Anoche soñé con un caracol gigante. Estaba entre hojas, lo levantaba, recién ahí me daba cuenta de su tamaño y de que en efecto era un caparazón habitado aún por una criatura grande y muy babosa. Lo apoyaba en el piso y el bicho se desplegaba. Su cuerpo no paraba de emerger y era largo y muy viscoso. Luego se convertía en una serpiente verde fluorescente que masticaba las plantas que cuido y me escupía los trocitos a la cara, una serpiente atrevida. Intentaba capturarla pero, por supuesto, era muy huidiza.
Agustín y yo el año pasado estábamos ambos escribiendo guiones situados en la selva amazónica. La suya más amazónica de verdad, la mía más litoraleña. Pero tupida lo mismo. Compartimos un poco nuestros procesos. Él viajó a Colombia y me trajo El río, un largo ensayo del antropólogo canadiense Wade Davis que lleva como subtítulo “Exploraciones y descubrimientos en la selva amazónica”. Es un libro largo para ser un ensayo, con tamaño y peso de bestseller. Tardé en empezarlo por eso mismo, su peso y tamaño, y algo de sospecha también. Pero, como buena -un poco- grafómana los libros grandes me suelen entusiasmar más que los breves: si me va a gustar, que dure por lo menos. El libro es fascinante desde el principio. Tiene mucho de ficcionado, asumo, como debería ser, o de puesta en escena al menos, con diálogos por ejemplo, puestas en situación. Y su modo de contar, como con las cosas que me gustan o que están bien, hace que me encuentre descubriendo que me interese el camino del peyote o cómo luce el puerto de Santa Marta o si Adalberto los va a dejar o no entrar a la aldea. Davis es, evidentemente, un escritor además de un explorador botánico. Y escribe cosas como estas, en una supuesta conversación que tuvo con su antecesor Tim Plowman, en Santa Marta justamente, antes de emprender la Sierra Nevada:
A medida que pasaba la tarde, cambiamos de tema y hablamos de botánica, en particular de un libro nuevo muy comentado que afirmaba que las plantas reaccionan a la música y la voz humana. A Tim la idea le parecía ridícula.
-¿Por qué diablos le importaría a una planta Mozart?- recuerdo que preguntó-. Y aún si fuera así, ¿por qué debe eso impactarnos? ¿Con que las plantas coman la luz no es suficiente?
Prosiguió hablando de la fotosíntesis en la forma en que un artista describiría los colores. Dijo que al atardecer el proceso se invierte y que a esa hora las plantas emiten pequeñas cantidades de luz. Se refirió a la savia como la sangre verde de las plantas, y explicó que la clorofila es estructuralmente casi igual a la sangre humana, sólo que las plantas reemplazan el hierro en la hemoglobina por el magnesio. Habló de la manera como crecen las plantas y de una semilla de hierba que produce noventa y seis kilómetros diarios de pelos radicales, o sea nueve mil seiscientos kilómetros en el curso de una estación; de cómo un campo de centeno exhala quinientas toneladas de agua diarias; de una flor que para alcanzar su plenitud penetra a través de un centímetro de pavimento; de cómo el amento del abedul produce cinco millones de granos de polen; de árboles que viven cuatro mil años. Al contrario de todos los botánicos que había conocido, no estaba obsesionado por la clasificación. Para él los nombres en latín eran como poemas japoneses o versos. Los recordaba sin hacer esfuerzo, encantado particularmente por su origen.
-Cuando uno pronuncia los nombres de las plantas- dijo en cierto momento-, pronuncia los nombres de los dioses.
Hace poco un amigo se autodefinió como grafómano. Dice que escribe porque no puede no hacerlo, no puede parar de escribir. A mí eso no me pasa para nada, no así, pero mirándolo bien sí que es algo que siempre hice y con los usos más diversos, eso sí. Y uno de los múltiples usos de escribir porque sí ha sido el de copiar párrafos de libros que quería retener. Antes de la Internet, tenía más sentido: copiar para tener. Pero creo que no se trata solo de eso. Creo que el párrafo fuera de contexto crea algo nuevo, empieza de cero, se libera de su contexto.
No soy académica: de lo que he leído, visto o estudiado sólo puedo ver o retener lo que en efecto puedo sentir, lo que de algún modo se materializa porque ya estaba previamente dentro mío: alguien que nombra o pinta algo que yo ya sentí y que eso que veo, leo u oigo, activa.
A los nueve años tuve un sueño que en ese momento creí revelador o trascendental, del que desperté turbada. Soñé que estaba con mi familia en un museo de culturas originarias y que de repente una figura de un indio cobraba vida. Y me decía que tenía que contar la historia de cómo habían sido diezmados. En mi sueño había un héroe que era el manco Páchac, creo que lo llamé, y mezclaba las pirámides con el imperio inca. En mi sueño habían sido arrasados y yo lo tenía que contar. Existieron el inca Manco Cápac y otro inca, Pachacútec.
No lo recuerdo pero es probable que hayamos leído acerca de ellos en la escuela o fuera de ella y que yo pensara que me había venido en sueños el nombre, y la denuncia. Sí recuerdo estar en trance todo ese día siguiente, con la necesidad de escribir ese relato, que al final no tuvo más que una página de largo y se llamó La mano del valiente legendario. Supongo que el relato no era bueno, y no creo que la historia que me pidió que contara aquel hombre en sueños haya llegado muy lejos, no difundida por mí por lo menos, pero acaso sí fue un primer registro de que a lo mejor escribir sí sirviera para algo y sí fuera algo así como un servicio, o una vocación. Y no sólo grafomanía pura, más allá del placer del papel la tinta el sonido de la tecla y la secuencia de letrita y letrita tras letrita.
RP