctico, resistente, de formas depuradas y confeccionadas con materiales honestos, esparto o yute y lona, sobria en su diferencia, la alpargata seduce aún hoy por su simplicidad encantadora. Todo lo cual resultaba muy poco para las pretensiones del gusto medio, cuyos anhelos de todos modos fueron satisfechos. Hace ya más de medio siglo, en 1970, Yves Saint Laurent, el modisto francés más aclamado de la época, quien se vivía artista a la vez que estaba en sintonía inmediata con el público medio, lanzó la alpargata de taco chino, es decir alto, engendro multicolor cuyo alcance comercial, se prolongó hasta alcanzar los sitios actuales de moda vintage.
El gusto medio se rehúsa a entender la alpargata, a sentirla, su chic no premeditado, minimalista, sin artificios lo irrita. Con la misma tozudez contrariada procede hacia los saltimbanquis geniales de la Scaloneta, cuyas acrobacias en la cancha condesciende quizás a aplaudir pero de quienes detesta, cuestión esencial, cuestión ideológica, las apariencias, los looks, las pintas, no conformes a las reglas del protocolo, a la corrección indumentaria.
Leo Messi y sus compañeros de equipos cultivan estilos que contrastan con el marco institucional que los envuelve. Como los pibes y los no tan pibes y los para nada pibes de la calle popular de la Argentina de hoy han roto relaciones con la formalidad, incluso en ocasiones rituales, como el casamiento, donde los divos de los estadios optan por trajes o smokings (nunca ví jacquets) en versiones digamos imaginativas. El repertorio de prendas y ornamentos, el lenguaje gestual, los talles extra grandes, las zapatillas arquitecturales, las siluetas de personajes de animé, las colisiones de colores y texturas o los engamados imprevistos, los mix and match zarpados de etilos o texturas o estampados o referencias o de todo a la vez, la desenvoltura atemperada, los logos y los emblemas y los slogans y las efigies de personajes de ficción y los símbolos religiosos en estampas diseminadas por canguros, buzos, pescadores, maxi bermudas, jogginetas, gorras, pilusos o sobre la propia piel entregada al tatuaje, los cortes y coloraciones fantasiosas de las cabezas y las barbas (y seguí vos la lista) son las mismas en unos y otros; la única (gran) diferencia está en el costo de las prendas. Y no se trata, o no solamente, de seguidores detrás de sus ídolos. Hay reciprocidad e influencias mutuas. Todos navegan los mismos circuitos, todos se miran a la vez en un mismo espejo virtual.
Quien trate de mirar más allá de esta comunión estética, transformación clara de la cultura argentina del vestir concretada entre los ases de la pelota y su mega hinchada que federa a todas las del país, vale decir más allá del territorio histórico del fútbol, patriarcal, hétero cis y fóbico, podrá detectar el inicio de un hilo narrativo tan inesperado como inevitable.
Se trata de que, amén de sus otras virtudes deportivas, la Scaloneta se nos figura portadora de un modo nuevo, relajado de vivir y representar la masculinidad. Pasa por su presencia en la cancha, sin duda, reflexiva y potente sin patoteo. Pasa por la firmeza y la seguridad sin alardes manifiestas hasta en los momentos más dramáticos y peligrosos. Pasa por la sobriedad serena de Scaloni, por el ‘bobo’ con que Messi interpela a un rival hostigador, por la complicidad sana, por el entendimiento casi sin fallas, por la ausencia de reproches, de protestas vehementes, de desplantes, de puteadas, de idas al humo. Pasa por la testosterona tranquila que no necesita teatralidad macha. Viril pero no viral, su vigor deportivo enamoró a todos. Y a todas. Y a todes. En todo amor hay glamour y en todo glamour hay sudor.
JA/SH